Dosier
Apelación y subjetividad
Resumen: El presente texto se pregunta si es posible reconocer una filosofía de la apelación en la fenomenología hermenéutica de Paul Ricoeur, que pueda entrar en diálogo con aquellas fenomenologías que la han desarrollado explícitamente, tal como la de Jean-Luc Marion. Sin intentar comparar ambos caminos de pensamiento, se propone en primer lugar un breve examen de las principales tesis de Marion acerca de la apelación, para luego, examinar dos vías posibles en la filosofía de Ricoeur a partir de las cuales se puede pensar la apelación: a) la filosofía de la voluntad (1950) y la de la solicitud (1990).
Palabras clave: Ricoeur, Marion, Apelación, Consentimiento, Solicitud.
Appeal and Subjectivity
Abstract: The present text asks whether it is possible to recognize a philosophy of appeal in Paul Ricœur's hermeneutic phenomenology, and whether it can enter dialogue with those phenomenologies that have explicitly developed it, such as that of Jean-Luc Marion. Without attempting to compare the two paths of thought, we first propose a brief examination of Marion's main theses on appeal, and then examine two possible ways in Ricœur's philosophy from which appeal can be thought: a) the philosophy of will (1950) and the philosophy of request (1990).
Keywords: Ricoeur, Marion, Apellation, Consent, Solicitude.
1. Introducción
La fenomenología contemporánea de fines del siglo XX y comienzos del XXI se ha volcado, en palabras de Tengelyi, a una investigación “sobre la situación fundamental en la que respondemos al llamado del otro” (Tengelyi, 2014, p. 267). Según el fenomenólogo húngaro, “la idea de que esta situación fundamental es omnipresente en el pensamiento, en la acción y en la palabra remonta a Martin Heidegger” (Tengelyi, 2014, p. 267) quien en, De camino al habla –cuestión constatada por el mismo Tengelyi—, afirma que: “El decir de los mortales que viene al encuentro es el responder. Toda palabra hablada ya es siempre respuesta” (Heidegger, 1990, p. 235). Esta cuestión se halla también en la obra de Emmanuel Levinas quien profundiza esta idea y la “vuelve contra el pensamiento heideggeriano del ser” (Tengelyi, 2014, p. 268). Tras Heidegger y Levinas, otros autores han asumido la tarea de pensar la apelación del otro –y no ya del ser, al menos no en términos heideggerianos–; es el caso de Jean-Luc Marion y Jean-Louis Chrétien, dos filósofos que, situándose en la fenomenología, se han dado a la labor de pensar el fenómeno del acontecimiento de la llamada, no sin reconocer consecuencias metódicas al interior mismo de la fenomenología. Se trata, por tanto, de un fenómeno que obliga a repensar la fenomenología en su intención metódica junto al estatuto de la llamada y del sujeto capaz de interpelación.
A lo largo de este texto, nos interrogaremos si la fenomenología hermenéutica de Paul Ricœur puede ser comprendida como un esfuerzo, incluso parcial, por dar cuenta del fenómeno de la llamada más allá de los límites impuestos a su hermenéutica bíblica, lugar preeminente donde hallar un bosquejo sobre el binomio llamada-respuesta y, por tanto, sobre el sujeto apelado, conminado o mandatado. No es nuestro interés, por tanto, detenernos en la hermenéutica bíblica de la apelación, sino, más bien, interrogarnos si es posible reconocer una fenomenología de la apelación en Paul Ricœur. Es así que nos preguntaremos si su filosofía puede situarse en la estela del pensamiento de Heidegger y Levinas, quienes han centrado su atención de modo preferencial en el llamado del ser y del otro respectivamente. Así, una de las finalidades centrales de este texto es mostrar cómo Ricoeur puede y debe ser incluido dentro de los pensadores del acontecimiento de la llamada. Pero esta inclusión sería banal si la obra de este filósofo no aportara recursos relevantes para la comprensión del fenómeno del acontecimiento de la llamada que no se hallan en el resto de los fenomenólogos ya nombrados, desde Heidegger pasando por Waldenfels, Marion y hasta De Gramont (Cf. 2013). Son, precisamente, los recursos que aporta Ricoeur para la descripción de la llamada los que, a nuestro juicio, permiten una mayor comprensión del fenómeno en cuestión. Para cumplir nuestro objetivo proponemos examinar, a partir de Paul Ricœur, la relación entre apelación, responsividad y cuidado. Pero antes, es preciso detenerse muy brevemente en algunas de las notas nucleares –de manera muy breve– que la nueva fenomenología francesa, en especial Marion, reconoce al fenómeno de la apelación.
