Dosier
Lugares, trabajo, deber de memoria en la obra de Paul Ricœur
Resumen: En La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricœur ha insistido en proponer la necesidad de un trabajo de memoria sin abandonar el horizonte de un deber de memoria, contrariamente a las acusaciones que se le han hecho. Ha definido un camino que lleva del trabajo al deber de memoria, a través de un trabajo de la historia que se une a la problemática de los “Lugares de memoria” del historiador Pierre Nora.
Palabras clave: Memoria, Historia, Olvido, Lugares de memoria, Trabajo de duelo.
Places, work, duty of memory in Paul Ricœur
Abstract: In Memory, History, Forgetting, Paul Ricœur proposed to insist on the necessity of a work of memory without abandoning the horizon of a duty of memory, contrary to the false trial that has been done to him. He defined a path that leads from work to the duty of memory through a work of history that joins the problematic of the "Places of memory" of the historian Pierre Nora.
Keywords: Memory, History, Forgetting, Realms of memory, Work of mourning.
1. Introducción
Como sabemos, el diálogo entre filosofía e historia ha sido durante mucho tiempo un diálogo de sordos, sobre todo en Francia, donde los historiadores, orgullosos de su profesión, inclinaron su mirada hacia las ciencias sociales "hermanas" más que hacia la filosofía que no inspira ninguna confianza, debido al rechazo de toda filosofía de la historia, sino desconfianza, dada la posición de dominio ocupada tradicionalmente por el filósofo que, en su dominio, reina como amo y señor.
Sin embargo, se presenta la oportunidad de un cambio posible gracias a un cierto número de factores de naturaleza diferente. En primer lugar, la crisis de historicidad (crisis de futuro) que experimenta el lánguido mundo occidental, carente de un proyecto y a menudo reducido a una compulsión de repetición bajo la forma de una verdadera fiebre conmemorativa. En segundo lugar, debido a los requerimientos hechos de manera cada vez más urgente a los historiadores por parte de una sociedad que tiende a confundir los papeles del testigo, del experto, del juez y del historiador, este último experimenta una imperiosa necesidad de clarificación. Además, con la pérdida del valor estructurante de los grandes esquemas de explicación histórica como el funcionalismo, el estructuralismo y el marxismo, todos los -ismos que tendían a erigirse como grillas de lectura exclusivas de lo real, han llegado los tiempos de las dudas y de la posible entrada del historiador en una era reflexiva, la de la interrogación sobre la significación de la operación historiográfica.
En estas circunstancias favorables aparece la obra maestra de Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, un verdadero acontecimiento por la sorpresa que provoca este aerolito caído en el territorio del historiador y por la respuesta esclarecedora que ofrece a las exigencias del momento. Desde largo tiempo, Ricœur ha buscado el diálogo con la historia y los historiadores, ya que su primera intervención en este campo data de 1952 con un texto que rompía con ciertas ilusiones de los historiadores al recordarles la dialéctica inherente a su discurso, por la cual el lenguaje permanece necesariamente equívoco, atrapado en una tensión entre el pasado y el presente, entre el sujeto historiador y su objeto (Ricœur, 2015, pp. 29-52). La historia es ante todo un análisis situado y no puede pretender revivir el pasado o asegurar su resurrección, como lo deseaba Jules Michelet. Por lo tanto, Ricœur insiste en el aspecto construido del discurso del historiador y, al mismo tiempo, en su horizonte inacabado siempre abierto a nuevas interpretaciones. Este es uno de los grandes principios rectores de la concepción reflexiva de la historia que defiende Ricœur. La última palabra de su libro es, de manera significativa, "inconclusión".
