RDF Revista de Filosofía (La Plata), vol. 54, núm. 2, e110, diciembre 2024 - mayo 2025. ISSN 2953-3392
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones en Filosofía IdIHCS (UNLP - CONICET), Departamento de Filosofía y Doctorado en Filosofía

Dosier

Acción, Identidad e Historia

Francisco Naishtat

Instituto de Investigación Gino Germani (UBA-CONICET), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita sugerida: Naishtat, F. (2024). Acción, Identidad e Historia. Revista de Filosofía (La Plata), 54(2), e110. https://doi.org/10.24215/29533392e110

Resumen: Este texto parte del “quién” de la acción-agente en la perspectiva de la pragmática ricoeuriana del discurso, inspirada en la otredad levinasiana como constitutiva de la ipseidad del sujeto, para insertarlo, en un segundo momento, en la dialéctica del reconocimiento, que articula en Ricoeur la acción colectiva, inspirada en el triple pliegue de la comunidad-ipse narrativa, la lucha por el reconocimiento y las capacidades de Amartya Sen. Este pliegue de lo colectivo se reinserta en la historiografía a partir de la hermenéutica del texto, desplazando las dicotomías individualismo-holismo y explicación-comprensión en provecho de la articulación saussuriana entre estructura y agente, o lengua y habla. Finalmente, se concluye en el carácter abierto del pasado historiográfico, en semejanza con la traducción de un texto, no sin relación con el Nachleben benjaminiano.

Palabras clave: Acción, Identidad, Historia, Reconocimiento.

Action, Identity and History

Abstract: This text starts from the ‘who’ of the action-agent in the perspective of the Ricoeurian pragmatics of discourse, inspired by Levinasian otherness as constitutive of the ipseity of the subject, to insert it, in a second moment, in the dialectic of recognition, which articulates in Ricoeur collective action, inspired by the triple fold of the narrative community-ipse, the struggle for recognition and Amartya Sen's capacities. This folding of the collective is reinserted into historiography on the basis of the hermeneutics of the text, displacing the individualism-holism and explanation-understanding dichotomies in favour of the Saussurian articulation between structure and agent, or language and speech. Finally, it concludes on the open character of the historiographical past, similar to the translation of a text, not unrelated to Benjamin's Nachleben.

Keywords: Action, Identity, History, Recognition.

I. Introducción

La acción humana implica la identidad ya que, en efecto, no podemos hablar de acción sin hablar de un “quién”, y aun cuando la acción fuera anónima, esta condición negativa se comprende solamente de modo defectivo y en referencia al modelo de una acción que revela positivamente su identidad-agente. En su estudio Sí mismo como otro, Paul Ricoeur (1990) despeja la paradoja que posee la acción: por una parte, remite a una cadena de motivos y de condiciones antecedentes que no parece tener un fin, dado que, como en las cadenas causales infinitas, siempre es posible remontar un eslabón suplementario en la larga serie de motivos y antecedentes de una acción. Pero, por otra parte, esta cadena remite de modo claro a un “quién”, que es como el “punto fijo” de la acción, es decir, su marca singular, sin la cual no sería una acción, sino meramente un suceso o evento empírico. Tenemos por ende una suerte de efecto paradójico entre dos tipos diferentes de preguntas: la que genera la cadena de los “¿por qué?”, siempre ilimitada en su regresión tras la serie de los motivos de la acción, y la pregunta del “quién”, que encuentra en el agente singular y personalizado una respuesta determinada y única, bajo forma de un nombre propio o de una descripción definida. Ricoeur no se priva de señalar el parentesco entre este contraste y la tercera antinomia kantiana de la razón pura, ya que el quién es la causa sin causa de la acción, mientras que los “¿por qué?” abren a la cadena en principio infinita de la regresión causal. Y entonces caemos en las dificultades propias del conflicto entre el determinismo y la libertad: ¿Cómo es posible adscribir la acción a un quién singular si esta ya viene explicada por motivos y causas que no son una iniciativa libre de dicho “quién”? Dicho de otro modo, si la acción es la iniciativa libre de un agente singular, ¿cómo es posible que se enrede en una cadena causal de motivos? ¿No debe sin embargo ingresar la acción en las cadenas de las causas y de los efectos mientras pretendamos que el resultado de la acción es también al mismo tiempo un suceso de este mundo?

Un problema análogo, de enorme alcance para la historiografía, se plantea en relación no ya a la tensión entre el “quién” y el “¿por qué?” de la acción, sino con relación a la tensión entre el “quién” y el “¿qué?” de la acción. En efecto, si como señaló Donald Davidson (1976), “siempre que hacemos algo, hay algo que es hecho”, y que llamamos el “resultado”, o “el suceso” que introduce la acción en el mundo, debemos asimismo reconocer que no hay “qué” de la acción sino en el marco de una descripción interpretativa, y que el abanico de las descripciones interpretativas es francamente ilimitado, conforme sea el arco de efectos y de cambios relevantes que se siguen de la acción en el mundo. Esto conduce a la paradoja que Sartre denominó “contra-finalidad”, y que consiste en que la acción, una vez producido su suceso correspondiente en el mundo, se desprende del agente, dando lugar a una serie de descripciones que escapan a la intención originaria del agente o “dueño” de la acción, de modo que el agente termina tan disociado de su acción que ya ni siquiera podría reconocerse en la serie de los sucesos que resultan de esta. Hegel llamó “enajenación” (Entäusserung) a este fenómeno, que es propio de la dialéctica entre la acción y el acontecimiento. La temática está tratada de Arendt a Ricoeur, pasando por Sartre, donde todos reconocen la limitación de la intención-agente para acaparar el significado de una acción. Esta separación entre el agente y su acción es análoga, dirá Ricoeur, a la separación, en el campo narrativo, entre el autor y su texto escrito, que cobra vida propia a través de las sucesivas interpretaciones, posteriores a la producción del texto, y que forman parte de lo que Walter Benjamin (2005) denominó la “post-vida” (Nachleben) de la obra de arte y/o del texto literario.

En este sentido, Paul Ricoeur despejó, a mediados de la década de los ochenta, la existencia de vasos comunicantes entre la teoría de la acción, la teoría del texto y la teoría de la historia, donde una línea principal de problemas viene definida por la polarización entre la identidad singular de la causa-productiva de un agente y la separación del suceso (llámese evento, texto o acontecimiento histórico) con relación a la causa-agente originaria. En los tres campos señalados de la práctica, del arte y de la historia, parece a la vez esencial la personalización de los resultados en términos de adscripciones a nombres propios y la despersonalización de los resultados en términos de post-vida no intencional o privada de intención, susceptible de producir interpretaciones y explicaciones autónomas respecto del agente, del autor o de los sujetos históricos.

En lo que respecta a la acción intencional, la escuela que ha seguido al segundo Wittgenstein ha suministrado un primer arsenal conceptual que permite comenzar a tratar esta paradoja: en primer lugar los motivos son disposiciones y no son causas determinantes, lo que deja un lugar a la iniciativa del agente como verdadera “causa incausada” de la acción; se sigue que establecer motivos o condiciones es tanto como decir que el “quién” que actúa e interviene no lo hace libre de condicionamientos, aunque lo hace libre de todo determinismo; en tercer lugar, la acción puede inscribirse en una cadena causal con tal que esta última admita un punto inicial que no esté determinado, análogamente a un sistema semi-abierto por la indeterminación de su origen, pero que admite determinismos graduales en sus efectos posteriores. Esta es como se sabe, la célebre solución de von Wright (1987) en su célebre tratado Explicación y Comprensión.