2. El fenómeno de la apelación
La apelación es un fenómeno insigne y, en tanto tal, demanda que se opere una revisión del proceder metódico de la fenomenología en varios sentidos. En primer lugar, ha sido preciso una revisión de lo que es “fenómeno”. Si, tal como lo afirma Heidegger en el parágrafo 7 de Ser y tiempo, fenómeno es lo que se da en sí mismo, entonces, a juicio de Marion, fenómeno es lo que aparece sin condición antecedente ni determinante. Un fenómeno constituido en, para y a partir de la conciencia constituyente deja de ser propiamente un fenómeno, si es que su mostranza (mostrance, Erscheinung), tal como lo afirma Romano siguiendo a Claudel y a Hegel, (Cf. Romano, 1998, p. 42; Gabellieri, 2015), se confunde con la autoconstitución del ego trascendental. Atender al fenómeno en su ipseidad –en su darse en y por sí mismo– implica, por un lado, renunciar al ego trascendental, pues, tomado en su poder constituyente vuelve a toda fenomenología una egología y ensombrece, de este modo, a la ipseidad misma del fenómeno en la medida que la explicitación de este último no viene sino a explicitar al ego que lo engloba.
Por el contrario, el fenómeno, tal cual, no posee condición para su aparición, siendo reducido a la donación misma antes que a una instancia de constitución que le sea extraña. En segundo lugar, tal proceder transforma la máxima huserliana de un retorno “a las cosas mismas” en la de un “retorno de las cosas mismas”. A juicio de De Gramont, “Volver a las cosas mismas requiere aprender a tomarlas en su aparecer y, por tanto, como fenómenos. Son estos últimos desde donde es preciso partir, siendo que, de algún modo, los fenómenos se imponen por sus propios medios (Cf. Marion, 2005, p. 16), en tanto que su aparecer nos sobreviene (Cf. De Gramont, 2014, p. 141). Así, lo que está en cuestión es cómo y de qué manera “dejar” aparecer a las cosas mismas en su mostrarse, en su “mostranza”, ya no englobadas ni ensombrecidas por el ego trascendental. Es lo que Thomas-Fogiel (2015) y, en algún respecto Jocelyn Benoist, han llamado el giro realista de la fenomenología.
La fenomenología de Marion intenta, por tanto, comprender el movimiento que va del fenómeno al sujeto, antes que la explicitación de la vida intencional por la que el fenómeno es constituido. Lo que significa, por su parte, una atención privilegiada a la dimensión “pathica”, tal como la llama Maldiney, de la existencia humana: el sujeto está abierto y “disponible” a la venida de la alteridad que lo constituye, antes que él mismo lo haga, a pesar, incluso, de sí mismo; ciertamente la disponibilidad o pasibilidad es constitutiva del fenómeno que se nos impone antes que ser meramente una capacidad del sujeto. Así, el fenómeno viene, en su arribar, a constituir y a modificar al sujeto que lo recibe. Aprender a recibir al fenómeno es, al mismo tiempo, reconocer el devenir al que él mismo nos vuelve: el acontecimiento, en tanto que fenómeno insigne, confirma, precisamente, este aspecto de la fenomenalidad del fenómeno: solo adviene un acontecimiento si el sujeto que lo recibe es transformado de par en par por su advenimiento.