Muy preocupado, a la manera kantiana, por evitar la desmesura y los diversos modos de recubrimiento que ella implica, Ricœur se dedica durante cuatro o cinco años a reflexionar sobre la dialéctica propia de las relaciones entre historia y memoria que constituyen un punto sensible y a veces obsesivo de nuestro fin de siglo, momento de balance de los desastres de un trágico siglo XX. Esta reflexión lo conduce a esta obra que entrega, en septiembre del año 2000, a los lectores en general y a los historiadores en particular, y que, como siempre en él, refleja las preocupaciones del ciudadano, que enuncia de entrada en la apertura de La historia, la memoria, el olvido: "Me quedo perplejo por el inquietante espectáculo que dan el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allá, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y de los abusos de la memoria –y de olvido–. En este sentido, la idea de una política de la justa memoria es uno de mis temas cívicos reconocidos" (Ricœur, 2004a, p. 1).
2. ¿Una cruzada contra el deber de memoria?
Durante un tiempo corrió el rumor de que Ricœur habría abandonado el "deber de memoria", rumor retransmitido por el filósofo Rochlitz, quien llegó a acusarlo de emprender una cruzada: "Esta misma preocupación por el apaciguamiento [que] parece explicar la dolorosa y absurda cruzada de Paul Ricœur contra el ‘llamado deber de memoria’" (Rotchlitz, 2001, p. 175). Rochlitz se ha erigido en una vestal del respeto a este deber de memoria que considera puesto en riesgo por Paul Ricœur: "El deber de memoria remite a lo inolvidable, a aquello cuyo olvido se paga con una obsesión por el pasado, una obsesión de la que Paul Ricœur querría liberarnos" (Rotchlitz, 2001, p. 176). Desde la publicación de su libro, la sospecha ha comenzado a circular, inspirada por el cuestionamiento expresado en la reseña publicada por Annette Wieworka en Le Monde: "En esta obra hay un punto ciego[...]Aunque la memoria de la Shoah está poco tratada, está constantemente presente como un implícito: ¿qué otra memoria daría el ‘espectáculo inquietante’ del ‘exceso de memoria’ o del ‘abuso de memoria’?" En el mismo sentido, Antoine Spire estigmatiza las ambigüedades de un gran filósofo: "Contrariamente a lo que da a entender Paul Ricœur, la Shoah nunca será un tema histórico como cualquier otro… Al cuestionar esta noción de deber, Ricœur corre el riesgo de descalificar las enseñanzas producidas por esta aspiración colectiva de garantizar la supervivencia de las huellas del pasado..." (Spire, 2000). Spire dramatiza, en France Culture, lo que considera el abandono de la comunidad judía: "Me preocupa", "Me hace llorar". Contradiciendo a Ricœur, y denunciando este posible abandono, Bernard-Henri Lévy considera que no son los abusos de la memoria los que constituyen un peligro, sino todo lo contrario: "tengo el sentimiento inverso... nuestro espíritu de época es la obsesión del olvido" (Lévy, 2002).
La cereza del postre la ha puesto un filósofo, Alain Badiou, quien curiosamente ha tomado la sucesión de la colección de Seuil "L'Ordre Philosophique", dirigida antaño por Paul Ricœur y François Wahl. Badiou ataca violentamente el concepto de "sujeto supuestamente cristiano de Paul Ricœur" (Badiou, 2003, pp. 19-23) en nombre, sin duda, del "sujeto supuestamente maoísta" que él ha sido y que, en sus conferencias en el Centro Experimental de Vincennes después de 1968, deducía, sin mediación del concepto de contradicción hegeliano y marxista, la necesidad de una gran guerra popular mundial entre el pueblo proletario y "el tigre de papel" norteamericano. En este artículo se entrega a un ejercicio que es habitual en su familia política de origen, que es también la del director de la revista Elucidation, Jacques-Alain Miller. La tesis de Ricœur, publicada en una colección actualmente dirigida por Alain Badiou y Barbara Cassin, es objeto de un ataque completo por parte de quien sería el director de la publicación, cuyo terrorismo parecería fuera de lugar en un mundo intelectual que desde hace algún tiempo privilegia la calidad argumentativa, dejando a un lado la estigmatización