Ahora bien, una vez dicho esto hay sin embargo otra dimensión de la identidad que subsiste plenamente, y que no es meramente analítica, como la anterior. En efecto, no se trata simplemente de saber cuál es la condición de posibilidad de que podamos adscribir la acción a un agente, sino comprender qué quiere decir que ese agente sea la misma persona, a lo largo de todas sus acciones. Esta cuestión ya no es solamente la de la condición de posibilidad de la adscripción, sino la de la identidad personal, o dicho en términos de Saúl Kripke (2005), la del nombre propio: ¿Qué hay detrás del nombre propio? ¿Qué cosa hace que asignemos un mismo nombre singular a una persona que no deja de cambiar a lo largo de su vida? ¿Qué hay detrás de ese pretendido “designador rígido” con el que Kripke pretende, contrariamente a Leibniz, que uno no puede ser dos Adanes en dos mundos posibles, sino que es el mismo Adán en todos los mundos posibles? Conocemos la respuesta de Descartes construida en torno a su noción de identidad sustancial, retomada de la tradición de la sustancia aristotélica. Y también es conocida la réplica del empirismo clásico, que deshace la identidad personal en un haz de representaciones solamente unificadas gracias a la memoria empírica. En su célebre capítulo XXVII del Ensayo sobre el Entendimiento Humano, Locke sostiene contra Descartes que la identidad personal no se apoya en ninguna conciencia egológica a priori, sino que se extiende hasta donde va la memoria reflexiva personal, bautizada aquí concientia, de tal modo que un príncipe que se convierte en zapatero y que al mismo tiempo olvida su condición anterior, sería dos personas y no una sola. Posteriormente Hume profundiza en la senda abierta por Locke, y confirma esta disolución del yo-sustancia.

Sin embargo, las soluciones de Locke y de Hume no satisfacen nuestros criterios ordinarios de identidad personal, mucho menos cuando se trata de aquellas referidas a nuestras acciones; de hecho, se trata de soluciones tan egocéntricas como la cartesiana, ya que hacen depender de la autoconciencia llamada aquí memoria el alcance de la unidad-agente, de suerte que el otro o los otros no ingresan en esa caracterización. Supóngase entonces que S comete un crimen y, a los pocos instantes, en un rapto de amnesia, quizá debido a la emoción del crimen, olvida haberlo cometido: ¿sería acaso un argumento para despenalizarlo de su delito?, ¿estaríamos preparados para decir que la condena contra S es injusta por el hecho de que se está condenando a aquel que ya no es quien cometió el crimen, considerando su radical amnesia? ¡Por supuesto que no! La imputación requiere ciertamente la intención al actuar, pero es indiferente a la memoria de la acción una vez cometido el acto. Strawson, desde su célebre texto Individuos (1989), señala contra Locke y Hume que toda noción autocentrada de identidad personal que no esté precedida por una noción intersubjetiva de persona está condenada a no lograr reconstruir la identidad de los otros, ni por ende tampoco la de uno mismo, conduciendo al fracaso del fenomenismo. Carezco aquí del espacio y, a decir verdad, tampoco tendría demasiado interés desplegar aquí la solución de Strawson, que he tratado exhaustivamente en otro lugar.1 Me interesa en cambio la acción colectiva y su relación con la identidad, y en vista de ello es interesante señalar que desde la segunda mitad del siglo XX la filosofía opera, a partir del giro lingüístico, un descentramiento de la noción de sujeto, merced al cual quedaría en condiciones de retomar la categoría de agente responsable, imputación, adscripción, etc., sin recaer en las aporías solipsistas de la filosofía de la conciencia, y a las que tampoco ha escapado el empirismo.

Esta solución es la de la perspectiva pragmática: en vez de preguntar qué absoluto hay tras el nombre propio, preguntar qué uso hacemos de la identidad personal en nuestros juegos de lenguaje intencionales. Se trataría de elaborar lo que Strawson denomina una metafísica descriptiva, cuyo punto de partida son nuestros esquemas conceptuales. Este tipo de reformulación de los problemas metafísicos de la identidad ha dado lugar a una suerte de neo-kantismo: se trata de ver cuáles son las condiciones de posibilidad de nuestras formas conceptuales. La noción de persona como particular de base emerge por ejemplo en Strawson como una condición de posibilidad que está supuesta en nuestro lenguaje de la acción, pero que carece de una necesidad especulativa absoluta y a priori. Durante las últimas décadas del siglo XX han surgido una serie de teorías de la identidad personal que descentran así el concepto clásico de concientia lockeana y replantean al sujeto en términos de un self, es decir, de un sí mismo que no parte de la introspección como evidencia fundacional, sino que es indagado desde formas del lenguaje ordinario (Strawson, Anscombe), o desde formas de la historia del pensamiento filosófico (Ch. Taylor), o desde formas genealógicas de nuestros dispositivos conceptuales y disciplinares (Foucault), o desde una hermenéutica fenomenológica (Ricoeur).

Ahora bien, el descriptivismo a rajatabla que fue el tributo que la filosofía del leguaje ordinario pagó desde los cincuenta para restaurar una reflexión filosófíca acerca de los términos metafísicos, con antelación vedada por el empirismo lógico, no era enteramente satisfactorio, ya que hacía deslizar la reflexión filosófica del lado de una metalingüística especial sin demasiado alcance crítico, y por ende sin un peso radical para los problemas éticos y morales fundamentales. En verdad los pruritos descriptivistas que respetó la primera generación de los filósofos del lenguaje ordinario fueron rápidamente removidos conforme la reflexión filosófica descubría que el lenguaje ordinario no era la única fuente de un pensamiento post-metafísico, que también debía abarcar otras dimensiones, como la historia conceptual, la clarificación de las tradiciones del pensamiento en torno a una tópica, las controversias que sedimentan un campo problemático y la reflexión crítica. La filosofía se parecería entonces más a una reflexión multidimensional y crítica en torno a problemas abiertos que a una descripción de los usos del lenguaje. En otras palabras, no era necesario disponer de un punto de partida absoluto para dotar a la reflexión de un alcance crítico e incluso normativo, mientras estas mismas dimensiones críticas y normativas fueran como los resultados de un equilibrio reflexivo de alcance siempre provisorio y controvertible. Se reconocerá en esta suerte de círculo virtuoso el tipo de círculo hermenéutico que ya practicaba el Aristóteles moralista: para saber qué es la prudencia hay que indagar, partiendo de nuestra pre-interpretación de la prudencia, sobre el tipo de excelencia que poseen los hombres prudentes, lo que permite un primer boceto reflexivo de la prudencia, que luego retroalimenta la noción que el frónimos tiene de sí mismo, y así sucesivamente. En verdad un empirista lógico, Otto Neurath, ya había dado con este tipo de circularidad cuando comparaba el lenguaje con una nave averiada en altamar, a la que se habría de reparar, pero desde el mismo lenguaje.

En este sentido es interesante el procedimiento que adopta Ricoeur en torno a la problemática de la identidad personal. No parte de los usos del lenguaje, sino del estado de la cuestión filosófica, estableciendo el juego de controversias y las soluciones siempre limitadas que se brindan, intentando sin embargo orientar un sentido hacia donde converge gradualmente la reflexión a través de las diferentes indagaciones, reflexión que no se priva tampoco de recurrir a los usos del lenguaje. Greisch ha llamado a ese método el de la fenomenología hermenéutica, mostrando que comparte con Heidegger un no partir de la evidencia como criterio fundacional, sino de lo dado como un pre-interpretado que sirve de trampolín para la reflexión filosófica.