El sujeto, en palabras de Marion, es, de este modo, en "segunda instancia", pues no es ni el origen ni el dueño del sentido; por el contrario, lo recibe a su pesar, lo acoge, y, en tal movimiento, se recibe atestiguando su transformación por la transformación del todo de los posibles y del mundo al que queda abierto. La apelación es, ciertamente, un fenómeno liberado de las condiciones subjetivas de su aparición; es un fenómeno insigne o saturado, y, en tanto que tal, es también un acontecimiento que singulariza a quien lo recibe; su sujeto se halla designado y enviado al reconocerse apelado; pero la instancia que apela se mantiene en una suerte de anonimato y neutralidad fundamental. La razón de esto es que la apelación no vuelve al sujeto hacia la instancia apelante, sino hacia sí-mismo. Lo que se halla comprometido en este fenómeno es el sujeto que lo recibe; y como acontecimiento que es la apelación, queda este –el sujeto– comprometido en su totalidad. Ser apelado no es ser llamado a tal o cual actividad, por ejemplo, sino solo en tanto que dicho llamado compromete el todo de la experiencia del interpelado. La apelación implica, de este modo, a un sujeto capaz de recibirla y de ser afectado por ella, y a un sujeto capaz de movilizar el todo de su existencia por caminos no recorridos e incognitos. Mas, si la apelación saca de sí al sujeto, si lo moviliza, no hace esto sin volverlo reflexivamente hacia sí según el modo de la ocupación.
Finalmente, y en concordancia con lo recién dicho, es preciso indicar que la apelación se deja escuchar, según el dictum de Heidegger y de Levinas, en las respuestas: esto refuerza la idea del anonimato de la instancia apelante, pero al mismo tiempo subraya el hecho de que lo apelante no llama para ser resuelto él mismo, sino para que el interpelado responda poniendo en juego su propia existencia: responder a la apelación no es resolver un problema, no es, por tanto, agotarlo ni disolverlo; es más bien corresponder, mantenerse a la altura del envío, con todos los riesgos que aquello conlleva. Que la apelación se deje escuchar en las respuestas significa, también, que esta arriba antes que sea atestiguada; el llamado se fenomenaliza en la afectación del apelado; el llamado, por múltiples razones, podría ser desoído –así cuando nos hallamos antes confluyentes apelaciones, sin que sea posible que las atendamos a todas, que respondemos de cada de ellas– y jamás aparecer como tal. La respuesta atestigua y fenomeniza la apelación, aunque deja en la sombra la instancia que apela.
3. Apelación y responsividad
Ciertamente, no resultaría muy fructífero comparar la fenomenología de la apelación de Marion y de Ricœur, en tanto que se reconocen suelos y procedimientos muy distintos. Mientras que Marion lleva a cabo una fenomenología de la donación, Ricœur se compromete más bien en una fenomenología hermenéutica del acto y de la potencia; mientras el autor de Étant donnée enfatiza la pasibilidad del sujeto apelado, Ricœur no olvidará nunca la ligazón estricta entre la acción y la potencia. ¿Un punto común? El reconocimiento, por parte de ambos, de que el fenómeno no se da de modo inmediato a su descripción. Marion confía aún en la reducción –salvo que no acepta ni la reducción al objeto ni al ente–; en su caso se trata de la reducción a la donación. Es preciso hacer una experiencia específica, fenomenológica, para dejar que el fenómeno se muestre. Ricœur, por su parte, desconfiará siempre del acceso inmediato e intuitivo y propone más bien una filosofía de la mediación; con ello, pretende salvar la alteridad sin la cual el sí-mismo no se comprende en su devenir. Ricœur, rechazando la reducción fenomenológica, no propone, a diferencia de Marion, una tercera reducción, sino que se compromete en la vía larga de la comprensión, esto es, prosigue el camino de la reflexión en tanto que interpretación.
¿Es posible reconocer una filosofía de la apelación en Ricœur? Mi hipótesis es que sí; pero, además, creo que nuestro autor es sensible a diversas instancias apelantes y, por consiguiente, a múltiples modos de responder a ellas. Y en esto parece que avanza un paso más en relación a Marion, quien más bien se detiene en describir el fenómeno de la apelación en su dimensión estructural. Ricœur distingue al menos cuatro instancias apelantes: a) la situación vitalo-mundana, b) el mundo simbólico y de los textos, c) el otro y d) la consciencia. En cada caso, la respuesta es distinta: no se responde del mismo modo a la apelación de la situación en la que el sujeto está inscrito, ni al desafío de los textos en el acto de lectura, ni al otro que nos solicita en su fragilidad, ni a la consciencia que nos pone frente a nosotros mismos como a otro.