en nombre de las convicciones de las tesis del autor debatido. En efecto, Badiou lleva a cabo una crítica injustificada atacando lo que considera un libro proselitista, aún más pernicioso en tanto no se admite como tal. Su lectura de la obra de Ricœur es puramente polemológica, según los principios de la guerra popular, que se pueden conocer exhumando el pequeño libro rojo del presidente Mao. Por ello, ataca lo que considera la "estrategia" de Ricœur, "que avanza enmascarado", y el supuesto develamiento que llevará a cabo Badiou se hace, por supuesto, en nombre de la Ciencia y del "análisis objetivo". Ricœur es denunciado como el estratega de un ejército de Cristo que buscaría obtener una victoria, como en los buenos tiempos de las Cruzadas. ¿Cruzada contra qué infieles? El lector que conozca, aunque más no sea superficialmente la obra de Ricœur, no puede creer, al leer bajo la pluma de Badiou, quien, no obstante, reconoce la brutalidad de sus observaciones, que ¡el enemigo de Ricœur es el judío! "Seamos breves, incluso brutales … Lo que Ricœur pretende en realidad obtener por los medios sofisticados del análisis conceptual es nada menos que una victoria. La victoria de la visión cristiana del sujeto histórico sobre aquella que hoy en día se impone cada vez más y que es de origen principalmente judío" (Badiou, 2003, p. 19). Para sostener su tesis, Badiou corre un discreto velo sobre casi la totalidad del libro, es decir, sobre sus tres partes: la fenomenología de la memoria, la epistemología de la historia y la ontología de la condición histórica, para centrarse en el final de la obra, titulado "El perdón difícil", que tiene el estatuto particular de un epílogo. Esta tentativa de escatología de la memoria es, de hecho, cuidadosamente puesta aparte como horizonte posible al final de un largo recorrido, pero distinguido de este por Ricœur: "El perdón plantea una cuestión originariamente distinta de la que motivó, desde el preámbulo de este libro, toda nuestra empresa, la de la representación del pasado, en el plano de la memoria y de la historia y a riesgo del olvido [...]" (Ricœur, 2004a, p. 585). Tal precaución no es de ninguna manera tenida en cuenta por Badiou, quien ve en la desvinculación sugerida y caricaturesca la clave de toda la obra: "Estas páginas que nos proponen un acto de desvinculación, encierran, en mi opinión, el sentido último de todo el libro" (Badiou, 2003, p. 22). La posición cristiana de Ricœur invalidaría toda su demostración, y lo pernicioso del asunto es que Ricœur no lleva el velo, "avanza enmascarado": "Mi principal crítica, en el fondo, se refiere a lo que considero menos una hipocresía que una incivilidad, y que es común a los fenomenólogos cristianos: la absurda disimulación del verdadero resorte de las construcciones conceptuales y de las polémicas filosóficas" (Badiou, 2003, p. 23). Tal posición, aparte de indicar claramente que para Badiou los creyentes no tienen derecho de ciudadanía en el mundo de la filosofía, traduce una concepción mecánica de la relación entre el registro de la argumentación especulativa y el de la convicción íntima. Sin embargo, Ricœur ha tenido siempre cuidado de no confundir estos dos niveles, sin por ello separarlos. Jamás ha disimulado su convicción de creyente protestante, pero siempre evitó cualquier tentación de confundir estos dos focos de una elipse, que ciertamente pueden hacerse eco el uno del otro, distinguiéndolos claramente. Esta división entre el dominio de la crítica y el de la convicción la ha reivindicado y practicado casi al extremo, esforzándose por hacer valer un diálogo entre estas dos dimensiones. Este respeto, el respeto por su lector, hace que nunca encontremos en Ricœur, contrariamente a lo que le reprocha Badiou, el menor rastro de apologética sino, al contrario, una humildad constante. En tanto creyente y filósofo, siempre ha rechazado todo dogmatismo, toda ontología exclusivamente vertical que vendría a totalizar el sentido, lo que explica su preocupación permanente por no transgredir los límites. En este sentido, se inscribe en una filiación propiamente kantiana de algo fuera del