II. Acción e Identidad Colectiva

Ricoeur se ha ocupado de la identidad durante toda su trayectoria filósofica, desde lo Voluntario y lo Involuntario en los años 50, pasando por Tiempo y Narración en los 80, desembocando a su texto seminal de los 90, Sí mismo como otro, y hasta el libro que editó en París, a comienzos del año 2004, llamado Itinerarios del reconocimiento, Parcours de la Reconnaissance. Sin embargo, vamos a retener aquí, para los fines que nos ocupan, cierto contraste que aparece entre Sí mismo como Otro e Itinerarios del Reconocimiento. Precisamente ese contraste está dado por cierta diferencia que Ricoeur confiesa en la cuestión de la identidad cuando pasamos de la identidad personal a la identidad colectiva. Ahora bien, para poder extraer de sus reflexiones algún provecho es necesario recordar algunos conceptos acerca de su teoría de la identidad personal.

Desde las conclusiones de Tiempo y Narración III, en 1985, Ricoeur elabora una noción que llama Identidad narrativa, y que consiste básicamente en aplicar a la identidad personal las categorías poéticas de concordancia y de discordancia que ofrece la narración. A diferencia de una mera crónica, una narración no es una expresión de la diversidad de lo ocurrido, sino que elabora un sentido, una unidad, sobre la base de la diversidad. Esa unidad es precisamente el juego de la narración. Ahora bien, Ricoeur piensa que el secreto de la identidad personal no estriba simplemente en la capacidad de recordar lo hecho, sino en la capacidad de auto-narrarnos logrando una concordancia de sentido. Ricoeur pretende aquí operar un giro en relación con la tradición sustancialista; en efecto, en vez de interpretar la identidad como una forma de lo mismo a lo largo del tiempo, cosa que el francés llama “mismidad”, la identidad personal reposaría en la capacidad de dar concordancia a la diversidad. Ahora bien, desde este punto de vista, lo que cada vez nos lleva a operar narrativamente con nosotros mismos es una suerte de polo de la identidad personal que Ricoeur llama Ipseidad, y que opone a la Mismidad. La Ipseidad, un término que procede de Duns Scotto (Haecceitas o Ipseitas: lo que hace que un individuo, hombre o cosa, sea eso mismo y no otro), y del que Heidegger y Sartre se han ocupado ya dándole un vuelco reflexivo, a través de las nociones del Sorge (cuidado de sí) en Heidegger y del proyecto en Sartre, nos viene enteramente, en Ricoeur, de la relación con los otros, y consiste exactamente en un responder de sí ante el otro. Por ende, es la figura de la atestación de sí ante otro la que mueve a esa búsqueda narrativa de concordancia a través de las peripecias de la vida. Es interesante señalar que Ricoeur aplica en Tiempo y Narración su noción de Identidad Narrativa tanto a los individuos como a los colectivos, y presenta un ejemplo extraído de la historia del pueblo hebreo (1995, pp. 999-1000). La Identidad narrativa se conforma por ende también en relación con las comunidades, un término que Ricoeur apuntala precisamente en ese lugar de Tiempo y Narración. Posteriormente, sin embargo, en su texto de 2004, Ricoeur va a profundizar en los contrastes entre las identidades individual y colectiva.

Por otra parte, es asimismo notable que, por la misma época de Tiempo y Narración, en 1985, el filósofo de la historia David Carr señalase en Time, Narrativity and History que cada sujeto colectivo se configura narrativamente en el tiempo y traza un horizonte coherente de identidad que anuda las tres dimensiones temporales. Como Ricoeur, Carr señala que los sujetos emergen desde unas tramas narrativas co-extensivas a unos segmentos temporales más o menos vastos, desde donde se auto-comprenden y se dan a comprender. Cada intervención colectiva lleva así la marca de una narración constitutiva que echa sus raíces de manera más o menos lejana en el pasado y se proyecta de manera más o menos lejana en el futuro. “Nosotros”, desde este punto de vista, pertenece a una multiplicidad de posibles sujetos colectivos (es decir de posibles “nosotros”), según se constituyen en las narraciones más puntuales o más vastas en la línea del tiempo: “nosotros” particulares, o de pertenencia a instituciones con determinado espectro histórico, o incluso ciudadanos de una nación con una determinada historia, o pertenecientes a un cierto espacio regional, o cosmopolita, etc.

Comprendemos ahora la línea precisa en que la posición de Ricoeur conforma una crítica radical contra Descartes, Locke y Hume, y el lugar preciso en el que este autor se distancia asimismo de Strawson y de Husserl. Contra los primeros, Ricoeur señala que el polo fuerte de la identidad personal no es la noción egocéntrica de mismidad, sino una concordancia narrativa que se articula desde las exigencias de la Ipseidad considerada como relación de atestación ante otros. Desde esta perspectiva, comprendemos mucho mejor que en Locke o en Hume la identidad, a través no solamente de la continuidad de la memoria personal, sino asimismo de sus fracturas y sus lagunas, posibilidad que en los dos pensadores empiristas quedaba bloqueada: podríamos comprender perfectamente que un individuo careciera repentinamente de memoria sobre su pasado, o que olvidara inclusive cómo se llama, y sin embargo, por la propia dialéctica de la ipseidad, fuera llevado a recuperar, mediante el trabajo correspondiente, la unidad de su vida. Tendríamos allí el caso de un Ipse que no es inicialmente todavía un Idem, posibilidad no solo psicológica, sino también estética, muchas veces abiertas por la literatura ficcional o por el cine. Por ejemplo, en la película de David Linch, Muholand Drive, vemos a una mujer que después de un accidente automovilístico pierde toda su memoria, incluyendo la de su nombre propio, y que sin embargo solicita ayuda a una joven actriz encontrada de casualidad para buscar su identidad. Lo interesante es que, en ese estado de suspensión de la memoria, la primera mujer es sin embargo capaz de atestar y pedir ayuda. Allí tenemos entonces un caso extremo, en el que el Ipse está, por así decir, desnudo, privado de su polo Idem.

En la realidad, sin embargo, lo que hay entre estos dos polos es, según Ricoeur expresa desde 1990, una dialéctica. La identidad narrativa sería exactamente una suerte de dialéctica entre el polo Idem basado en la figura de la memoria y de la mismidad del carácter y el polo Ipse, modelado por la promesa y por la atestación ante el otro.

Por otra parte, Ricoeur consuma aquí una distancia ya tomada mucho antes respecto de Husserl, quien en su Quinta meditación cartesiana practicaba, como se sabe, el camino inverso: restablecer el significado de los otros a partir de la experiencia egológica de la auto-aprehensión, y por ende reconstruir el significado de alter-ego como analogía en relación a la experiencia propia. Al plantear la figura de la atestación como figura motriz de la identidad narrativa, Ricoeur, de hecho, practica la mediación inversa: no es el otro que es analogía de mi reflexión egológica, sino esta última que ya viene mediada por la atestación ante el otro. La influencia de Levinas es bastante palpable aquí, pero no vamos a profundizar en este punto.