A continuación, propongo detenerme en dos casos; el consentimiento y la responsividad. La primera es la respuesta a la situación y la segunda al otro en su fragilidad. Todo el esfuerzo de Le volontaire et l’involontaire consiste en describir integralmente al cogito, “interiormente quebrado” (Ricœur, 1950, p. 17), reintegrando el fenómeno de la encarnación y de la afectividad como “revelación de la existencia” (Kearney, 2015, p. 14), y dando cuenta de la relación de constitución que hay entre el sujeto –que quiere, que puede y que siente– con la alteridad vivida como finitud. En el marco de la fenomenología de la voluntad, la alteridad toma la forma del involuntario corporal que nutre, moviliza y resiste nuestro querer: se trata de una relación de implicación; el cogito que quiere y que puede se experiencia haciendo la experiencia de su finitud como esfuerzo y resistencia; más, si es posible oponer resistencias a las resistencias corporales, es porque el sujeto está verdaderamente implicado e incumbido en ellas. Si la fatiga que experimentamos al final de la jornada no nos incumbiera no nos importaría caer rendidos apenas se manifiesta como disminución de nuestro poder de actuar. Por el contrario, porque la fatiga revela algo distinto que ella es que podemos resistirla para mantenernos en vela. El involuntario corporal es vivido como una situación que nos apela y nos vuelve ella misma sus respondientes; pues, ¿qué puede significar esforzarse si no es responder a una exigencia, a una apelación que nos pone a nosotros mismos en juego? La fatiga no nos vuelve hacia ella, sino a lo que esta pone en juego en nosotros: a nosotros mismos. El sujeto fatigado no puede, en este sentido, no responder a los posibles abiertos por el cansancio; este último nos pone en situación, nos implica y llama al incumbimiento. Este último dice, por cierto, que la implicación subraya la capacidad que tiene el sujeto de comprometerse con aquello que apela y a lo que llama: estoy envuelto en una situación, pero es porque me incumbe, me concierne, es decir porque me siento conminado por ella, porque decido, retomando el ejemplo anterior, resistir a mi fatiga y desvelarme para cumplir con tal o cual exigencia.
Aún en Le volontaire et l’involontaire, Ricœur reconoce un involuntario absoluto respecto del cual no cabe resistencia alguna, solo su consentimiento. Pero consentir no es sinónimo de pasividad pura; por el contrario, el consentir es muy activo, pues este es un modo de adhesión a la situación necesaria e ineludible en la que el sujeto está puesto. Consentir no es obstinarse, que más bien es un acto ciego y clausurante como cuando alguien se obstina en seguir un curso de acción sin ver más posibilidades al respecto; no, consentir es asumir la facticidad de lo dado para transformarla en destino personal y hacia la libertad. De este modo, el consentir es una respuesta a la situación en su fuerza apelante con la lucidez que requiere hacerse cargo de sí, asumir el cuidado de sí. Dicho de otra forma, el consentimiento es una respuesta que vuelve al sujeto hacia sí mismo y le permite reconocer que la existencia, que su existencia, es una tarea para sí expuesta a su propio riesgo e inacabamiento: consentir es cuidar lúcidamente de sí.
Detengámonos ahora en la solicitud, vale decir en el cuidado del otro. Ciertamente, la solicitud pone en juego la apelación que viene del otro y que nos conmina como respondientes. Pero, no se responde a la situación vital del mismo modo que al otro frágil y vulnerable. En este último caso se puede hablar, tal vez, de responsividad. Si bien la expresión “responsividad” no es nombrada en la obra de 1990, sí lo es en las conferencias de las GiffordLectures que Ricœur excluyó de la composición final de Soi-même comme un autre y que luego han sido reunidas bajo el título de Amouret justice (2008). Así también al final del “Préface” de Soi-même comme un autre (1990, p. 37) nuestro autor se refiere a un sí mandatado y respondiente (soimandaté et répondant) en el marco de su hermenéutica bíblica: un sí dependiente de “una palabra que lo despoja de su gloria, confirmando su coraje de existir” (1990, p. 38); se trata de un sí en tanto que otro y, por consiguiente, de un sujeto que solo se entiende en una relación estrecha y constituyente con el otro y con la alteridad en general –el cuerpo, el otro y la conciencia, tal como es pensada en el estudio décimo de Soi-même comme un autre–. Pero también de un sí que, dependiente, halla en esta relación la confirmación de su “coraje de existir”.