horizonte filosófico que remite a una alteridad que interroga al filósofo dentro de los límites de la simple Razón: la de la religión. Todo el esfuerzo filosófico de Ricœur consiste en privilegiar las mediaciones, sean textuales u otras, para evitar las aporías propias de toda ontología fundacional. Recordemos el bello estudio de Dominique Janicaud que, si bien identifica un giro teológico en la fenomenología francesa, juzga que en Ricœur es muy diferente: "Ricœur se cuidó de no dar el paso. Sus escrúpulos metodológicos lo han llevado a multiplicar las precauciones hermenéuticas previas a cualquier pasaje de la fenomenología a la teología" (Janicaud, 1993, p. 13). Jamás Ricœur ha hecho derivar sus argumentaciones filosóficas de una base ontológica; asimismo, podemos decir que la ontología es siempre, como en La memoria, la historia, elolvido, un horizonte último, una esperanza significada al final del camino. Pero a Badiou no le importan tales precauciones. Su objetivo es el de un supuesto cruzado, salido de una crónica de Froissart, listo para la estocada. Y entonces todo está listo para el acto de acusación, cuya injusticia e ignominia podemos apreciar. Ricœur habría, entonces, buscado derrotar... ¡a los judíos! Su estrategia consistiría en "sustraer a la historia en lo que se ha convenido en llamar el ‘deber de memoria’" (Badiou, 2003, p. 19). De este modo, el Occidente cristiano sería definitivamente liberado de la carga que pesa sobre su historia y su memoria, liberado de la deuda ética de cara a los pueblos víctimas de la empresa genocida: "En cuanto al ‘deber de memoria’, basta con ‘dejar que los muertos entierren a los muertos’" (Badiou, 2003, p. 24). Quedamos desconcertados delante de tal acusación, tan alejada de todo el esfuerzo de pensamiento de Ricœur desde el comienzo mismo de su obra.
3. Del trabajo de memoria al deber de memoria
Si en efecto Paul Ricœur ataca lo que a veces puede ser un exceso de memoria, inmediatamente se cuida de señalar que también puede haber demasiado olvido, que es lo que más a menudo olvidan los comentaristas. Detrás de este rumor se esconde una preocupación a propósito de la singularidad de la Shoah. Pero las tesis de Ricœur no van en absoluto en el sentido de una banalización de este momento traumático. Simplemente, todo el pensamiento de Ricœur es un pensamiento de las desviaciones necesarias, y si el deber de memoria permanece efectivamente como un horizonte, el de hacer justicia a las víctimas, él nos recuerda el desvío necesario por el trabajo, por el nivel necesario de una epistemología de la historia. Antes de tener un deber de memoria, el historiador se enfrenta al trabajo de memoria, a la manera de un trabajo de duelo ineludible. El "¡Recuerda!" se encuentra enriquecido por este trabajo de memoria. Además, al afirmar el carácter de identidad narrativa negativa de la Shoah le restituye su singularidad y su valor universalizante.
Recordemos que para ejemplificar lo que puede ser una identidad narrativa en el plano histórico, Ricœur ha contrapuesto un lado positivo de este modo de identidad, como la sedimentación de sentido que se cristalizó en el acontecimiento del Mayflower para el sentimiento de pertenencia a los Estados Unidos o la Revolución Francesa para la identidad francesa, y un lado negativo tomando, justamente, el ejemplo de la Shoah, que se erige así como acontecimiento fundador en el plano de su negatividad: "El acontecimiento es calificado así retrospectivamente, o más bien retroactivamente, de fundador: lo es por un acto de conmemoración más o menos sacralizado en celebración. Me atrevería a ir más lejos y sugerir que ciertos acontecimientos, como Auschwitz para la conciencia europea de posguerra y quizás el Gulag dentro de unos años para la toma de conciencia de los soviéticos, adquieren el significado de acontecimientos fundacionales en negativo. La conmemoración en el duelo ejerce entonces la misma acción fundadora que los acontecimientos fundadores positivos, en la medida en que legitiman los comportamientos y disposiciones institucionales capaces de impedir su repetición" (Ricœur, 1991, p. 52).