Por último, y esto es quizá lo más importante y lo más delicado en lo tocante al Ricoeur de Sí Mismo como Otro, este toma distancia de la neutralidad descriptivista de la metafísica strawsoniana respecto de las cuestiones éticas y normativas. En efecto, una vez que comprendemos que la identidad narrativa está mediada por la atestación, Ricoeur pretende a su vez que lo sigamos en su pretensión de que la identidad narrativa es inseparable de una figura de estima de sí, y de vida buena. Desde allí Ricoeur establece una relación en tres niveles entre las cuestiones sustantivas de la ética, de tradición teleológica, y la moral, de tradición deontológica: el primado de la ética sobre la moral; la necesidad para las cuestiones éticas de pasar por el tamiz de la moral; la imposibilidad de dirimir las controversias morales sin remitirlas en última ratio a la ética. Podríamos conceder las tres proposiciones, pero ¿cómo hemos pasado de la noción epistémica de identidad personal a una noción ético-moral de uno mismo? Hasta cierto punto podemos comprender contra el solipsista que Robinson Crusoe no podría sin el concurso de Viernes construir su identidad narrativa; pero en lo tocante a la ética y a la moral, ¿no es acaso posible para los malvados construir una identidad narrativa? Podríamos inclusive conceder que sin valorar nuestra vida no podríamos tener una identidad narrativa, ¿pero es que valorar nuestra vida es precisamente valorarla justamente? Todo ocurre como si la presencia inicial del otro en todo el movimiento de la identidad narrativa inclinara ya a esta última a asumir un peso ético y moral decisivo. No vamos a discutir más este punto aquí, sino que volveremos a él más adelante, al venir al punto de lo colectivo.

III. Reconocimiento

Ricoeur publicó en París, un año antes de su muerte, Parcours de la Reconnaissance, basado en tres estudios, y del que voy a tomar solo algunos puntos para desplegar luego las nociones de acciones colectivas y de espacio público. Aquí Ricoeur vuelve sobre la noción de colectivo y plantea que, en verdad, las cuestiones de la identidad colectiva difieren de la identidad individual. Permítaseme reproducir un pasaje clave del apartado que lleva precisamente por título Reconnaissance et identité collectives:

Sabemos, desde las primeras páginas de este libro que la idea de reconocimiento posee un lazo privilegiado con la idea de identidad, que se trate, como en el primer estudio, de reconocimiento-identificación de un algo en general o, en la parte del presente estudio consagrado a las capacidades individuales, de reconocimiento-atestación. Diremos que la distancia es grande entre las identidades que implican capacidades personales y las identidades inherentes a la instauración del lazo social. En el primer caso, se trataba de reconocimiento-atestación. Ahora bien, la identidad de los actores sociales comprometidos en una acción colectiva no se deja tan directamente expresar en términos de reconocimiento-atestación, aun si se considera la complejidad de las articulaciones inducidas por la diversidad de las capacidades en juego. Todo lo cerca que la práctica de la historia entienda mantenerse de la “historia de las prácticas”, según el título de Bernard Lepetit, la reflexión sobre las identidades colectivas no puede escapar a una sofisticación de grado más elevado que la identidad-ipseidad de los sujetos individuales de acción. El tipo de reconocimiento explícito que los actores de rango societal esperan de sus capacidades propias llama a una reflexión de segundo grado sobre el orden de su reconstrucción. (Ricoeur, 2004, pp. 206-7)

Ricoeur no parece negar la existencia de una Ipseidad colectiva, ni mucho menos la de una identidad colectiva, solo que no las hace pasar por el tamiz del par reconocimiento-atestación. ¿Ahora bien, qué forma de Ipseidad puede ser entonces la de una identidad colectiva? La Ipseidad-atestación venía unida en la identidad individual a la figura modélica de la promesa. Prometer era exactamente poder decir a otra persona que yo responderé de mí precisamente a pesar de los cambios que pudieran concernirme, y no que yo seré una misma cosa invariable. Ahora bien, Ricoeur explica en este pasaje y en otros de este último libro que la promesa no es precisamente aquí el modelo buscado, y es cierto que esto suena extraño cuando sabemos todo lo entrañablemente unido a la figura de la promesa que Ricoeur ha estado siempre, por la doble influencia de su teología protestante y de su profunda admiración por Hannah Arendt, donde la promesa es constitutiva del espacio público político. Pero Ricoeur aquí toma distancia de la promesa como aquello que refuerza el vínculo social porque parece estar descubriendo que la ipseidad colectiva está mediada en una figura más fundamental, que es la exigencia de derechos, y más precisamente la exigencia de derechos a ejercer capacidades. Esto es lo que se desprende del desarrollo de toda esta parte:

El lazo simbólico [escribe Ricoeur más abajo] entre representaciones colectivas e instauración del lazo social ha marcado una fase decisiva en el proceso de complejización de las formas de identidad. Pero es con el tema de los derechos a ciertas capacidades que nuestra investigación ha realizado, con Amartya Sen, un salto hacia adelante, sin romper sin embargo con las formas anteriores de las capacidades. La atestación se ha vuelto ahora reivindicación, derecho de exigir, bajo la sigla de la idea de justicia social (en fr. L’attestation est devenue revendication, droit d’exiger, sous le sigle de l’idée de justice sociale). La convergencia, una vez más, queda asegurada por el zócalo antropológico subyacente unido a la idea-madre de la potencia de actuar. (2004, p. 217)

Ricoeur confiesa por consiguiente aquí haber operado un giro gracias al economista hindú Amartya Sen, en particular a su libro On Ethics and Economics de 1987. Ahora bien, en la base de este giro yace la idea de Sen de una rehabilitación de la libertad positiva, denostada por la tradición liberal desde Benjamin Constant. Recordemos que la formulación más clara del par libertad negativa-libertad positiva se encuentra en Isahiah Berlin, a saber, Four Essays on Liberty. Considerada en su sentido negativo, la libertad consiste en la ausencia de trabas que otro individuo, y principalmente el Estado, pueden imponer a un individuo: es a la libertad considerada en este sentido que se asocian los derechos de reunión, la libertad de opinión, el derecho de propiedad, etc., y es en la prolongación de estas libertades negativas que se sitúa la llamada corriente libertariana, convertida en arenga por la corriente política gobernante en Argentina desde 2023, pero que procede en su versión ético-política de la segunda mitad del siglo XX de la figura del filósofo de la ética, Robert Nozick (Anarchy, State and Utopia, 1974). Ahora bien, en polaridad con la libertad negativa, la libertad, positiva, representa para Amartya Sen lo que una persona es capaz de realizar. Comprendemos cierto deslizamiento en relación a la idea originaria de libertad positiva como autodeterminación de los principios independientemente de nuestras capacidades de poder realizarlos. Amartya Sen agrega aquí este lenguaje de las capacidades (capabilities) colocado en la base misma del poder de actuar. Amartya Sen cree que la economía política tiene que incorporar, en la base misma de las motivaciones económicas, la idea de las capacidades, y no meramente la idea de maximización de beneficios.