¿Qué notas constitutivas de la responsividad pueden ser reconocidas? Un buen modo de develarlas es a partir de cierto contraste con la responsabilidad, al menos con un modo específico –moderno– de entenderla. Mientras que la responsabilidad remite a la imputación (cf. Ricœur, 2022) y, por ello, implica una persona que puede ser considerada y considerarse a sí misma “responsable de las acciones que libremente se eligen u omiten” (Patiño, 2010, p. 96), la responsividad pone en juego un tipo de respuesta particular: “la de un sujeto que, por la responsividad, se vuelve a la vez agente y paciente” (Patiño 2010, p. 96). El sujeto responsivo es agente y paciente a la vez, “deviene como tal en la medida en que el otro de la relación le interpela, exigiéndole un tipo de respuesta particular que es lo que el otro solicita, no lo que el agente determina” (Patiño, 2010, p. 97). En este sentido, la respuesta responsiva está delineada por la sujeción heterónoma a otro. Pero esta sujeción indica, por cierto, que la responsividad es un tipo de respuesta a la apelación de alguien. Es la respuesta a un llamado que interpelando nos pone en situación de responder sin poder rehuir de esta. La interpelación exige una respuesta a la instancia singular apelante; pero, que la respuesta sea exigida no supone que su contenido, lo que se responde, sea también ordenado. Si no es posible dejar de responder a la apelación, sí es posible elegir las respuestas que ofrecemos. Y en este sentido se podría afirmar que la interpelación, es la ocasión para la libertad del sujeto que no puede no responder, pero que sí puede discernir qué responder.
Por otra parte, esta sujeción heterónoma al otro nos sitúa en el ámbito de la originariedad como fondo perdido del sí-mismo que responde. En efecto, la libertad del sujeto no se reduce a su reconocimiento como agente y causa de sus acciones; pues, la responsividad nos hace pensar que la iniciativa por la que nos comprendemos responsables es recibida o demandada por el otro. No es el sujeto el principio mismo de su acción, sino que esta ya es respuesta a la apelación que nos inquieta. No se trata, por otra parte, de la respuesta a un “individuo abstracto universal” que exige o merece un trato igualitario como cualquier otro (Patiño, 2010), sino aquella respuesta que ofrecemos al sujeto singular de la apelación que nos envía. De este modo, la responsividad pone de relieve a un sí-mismo cuya iniciativa le es dada en una relación singular y única de la que no puede reconocerse su origen último o primero; el respondiente es siempre una instancia segunda, advenida a sí tras el encuentro que lo inquieta porque demanda. Nuestras respuestas responsivas no dependen de lo que el agente determina, sino de lo que el otro solicita. Este último nos hace entrar en una relación incomparable y singular apelando al despliegue particular de nuestras capacidades como respuestas a la conminación.
Finalmente, es preciso reconocer que la responsividad: “se entiende como acomedimiento para prestar un servicio, como disposición que se anticipa a las necesidades del otro, que se adapta o modera para responder en concordancia con lo que el otro requiere y en concordancia con las circunstancias específicas que exigen un tipo particular de respuesta, sin quedar sujeta al cálculo prudencial. Como a-comedirse significa no-medirse, no oponer ningún límite para responder al otro, la respuesta de acomedimiento, o respuesta responsiva, quedaría situada del lado de la desproporción, lo que nos llevaría a afirmar que el acomedimiento no tiene mesotés” (2010, p. 179). En este sentido, la responsividad no es solo la respuesta que ofrecemos al otro singular, sino que es un tipo particular de respuesta determinada por un exceso. Responder acomedidamente es no contar con medida alguna; no solo en el sentido de no-medirse en el esfuerzo por responder al otro, sino tampoco en el de tener medida alguna que nos permita reconocer la justeza de aquello.