En La memoria, la historia, el olvido, Ricœur distingue la singularidad moral de la Shoah como memoria sin contra-memoria, que es lo que la hace tan desgraciada, incomparable con otros traumas. Por otra parte, afirma, después de muchos otros como Hannah Arendt, la comparabilidad de este período como momento histórico en relación con otros regímenes totalitarios. En el plano epistemológico, proporciona un importante apoyo a los historiadores profesionales en su confrontación con las tesis negacionistas, por su insistencia sobre la cuestión de la prueba, sobre la operación historiográfica como parte relevante de una epistemología popperiana de la refutabilidad: "Los términos verdadero/falso pueden tomarse legítimamente en este nivel en el sentido popperiano de lo refutable y lo verificable. Es verdad o es falso que se utilizaron en Auschwitz cámaras de gas para matar a tantos judíos, polacos y gitanos. La refutación del negacionismo tiene lugar en este nivel" (Ricœur, 2004a, p. 233). La crítica según la cual Ricœur abandonaría el deber de memoria no está de ninguna manera fundamentada, en tanto él ha sido siempre un filósofo de la deuda, cuyo imperativo reitera en su obra: "El deber de memoria es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro distinto de sí" (Ricœur, 2004a, p. 120). Su objetivo es, de hecho, pensar juntos, como invita a hacerlo toda su obra filosófica, el logos griego, la vertiente veritativa de la filosofía, con la tradición judeocristiana, que es una vertiente de la fidelidad, del "¡Recuerda!" de la memoria, para trazar los caminos de una sabiduría práctica.
En el plano ontológico, su intervención en el terreno de la reflexión sobre la disciplina histórica se inscribe dentro de un movimiento más amplio que encontramos en toda su obra, desde sus comienzos, y que equivale a dar siempre primacía, a pesar de atravesar lo trágico, al deseo de ser del ser humano capaz, a su capacidad de actuar, a su capabilité. Esta insistencia en la capacidad de actuar, en la praxis, es además un horizonte común de Ricœur y de Hannah Arendt, cuyo tercer término, en la trilogía que ella despliega en La condición humana, es el de Vita activa, el horizonte de acción del ser humano (Arendt, 1993). Esta interrogación sobre la acción es originaria en Ricœur, quien le ha consagrado su tesis sobre la filosofía de la voluntad (Ricœur, 1986, 1998, 2004b). A partir de entonces, y a lo largo de todo su camino reflexivo, su pensamiento estuvo animado por la preocupación de acercarse a la sabiduría práctica, aquello que los griegos llamaban la Phronesis y, más tarde, los latinos, la Prudentia. En esta obra sobre la relación ternaria entre historia, memoria y olvido, Ricœur se pregunta por una de las capacidades del ser, que es la de hacer memoria; esta es la ocasión de continuar su diálogo con los historiadores profesionales y la de explorar lo que es la práctica de la historia hoy en día. En el horizonte de su contribución, la pregunta que aparece es la de saber cómo no ser cautivo de la catástrofe, cómo rescatar el haber-sido de las ruinas del ya-no ser.
La tarea del historiador, según Ricœur, es la de superar la alternativa que más a menudo se le presenta entre el Bien y lo Justo. Al respecto, Ricœur no sigue el camino definido por Todorov (2002). Por el contrario, considera la práctica historiadora como capaz de introducir más verdad en la justicia, contribuyendo así a un trabajo de duelo colectivo al hacer valer su trabajo veritativo en el espacio público. Este trabajo, impulsado por una preocupación de equidad, pretende hacer emerger una verdad más justa, y así es como Ricœur ve la positividad del trabajo del historiador, lo que no implica ninguna renuncia de su parte a la apertura, que siempre ha defendido, a otras formas de narratividad, en particular a la ficción; contrariamente a lo que sugiere Rainer Rochlitz, cuando ve en la obra de Ricœur una vuelta al "positivismo" de Auguste Comte: "Esta focalización en el aspecto fáctico de la historia, que recuerda a la historiografía positivista del siglo XIX, con su ideal de narrar las cosas ‘tal y como sucedieron’, hace pasar a un segundo plano un aspecto que era central en Tiempo y narración" (Rochlitz, 2001, p. 164-165). La justicia es la verdadera categoría unificadora que inscribe el trabajo de la verdad en tres formas entrelazadas, que son, en primer lugar, la voluntad de hacer justicia a los otros; en segundo lugar, la idea de deuda; y, por último, la prioridad moral concedida a las víctimas.