Este rodeo por la noción del derecho de las capacidades nos permite volver a la idea de Ricoeur de la identidad colectiva: Ricoeur alega que la ipseidad colectiva es la reivindicación adversativa. En este sentido, la ipseidad colectiva, a diferencia de la ipseidad individual, agrega las dimensiones del espacio público político como la figura del tercero de quien se trata de ganar la adhesión, y que al mismo tiempo regula normativamente los argumentos y las metodologías de la acción colectiva. Ahora bien, esto puede generar las preguntas acerca de la identidad narrativa de las comunidades, en el sentido, por ejemplo, de la historia que es propia del relato bíblico, en referencia al éxodo del pueblo hebreo en Génesis. ¿Qué ocurre entonces con las luchas por el reconocimiento que parten de un lenguaje comunitario unido a valores y creencias culturales por fuera de cualquier planteo del estilo del derecho de las capacidades? Sin embargo, en la medida en que las comunidades y los grupos externalizan su existencia bajo la forma de una ipseidad colectiva, tienen que confrontarse al otro en el espacio público, y tienen, por consiguiente, que transformar su lenguaje en una reivindicación de capacidades, en la cumbre de las cuales yace el derecho a elegir una forma de vida. En cambio, si las comunidades rehuyen esa confrontación al espacio público y cierran su lenguaje y discurso, no estaríamos ante una ipseidad colectiva, sino bajo los rasgos de una identidad endogámica basada en mitos petrificados. Es sintomático que aquí precisamente Ricoeur tome inclusive cierta distancia respecto de la narración comunitaria propiamente dicha, anteponiéndole la idea de argumento público en un sentido que recuerda bastante el habermasiano o el uso público de la razón de Kant. Ricoeur, en efecto, menciona un trabajo de Jean-Marc Ferry en donde este autor, reconociendo el valor de los relatos, completa esta idea sin embargo con la noción de argumento. Cito el pasaje:

La suerte de reconocimiento explícito que los actores de rango societal esperan de sus capacidades propias apela una reflexión de segundo grado del orden de la reconstrucción. He encontrado un elemento de respuesta a esta cuestión de la identidad de los agentes colectivos del cambio social en el libro que Jean-Marc Ferry propone “de las formas de la identidad” en la época contemporánea. El interés para nosotros de este trabajo de rearticulación de las formas de la identidad es de no limitarse (de ne pas se borner) a la narración y a la identidad narrativa, de la cual el autor no niega la pertinencia, tratándose en particular de categorías del “acontecimiento” y del “destino”. La sospecha dirigida a un uso exclusivo de la forma narrativa de la identidad reposa en su enraízamiento (investissement) en la tradición y en los mitos fundadores. Él ve, como yo, en la interpretación, el giro crítico al cual debemos la racionalización de las imágenes míticas y religiosas del mundo. Pero el verdadero giro del análisis es tomado con la referencia, en una línea abiertamente habermasiana, a la argumentación como fuerza crítica (…) las categorías de sujeto, de ley, de justicia aparecen en este nivel de la argumentación. (2004, p. 207)

IV. Historia

El status científico y epistemológico de la historia como disciplina ha sido particularmente debatido en los últimos cien años, tanto en la tradición anglosajona como en la filosofía continental. En ambas tradiciones, los temas de la racionalidad han dejado progresivamente de debatirse en las categorías de una filosofía sustantiva de la historia en el que se los discutía en el siglo XIX, para debatirse en las categorías de una incipiente epistemología del conocimiento histórico. El nuevo marco epistemológico para la historia, sin embargo, no ha sido objeto de consenso en la comunidad filosófica y científica, sino que ha dado lugar a nuevas disputas y controversias de diferente tenor. Una de ellas es la de la explicación y la comprensión; otra, la del individualismo y el holismo metodológicos; otra, la de las leyes generales o de la así llamada orientación nomotética o idiográfica de las teorías históricas. Por último, desde el último cuarto de siglo, se ha agregado la disputa del narrativismo, con su variante más radical: el ficcionalismo.

Estas controversias, sin embargo, no permanecen en el campo epistemológico de la historia cual esos gladiadores que Kant caricaturizaba en su Crítica de la Razón Pura, como eternos contendientes, sino que se han ido transformando, permitiendo en algunos casos un progreso epistémico y una comprensión más fina de los asuntos disputados. En el presente trabajo, tomo en préstamo a Oscar Nudler su noción de refocalización (2012) para dar cuenta de algunos desplazamientos de las controversias en la epistemología de la historia, mostrando cómo algunas oposiciones como explicación-comprensión u holismo-individualismo han cedido en beneficio de una percepción epistemológica más compleja, donde los términos opuestos dan visos de articulación posible. En segundo lugar, me propongo considerar la tesis narrativista y presentar una defensa de lo que llamaré un narrativismo pragmático, ofreciendo un argumento en su favor. Carezco aquí del espacio para desarrollar plenamente la idea de Refocalización de Nudler; simplemente, observemos que, para Nudler, la filosofía de la ciencia no progresa tanto desde sus teorías o soluciones sino desde sus controversias, recordando en algún sentido la idea antigua de dialéctica: la filosofía no avanza así por resolución positiva de sus disputas, sino por su reconversión en nuevas controversias, más complejas, más abarcativas, y menos unilaterales que las originales. Nudler llama refocalizaciones a estas transformaciones. Ahora bien, en lo atinente al narrativismo, uno podría sospechar allí prima facie un retroceso que opera desde una actitud científica en la historia a una actitud heroica y acontecimiental, ya denunciada por la escuela francesa de los Annales desde las primeras décadas del siglo pasado. Sin embargo, intentaré presentar aquí una visión diferente, apoyándome para ello en una comprensión del tiempo humano. Pero antes de internarme en este tópico, quiero por así decir arar el terreno, señalando algunas refocalizaciones específicas en la epistemología de la historia de los últimos cien años.

IV.1 Avatares de algunas dicotomías epistemológicas clásicas en torno a la historia

La controversia de la Verstehen, de la comprensión y la explicación en las ciencias sociales, es bien conocida. Su origen más directo, como se sabe, se encuentra en Dilthey, donde, para decirlo brevemente, la comprensión es una captura endopática del observador al actor, mientras que la explicación es la imputación de una conexión causal externa entre sucesos. Max Weber es siempre presentado como el continuador y renovador de la Verstehen diltheyiana. Sin embargo, se insiste mucho menos en el hecho de que Weber ha desplazado en realidad los términos mismos de la antinomia y elaborado, en los términos de una teoría de la acción, una articulación de los opuestos. Desde el capítulo primero de Economía y Sociedad, Weber señalaba que la meta de la ciencia social tal como él la entiende es “comprender la acción social para explicarla causalmente en su desarrollo” (2014, p. 122). Entretanto, Weber ha modificado los términos de la comprensión diltheyiana, haciéndola pasar, en los términos de una teoría de la acción, de la captura endopática del sentido, a la reconstrucción racional de este mediatizada por sus tipos ideales. En rigor, esto no concierne ya principalmente a la historia, pero es, si comprendemos el alcance del individualismo metodológico weberiano, perfectamente válido para la historia también: lo que está en danza es un concepto común a todas las ciencias comprensivas, es decir, el concepto de acción social, como base epistemológica para toda consideración de los hechos sociales y de los acontecimientos históricos. Y lo que está en danza es también la noción de tipo ideal, como mediación de carácter lógico entre el observador y la subjetividad ajena. Es bastante clara la inspiración de Weber en los modelos de la microeconomía naciente, pero también es muy claro el ensanchamiento sensible que Weber realiza de los métodos microeconómicos, al admitir en su epistemología tipos puros no racionales y tipos puros históricos. Es decir que aquí la captura del sentido subjetivo de la acción por parte del teórico se vuelve eo ipso una hipótesis causal que es imputada a la conducta del actor, y por vía transitiva, al hecho social mismo, de manera que una teoría válida de un hecho social o histórico debería ser, a la vez para Weber, adecuada en cuanto al sentido y causalmente explicativa. La continuidad entre la comprensión de la acción y su explicación queda asegurada en una teoría de la acción que piensa la intención y los motivos del actor como eficientes causalmente. Desde luego, esta articulación de la comprensión y de la explicación en las ciencias sociales no es para nada en Weber una asimilación de estas a las ciencias naturales: la dicotomía entre ambas permanece entera, en la medida en que las primeras reúnen la condición de ser comprensivas y explicativas, mientras que las últimas serían solamente explicativas. Además, la manera en que Weber comprendía la estructura de la explicación causal se parece más a lo que llamaríamos hoy una explicación genética, por cadenas de causación contrafácticas, que a una explicación por leyes generales, es decir, nomológico-deductiva. Sin embargo, la propuesta de Weber introduce una articulación entre la comprensión y la explicación causal que rompe con la dicotomía correspondiente en Dilthey, donde ambos términos aparecían como irreductiblemente antitéticos.