La responsividad, en este sentido, está siempre excedida y afectada por un índice de incertidumbre con el que debe contar. No hay respuesta justa cuando se trata del otro, así tampoco respuesta definitiva, pues no se sabe, ni se cuenta con recursos para determinar cuándo hemos respondido del todo al otro. Para finalizar: si el sujeto es capaz de ofrecer al llamado del otro una respuesta acomedida, es preciso indicar, como afirma Tengelyi, que “el llamado no exige obedecer, solamente responder. Es porque hace posible una libertad personal” (Tengelyi, 2014, p. 64). Es decir, el llamado nos sitúa en el campo abierto de la exigencia: la de la respuesta. No podemos sustraernos de tener que responder; pero no está delimitado, de antemano, lo que debemos contestar. El llamado resguarda la libertad personal conminando al sujeto a proponer, a inventar comportamientos capaces de corresponder a la instancia apelante. La responsividad, sin embargo, no es meramente un tipo de respuesta que podemos o no dar: ciertamente, no nos comportamos acomedidamente con todos; y, sin embargo, cada vez que respondemos al otro estamos expuestos a la falta de medida y a la incertidumbre sobre si correspondemos o no a la tarea a la que somos vueltos al recibir el llamado del otro. Mas, abriéndonos atencionalmente, en el caso de la solicitud, hacia el otro en su vulnerabilidad, el primer movimiento que promueve no es el de dirigirnos hacia lo que nos llama, sino hacia sí mismo con el fin de corresponder al llamado. Para poder volver toda mi atención a otro es preciso, en primer lugar, que me estime capaz de responder a la interpelación, y, por consiguiente, que me vuelva hacia mí mismo como destinatario de un envío, de una tarea que me compromete e incumbe. El sí-mismo no mantiene una mera relación de implicación con el otro, sino también de incumbencia. Respondemos porque aquello a lo que somos apelados nos concierne; la apelación nos abre al horizonte de la incumbencia. Recordemos la siguiente afirmación de Ricœur: “es el otro que vale […]. Es por tanto el otro que me falta. El yo es lagunar con relación al otro yo” (1950, p. 122). Esto dicho en Le volontaire et l’involontaire, resuena aún perfectamente en Soi-même comme un autre; en uno y otro texto, es el otro que enseña al sí-mismo el camino hacia su autonomía, pero sin antes mostrarle aquella dependencia inquebrantable respecto del otro y de lo otro sin la cual el sujeto no conocería el coraje de existir.
4. Conclusiones
Que el sujeto, en cuanto respondiente sea en “segunda instancia”, implica también que es tan versátil como paciente. Por un lado, responder a las diversas apelaciones del otro, del mundo, conlleva que el sujeto adopte no solo diversos modos de responder, sino también diversas voces. Es así que el sí-mismo asume la primera persona cuando se reconoce responsable e imputable de sus acciones, se reconoce un “tú” cuando es interpelado por otro y se identifica como un “él” en situaciones en las que se comprende y narra a sí mismo como un personaje de la historia de su vida. Se trata, por tanto, de un sí-mismo versátil, capaz de tomar la palabra como un “yo”, un “tú” y un “él”. Pero, al mismo tiempo, el sujeto respondiente que es el ser humano, abierto e inquietado por las múltiples apelaciones que lo conminan, se comprende a sí mismo como un paciente, al menos, en un doble sentido: primeramente, en cuanto que padece la acción de alguien o de algo distinto que sí; en segundo lugar, en cuanto está comprometido en una espera, tan perdurable como indefinida. Que el sí-mismo sea un sí como otro significa, tal como lo comenta el propio Ricœur, que el sujeto está implicado de modo fundamental con una alteridad que lo inquieta, lo hiere y abre. El sujeto no puede hacer círculo consigo mismo porque está siempre expuesto a otro –el cuerpo, la situación, el mundo, el otro, etc.– que se hace sentir en sus carnes, que lo apela y moviliza. Bajo ese respecto, el sujeto es paciente de lo otro. A su vez, aquella imposibilidad de parte del sujeto de hacer círculo consigo mismo, por tanto, de estar siempre abierto y como en exilio de sí, lo mantiene en una espera continua que no encuentra el tiempo para colmarse y satisfacerse. El sí-mismo no termina nunca la labor de comprenderse a sí mismo, al otro y al mundo, pues nunca llega el tiempo de dejar de estar expuesto a la apelación ni dejar de ensayar sus respuestas. De este modo, el sujeto respondiente es un paciente en cuanto inquietado de punta a cabo por la relación inextinguible con lo otro, y también, en tanto que se halla comprometido en una espera –de comprensión de sí, del otro y del mundo– que no se deja medir por el cumplimiento.
Financiamiento
Este artículo ha sido escrito en el marco del proyecto Fondecyt Regular N.° 1240701 del que el autor es el Investigador responsable.
Referencias
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Recepción: 14 marzo 2024
Aprobación: 26 julio 2024
Publicación: 01 diciembre 2024