Para ello, Ricœur abre un espacio intermedio, alejado de falsas alternativas, equidistante entre el indicativo de la descripción del pasado "tal como sucedió" y el imperativo de la prescripción bajo la forma del modo optativo, del deseo, de una anticipación, de un verdadero horizonte de espera cuyo reto es la memoria feliz al término de una ligazón/desligazón que evoca el trabajo de la cura psicoanalítica. Sin embargo, sería erróneo ver en ello la expresión de una ingenuidad felizmente consensual por parte de Ricœur, cuya filosofía entera es, por el contrario, un pensamiento de las tensiones, de las aporías, de las diferentes interpretaciones. Según él, no podemos subsumir las contradicciones, sino simplemente plantear mediaciones imperfectas que permitan la acción transformadora del hombre. No hay pues "final feliz", ni "olvido feliz" (Ricœur, 2004a, p. 640), sino que "hay que proseguir, en el corazón mismo de la deuda, el sutil trabajo de desatar y de atar: por un lado, liberar de la falta; por otro, atar a un deudor insolvente para siempre" (Ricœur, 2004a, p. 643), que refiere a la deuda de los vivos con las generaciones que les precedieron.
Todo el trabajo de Ricœur pretende reabrir cada vez las posibilidades de la acción humana, y es por tanto una forma de resistencia contra el peso de la culpa y lo inexorable. Fuertemente influido por su contexto de origen calvinista que defendía una concepción agustiniana del pecado original, nunca dejó de buscar una salida a este fatalismo, y en este sentido el encuentro con los trabajos de Jean Nabert fue decisivo para él, ya que su obra sobre el mal, publicada a mediados de los años cincuenta, le permitió a Ricœur sustituir el término "mal" por el de "culpa" (Nabert, 1997). A la insistencia sobre el pecado le opone la asimetría original del "Cuánto más" de San Pablo: "El hombre es la Alegría del Sí afirmativo en la tristeza de lo finito". Esta tensión entre la voluntad finita y el polo de la infinitud conduce a la no coincidencia del sí con el sí, a un desgarramiento, a una fisura que puede conducir a la dimensión del mal, ligada a lo ineludible del conflicto; sin embargo, "Por radical que sea el mal, no podrá ser tan originario como la bondad" (Nabert, 1997).
Lo que algunos no comprenden es que, de los tres mástiles de Ricœur, el olvido figura en el mismo título que la historia y la memoria. Uno de los mayores aportes de Ricœur en este ámbito habrá sido el de demostrar que, si el olvido representa un doble desafío para la historia y la memoria, y como tal se relaciona con una dimensión negativa, también reviste una dimensión positiva, la del olvido de reserva que tiene la capacidad de preservar. Este olvido es, incluso, una condición de la memoria: "Pero el olvido no es sólo el enemigo de la memoria y de la historia. Una de las tesis en las que estoy muy interesado es que existe también un olvido de reserva que constituye un recurso para la memoria y para la historia […]" (Ricœur, 2004a, p. 374). Por tanto, Ricœur habrá arrebatado el olvido a la sola negatividad y, en este sentido, puede decirse que, aparte de las falsas acusaciones que algunos han creído oportuno hacerle, responde totalmente a una preocupación historiadora. Distingue, en efecto, entre lo que puede ser la pérdida irreversible que pueden provocar las lesiones corticales o el incendio de una biblioteca y el olvido de reserva que, al contrario, preserva y es, por tanto, la condición misma de la memoria, como lo habían percibido justamente Ernest Renan, a propósito de la nación, y Kierkegaard, a propósito de la liberación de la preocupación.