Ahora bien, la hipoteca que se paga en Weber para resolver la oposición diltheyiana es la comprensión de las ciencias sociales en los términos de una teoría de la acción individual, es decir, del individualismo metodológico. Pero Weber se preocupó muy poco, como bien señaló años después su seguidor y admirador austriaco Alfred Schutz, por resolver, al interior mismo de la teoría de la acción, los problemas que plantea la articulación entre la causalidad y la intencionalidad. Y se preocupó mucho menos por justificar en términos filosóficos su credo individualista-metodológico.

Respecto del primer problema, es decir, de la articulación entre causalidad e intencionalidad en la teoría de la acción, fue varias décadas después, y desde una tradición por entero ajena a Weber, que el tema fue considerado: esto se dio, en efecto, en el ámbito de la tradición analítica. Por una parte, encontramos aquí el trabajo seminal de Donald Davidson, “Acciones, razones y causas” (1962), donde las razones de la acción, entendidas como creencias y deseos, son vistas como causas de la acción. Pero en Davidson, la versión de la causalidad práctica es indiscernible de la de Hume, es decir, no hay ninguna diferencia significativa entre el deseo o la pasión, por una parte, y la intención por la otra. En la antípoda de Davidson, encontramos la teoría intencionalista de Georg Henrik von Wright, heredera de la tradición del segundo Wittgenstein y de Kant, donde se presenta una versión alternativa de la articulación entre la comprensión y la explicación. Pero al examinar este problema en el tercer capítulo de su libro, titulado precisamente, Explicación y comprensión, von Wright se topó con otro par de opuestos, central para la epistemología de la historia, que es la oposición entre la libertad y la causalidad, en los términos que evocan la tercera antinomia kantiana.

Es sabido que Kant planteó la oposición entre causalidad y libertad y le dio solución a través de su teoría de los dos mundos, el de la naturaleza, cerrado por el determinismo causal, y el mundo de la libertad, abierto a una causa e iniciativa libres. La fuerza de la solución kantiana estribaba en dejar planteada la posibilidad de la acción voluntaria como una cuestión de perspectiva, del prisma a través del cual abordamos la conducta, liberando por ende la cuestión de la libertad humana de la necesidad de un conocimiento de la causa real de la acción. Kant pretendió de esta manera resolver la cuestión de la acción desde un como si (als ob): puesto que no podemos alcanzar un conocimiento último del mundo, y que nuestro conocimiento empírico deja abierta consiguientemente la posibilidad de una causalidad libre, entonces la razón moral nos impele a dar un contenido práctico a esta mera posibilidad, haciendo como si nuestra conducta fuera siempre el resultado de nuestra libertad, es decir, como si del hecho de que debemos hacer A, entonces podemos hacerlo.2

Ahora bien, este dualismo perspectivista es procedente en el plano a priori de la interioridad moral, donde en principio podemos separar los dos mundos y depurar nuestras máximas, apartando de las mismas la inclinación empírica; pero en el terreno de la historia efectiva y a posteriori, donde el problema no es la depuración de un proceder libre, sino la imbricación de la libertad y de la necesidad, la solución kantiana no termina de aclarar el problema, es decir, el problema que Marx resume en una célebre fórmula de su 18 Brumario de Louis Bonaparte: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones por ellos elegidas, sino en las condiciones directamente dadas y heredadas del pasado.” (1969, p. 15).

Planteado en los términos de la filosofía de la acción, este problema corresponde a la posibilidad de una acción humana en un mundo empírico que por su parte admite condiciones causales independientes del agente. Enfrentado por ende con este problema, Henrik von Wright propuso simplemente comparar esta situación con la de una intervención humana en un sistema cibernético semicerrado, aislado bajo condiciones causales dadas, pero con un juego o contingencia en sus condiciones iniciales, como para dejar un espacio a la iniciativa externa. En este modelo extremadamente simplificado podemos darnos una idea inteligible de lo que significa actuar bajo condicionamientos causales: para von Wright, actuar es intervenir, esto es: a) hay una indeterminación al inicio; b) pero una vez desencadenado el primer movimiento merced a nuestra iniciativa, el sistema se pone en movimiento según reglas de juego propias. Desde luego, todo lo que el modelo de von Wright logra hacer plausible es que no hay contradicción entre la causalidad y la libertad, a condición de entender el mundo como un sistema semi-abierto. De ahí en más, las situaciones entre la historia y el sistema cibernético divergen radicalmente, ya que la acción histórica no procede jamás en condiciones ambientales aisladas, y por ende no puede representarse con el grado de formalización discreta y exhaustiva que admite el modelo cibernético. Lo que el modelo de von Wright aporta, sin embargo, es la idea de que la causalidad práctica o intencional es una intervención, una iniciativa, en un medio ambiente ya sometido a la causalidad legal. La acción intencional tiene la doble peculiaridad de pertenecer a la iniciativa de un agente y de fijarse en el mundo mediante una conexión causal empírica, que es potencialmente abierta y empíricamente independiente en la línea de sus efectos.

Ahora bien, la articulación entre la intencionalidad y la causalidad era simplemente una de las hipotecas pendientes de la epistemología weberiana; existía asimismo el supuesto de lo que Popper llamará el individualismo metodológico, en cuanto término bien conocido en su oposición al holismo, que el autor de La miseria del historicismo pretendía enraizado en una cierta tradición europea de Platón a Hegel y Marx. Aquí podemos pensar que Weber permite en efecto descosificar las fantasmagorías espirituales como el “espíritu del pueblo”, el “alma de las masas” o la “conciencia de clase”. En este sentido caricaturizado, el holismo no es un adversario peligroso y el individualismo aparece como la posición epistemológicamente correcta. Sin embargo, hay una versión más fina del holismo, que arranca con la tradición de Durkheim, y prosigue con la escuela historiográfica de los Annales, y que no parece ni metafísica ni teleológica, sino más bien metodológica, habiendo producido frutos en las ciencias sociales empíricas. Aquí, cuando los no-individualistas metodológicos son Durkheim, Lucien Fèvre, Marc Bloch o Fernand Braudel, no conviene ya interpretar la antinomia en los términos del holismo-individualismo sino de la dualidad acción-estructura, como propone Anthony Giddens. El problema ya no es entonces si existen las almas colectivas en acción, sino si existen las estructuras sociales condicionantes, los tiempos de larga duración histórica, las mentalidades sociales y los determinismos macroeconómicos. La respuesta abrumadora es afirmativa. Precisamente, también este ha sido un debate central del giro epistemológico de la filosofía de la historia.

Annales se produce precisamente en las primeras décadas del siglo XX como un rechazo y descentramiento historiográficos respecto del pivote tradicional de la nación, la política y el Estado, con sus galerías de héroes y de grandes batallas, en provecho de procesos anónimos, menos visibles y llamativos a primera vista, pero de mayor peso en la escala de la larga duración. Las mentalidades, la vida cotidiana, o las relaciones de poder, como es bien sabido, pasaron así, en la joven historiografía francesa del siglo pasado, a definir la nueva agenda disciplinar, produciendo a su vez una temporalización cifrada en grandes unidades discontinuas de espacio-tiempo, en detrimento de la continuidad temporal presupuesta en la historiografía clásica. Esta revolución conceptual se acompañó de un doble desencantamiento en relación a la acción: por una parte perdió centralidad historiográfica el protagonismo de la acción heroica y de los notables, en provecho de una historia de los “anónimos”: lo que desde siempre carecía de historia adquiere así carta de ciudadanía en la agenda de investigación: las instituciones domésticas, las relaciones de género, los asilos psiquiátricos, las tasas de suicidio y de mortandad infantil, las cárceles, el trabajo, el comercio, la pobreza, el ocio, las instituciones escolares, etc. Y en contra de toda sospecha de hegelianismo, esta corriente historiográfica rechaza la idea romántica de la historia como sujeto, es decir, no la de los sujetos en la historia, sino la de un sujeto de la historia, considerada teleológicamente como la realización y el despliegue progresivos de la razón, la libertad o la humanidad del hombre. Como señala elocuentemente Paul Veyne, el historiador de los Annales no se preocupa tanto por saber a dónde va el tren, sino lo que ocurre dentro de los vagones (1979, p. 30).

Este doble desencantamiento, el de la acción heroica y el de la historia como sujeto, no debe sin embargo llevarnos a pensar que en adelante la acción intencional quedaría desplazada de esta versión historiográfica y reemplazada por el énfasis en las meras conductas, en los procesos subconscientes o en las férreas estructuras latentes de la vida social. Si Annales pudo sugerir una obliteración lisa y llana de la acción intencional y de la contingencia históricas, ocluyendo el peso de la actividad humana y de las elecciones de los actores en el desenvolvimiento histórico, en verdad no es eso lo que está en la mente de un Braudel o de un Bloch: las estructuras y los procesos de larga duración cobran interés histórico precisamente porque tienen a la actividad humana como base y sostén de su propia reproducción, de suerte que es esa referencia última a la interacción de los hombres la que imprime la inherencia histórica hasta de los férreos procesos sociales. Esto ha sido central también para un fundador de Annales, como el célebre historiador Marc Bloch, quien escribía:

Tras los rasgos sensibles del paisaje, las herramientas o las máquinas, tras los escritos en apariencia más fríos y las instituciones más distanciadas de quienes las establecieron, la historia quiere captar a los hombres. Quien no lo logre nunca será, en el mejor de los casos, sino un obrero manual de la erudición. El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa. (1996, p. 139)3

De esta manera podemos decir que se transita de la antinomia individualismo-holismo a una bipolaridadad acción-estructura. Carecemos aquí del tiempo necesario para señalar todos los aspectos nuevos que encierra esta dualidad. Permítasenos simplemente tomar aquí como modelo el caso del lenguaje: en el lenguaje constatamos con Ferdinand de Saussure, por una parte, la presencia de la estructura, esto es, lo que Saussure llama “la langue” [la lengua] y, por otra, la realización siempre particular de dicha estructura, lo que Saussure llama “la parole” [el habla]. No hay antinomia entre la lengua y la palabra, sino que, a la inversa, la palabra se realiza, y lo hace de manera singularizante, gracias a la mediación de la lengua. De esta manera, la estructura aparece a la vez como cercenamiento y limitación, pero también como potenciación de la acción. Tal es la enseñanza que el sociólogo inglés Anthony Giddens extrajo de las categorías de Saussure, brindando una explicación de la acción en términos de lo que denomina doble estructuración: la acción se potencia y se encuadra en la estructura, pero a su vez es susceptible de modificarla progresivamente, incorporándole nuevas características. Pero dejemos ahora las modificaciones de las controversias y regresemos al problema ricoeurieriano: la narración y su derivado historiográfico, el narrativismo.

V. En guisa de conclusión: consideraciones sobre el triple desplazamiento del narrativismo ricoeuriano en la historia

El narrativismo en la epistemología de la historia aparece en la segunda mitad del siglo XX conduciendo lo que propongo llamar aquí un triple desplazamiento: A) en primer lugar, contra el positivismo de Ranke, quien concebía la historia como la pretensión de descripción verdadera de lo que aconteció en el pasado, el narrativismo eleva desde Arthur Danto la objeción de que si la historia fuera lo que pretende Ranke, entonces, incluso concediendo que pudiésemos alcanzar ese patrón, esto es, una descripción exhaustiva del intervalo de tiempo pasado t1,…, tn, que contara los eventos realmente acontecidos en dicho intervalo, una tal descripción sería a lo sumo una crónica y no alcanzaría el umbral de exigencia historiográfica de dar a comprender algo, de hilvanar toda esa diversidad de sucesos en una concordancia con sentido. Desde luego, podríamos recurrir a la vieja disputa entre el explicacionismo y el descriptivismo y alegar que la historia no describe sucesos, sino que pretende explicarlos. ¿Pero qué quiere decir aquí explicar un suceso histórico? Seguramente, no quiere decir producir una explicación nomológico-deductiva, ya que el historiador no está interesado en subsumir, pongamos, la Revolución rusa como un caso particular de alguna ley general de las revoluciones, la cual, combinada con condiciones iniciales, explicaría la Revolución rusa, como es típico en el esquema hempeliano (Hempel, 1942), sino que está interesado en la revolución rusa como lo que Rickert llamó un individuo histórico, es decir, una singularidad. Si de explicación se trata, sería entonces de lo que los epistemólogos han llamado una explicación genética, esto es, de la generación singular, por una cadena causal paso a paso, del evento histórico pretendido. B) Sin embargo, y aquí viene el segundo reparo de los narrativistas, tampoco esto sería del todo satisfactorio, ya que la explicación genética solo posee valor historiográfico en la medida en que puede reconstruir la cadena de sucesos pasados como ofreciendo una diferencia de valor, o diferencia de sentido, y no como un suceso más en una cadena de generación causal. Por ende, el viejo recurso a la explicación contra la descripción no permite tampoco capturar el fondo de la singularidad historiográfica.

¿Deberíamos entonces recurrir nuevamente a Weber y depositar en el sentido mentado por el actor histórico y en su reconstrucción comprensivista la alternativa buscada? De ninguna manera, dicen los narrativistas: el sentido mentado por el actor es un aspecto inicial y quizá relevante de la interpretación historiográfica, pero no puede ser el resultado final, ya que las acciones y los acontecimientos históricos escapan indefectiblemente a los motivos originales dados por sus actores. La relación entre las acciones y su sentido histórico no es en modo alguno, esgrimen los narrativistas, y Ricoeur converge aquí en la misma postura, la relación entre un texto y el motivo psicológico de su autor: en efecto, el trabajo crítico respecto de un texto escapa indefectiblemente al sentido original prestado o pretendido por el autor, y el crítico se maneja desde el texto mismo, produciendo interpretaciones independientes. Hannah Arendt había ya considerado esta situación, planteando que en realidad la historia y sus acontecimientos carecen de autores, y que solo tienen actores, es decir, los acontecimientos no pertenecen a los agentes que les han dado lugar, sino que se inscriben en un entramado de sentido que les escapa y que el historiador revela. Por ende, el postulado de adecuación de Schutz, de que toda reconstrucción de sentido debe poder ser reconocida por los actores, no sabría desempeñar aquí ningún papel, en primer lugar, porque los actores considerados en la historia están generalmente muertos, y en segundo lugar, porque el entramado de las acciones de esos actores produce una agregación de sentido que es irreductible a los sentidos mentados.

El narrativismo aparece de esta manera, con su énfasis en el sentido y en la interpretación, como un triple desplazamiento o refocalización epistemológica:

  • desplazamiento en relación al positivismo histórico;

  • desplazamiento en relación al explicacionismo causal;

  • desplazamiento en relación al comprensivismo de tradición weberiana.

Ahora bien, planteado de esta manera, el narrativismo se expone a la objeción de que queda, por así decir, suspendido en el aire, sin apoyo en alguno de los pies epistemológicos que sustentan de algún modo la objetividad de las ciencias sociales: el positivismo, la explicación causal o la comprensión explicativa. Y así planteado, no se distinguiría ya de la narración literaria, prestándose a la ironía de que a partir de un intento legítimo de discernir la peculiaridad de la escritura de la historia y de diferenciarla de todas aquellas formas que no son típicas de esta escritura, termina confundiéndola con una forma, la ficción literaria, que desde la poética de Aristóteles aparecía ya como claramente diferente de la historia. Y, de hecho, el ficcionalismo es claramente una variante radical del narrativismo, que cristaliza en su versión más célebre, esto es, la del norteamericano Hayden White.

Sin embargo, el ficcionalismo no es una consecuencia necesaria del narrativismo. Se puede alegar que la operación interpretativa que es inherente a la narración no prescinde en la historiografía de los documentos históricos sino que, por el contrario, parte necesariamente de estos últimos, y que la interpretación o el sentido narrativo superviene, en el sentido de la superveniencia definida por Richard Hare, Davidson, Kim y muchos otros, en la interpretación de los documentos históricos particulares, la cual interpretación de los documentos históricos particulares es a su vez una operación perfectamente contrastable en el seno de la comunidad de especialistas. Tal sería la postura de un narrativismo que propongo llamar pragmático, para distinguirlo del ficcionalismo. Podríamos detectar un narrativismo pragmático y no ficcionalista en Ricoeur, Manuel Cruz, Danto y muchos otros.

¿Pero por qué estaríamos tan seguros de que la historia tendría en definitiva la peculiaridad de corresponder a una ciencia interpretativa y no fundirse a las ciencias sociales? Creo que la razón definitiva reside en la forma del tiempo. La historia es la mirada sobre el pasado. Ahora bien, contrariamente a la creencia vulgar de que los hechos del pasado están cerrados y muertos, estos últimos cambian, no solo por el mero hecho de que se hunden cada vez más en el pasado, como lo observó el lógico inglés Arthur Prior, basándose en la conjetura de Mac Taggart de que el tiempo no es simplemente una secuencia antes-después, sino el desplazamiento de la secuencia pasado-presente-futuro respecto de la secuencia antes-después de un observador actual, sino asimismo por lo observado en Walter Benjamin, de que el pasado se mueve hacia el presente y lo toma por asalto, como la memoria involuntaria a la conciencia (Benjamin, 2014). Respecto del primer desplazamiento, Prior decía que la muerte de la reina Ana, por ejemplo, se desplaza en la línea del tiempo, correspondiendo a un hecho que se hunde cada vez más en el pasado. Desde luego, esta variación de la muerte de la reina Ana ya no concierne a la reina Ana, que no está más entre los vivos, pero concierne en cambio a la historia de la muerte de la reina Ana, que permanece abierta mientras exista una actualidad en relación a la cual se desplaza la secuencia del tiempo. Inversamente, la república romana toma por asalto según Benjamin el imaginario político de los revolucionarios franceses, quienes se visten en los atuendos de los oradores romanos (2014). El pasado está abierto porque el futuro-presente está abierto, y seremos proclives a recibir indefinidamente historias de la muerte de la reina Ana y actualizaciones de la Revolución francesa que relampaguean en el despertar de la memoria colectiva. Ningún hecho del pasado es entonces tal que de él podamos decir: su historia ya ha sido contada, no hay nada más que decir, como es el caso cuando una explicación queda cerrada. El desplazamiento de los hechos en la secuencia del tiempo, su envejecimiento, por así decir, genera la reapertura constante de sus relatos históricos, a veces sobre la base de nuevos documentos que replantean su interpretación anterior, otras veces sobre la base de nuevos valores e intereses, finalmente, por la modificación del marco cultural y del foco del presente, que hace estallar las historiografías precedentes. Esta rehistorización indefinida de los hechos pretéritos es una forma política de nuestra modalidad con el pasado, que es singular de la actitud histórica. No hay comprensión del pasado que sea acabada y definitivamente resuelta, porque nuestros sucesores en la línea del tiempo tendrán ya nuevas exigencias hermenéuticas, epistemológicas y ético-políticas con ese pasado. La tesis del narrativismo pragmático, que aquí asocio a Ricoeur, no tiene nada que ver sin embargo con un relativismo ontológico que haría de cada verdad histórica una seudoverdad, y de cada hecho del pasado una ficción. La apoyatura en los documentos, mediante procedimientos consensuados en la comunidad de especialistas, es la base indispensable de cualquier narración histórica, y el historiador carece de la libertad de modificar su percepción de los hechos sin argumentos basados en la documentación. Sócrates fue condenado en Atenas a beber la cicuta una tarde cualquiera del año 399 antes de Cristo, y ese hecho es indiscutible mientras nueva documentación fiable no lo ponga en duda. Lo que en cambio varía a medida que ese hecho refluye hacia el pasado y hacia nuestra actualidad es su alcance histórico, su sentido. Y es trabajo del historiador volver sobre ese significado por así decir abierto. Parafraseando a Marc Bloch, podríamos decir que el historiador es ciertamente como el ogro de la leyenda, pero un ogro que suele devorarse infinitamente las mismas presas, encontrando en ellas cada vuelta un placer diferente. En este sentido Hegel era demasiado pretensioso al creer que existe sobre el pasado una captura definitiva, que es su captura filosófica en el concepto, el del gris sobre gris del búho de la noche. Jorge Luis Borges estaría aquí más cercano de la actitud historiográfica cuando señala la imposibilidad que tiene Pierre Menard en reproducir una línea del Quijote, a pesar de dar con ella palabra a palabra. La apertura del pasado no es sino esa disonancia cognitiva y hermenéutica producida por el pasaje del tiempo y que hace de los hechos del pasado un libro abierto.

Referencias

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Notas

1 Puede consultarse Naishtat, F. (2004). La noción de persona como particular de base. la ontología de la adscripción de Strawson, un precedente del soi-même de Ricoeur. Revista de Filosofía y Teoría Política, 35, 83-110. Naishtat, F. (2008). Identidad y reconocimiento en el legado del giro lingüístico. Las miradas de P. Ricoeur y de P. F. Strawson. Naturaleza Humana, 10, 173-197.
2 La ley moral es de este modo la ratio cognoscendi de la libertad, la cual es a su vez la ratio essendi de la ley moral. Véase Kant (1993).
3 Desde luego, es concebible una historia de la Tierra —como la que escribe Buffon en 1749— o una historia natural del Cielo —como la que escribe Kant en 1755—, pero en estos casos conviene distinguir entre las historias naturales y la historia a secas, donde los procesos no intencionales solo cuentan como contexto de la actividad social y del desenvolvimiento humanos en general. Lo dicho no niega una tendencia, de la mano de la estadística y del influjo de la ciencia empírica, a una suerte de naturalización de la historia, donde la fascinación por la descripción estadística y otras herramientas de la ciencia positiva genera la ilusión de una historiografía sin actores ni acción humana. En verdad, estas herramientas solo cobran relevancia historiográfica como auxiliares de una comprensión que en última instancia remite al desenvolvimiento intencional.

Recepción: 23 junio 2024

Aprobación: 02 septiembre 2024

Publicación: 01 diciembre 2024



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