Este olvido de reserva, ofrecido al recuerdo, es un olvido que preserva: "En resumen, el olvido reviste una significación positiva en la medida en que el que-ha-sido prevalece sobre el no-ser-ya en la significación vinculada a la idea del pasado. El que-ha-sido hace del olvido el recurso inmemorial ofrecido al trabajo del recuerdo." (Ricœur, 2004a, p. 566). En la guerra de memorias que atravesamos, y en el curso de la cual una dura competencia opone la historia a la memoria, Ricœur interviene para decir la indecidibilidad de sus relaciones: "La rivalidad entre la memoria y la historia, entre la fidelidad de la primera y la verdad de la segunda, no puede dilucidarse en el plano epistemológico" (Ricœur, 2004a, p. 638).
Cuando Ricœur evoca el olvido impuesto, el de la amnistía cuya finalidad es la paz civil, añadiendo que una sociedad "no puede estar eternamente encolerizada consigo misma" (Ricœur, 2004a, p. 641), se acerca más a la demostración de la historiadora Nicole Loraux a propósito de la ciudad ateniense, cuando pone en evidencia que la política reposa en el olvido del no-olvido, "ese oxímoron nunca formulado" (Loraux, 2008). Un caso bien conocido de olvido impuesto por el Estado en Francia es el del primer artículo del Edicto de Nantes firmado por el rey Enrique IV, que estipula: "En primer lugar, la memoria de todas las cosas pasadas en una y otra parte desde el comienzo del mes de marzo de 1585 hasta nuestra llegada al trono [...] quedará extinguida y apaciguada como cosa no advenida" (Ricœur, 2004a, p. 579). Sin embargo, Ricœur advierte sobre los límites propios de la voluntad de acallar el no-olvido de la memoria: "¿Pero no es la falla de esta unidad imaginaria borrar de la memoria oficial los ejemplos de crímenes capaces de proteger al futuro de los errores del pasado y, al privar a la opinión pública de los efectos benéficos del dissensus, condenar las memorias rivales a una vida oculta malsana?" (Ricœur, 2004a, p. 581).
La jornada de estudio dedicada al "Deber de memoria y legitimidad del olvido", del 30 de abril de 2003, organizada por François Marcot, quien enseña Historia contemporánea en la Universidad de Besançon, y que reunió a Philippe Joutard, Benjamin Stora, Pierre Laborie y a mí mismo, dio cuenta, claramente, de que Ricœur ha puesto en evidencia, con esta cuestión del olvido, una preocupación cada vez más apremiante para los historiadores profesionales. Si François Marcot situó esta jornada de reflexión bajo el signo de los usos del olvido para apartar esta dimensión de su definición únicamente negativa, Philippe Joutard se ubicó en el contexto de las reflexiones de Ricœur, situando el olvido mismo como primer término de su ponencia e insistiendo en el hecho de que "hoy en día, el peor de todos los inventos es el del deber de memoria" (Joutard, 2003). Esta indisociabilidad de la memoria y del olvido es ejemplificada por La ignorancia de Milan Kundera cuando se pregunta si su héroe Josef no se ha liberado de la influencia nociva de su memoria en el extranjero, y responde afirmativamente, porque Josef ya no tuvo ocasión de rememorar los recuerdos vinculados a un país que él ya no habitaba más: "Es la ley de la memoria masoquista: a medida que van cayendo en el olvido las distintas etapas de su vida, el ser humano se quita de encima todo lo que no le gusta y se siente más ligero, más libre" (Kundera, 2000, p. 45).
Ricœur se esfuerza por distinguir entre dos ambiciones de naturaleza diferente: veritativa para la historia y de fidelidad para la memoria, mostrando al mismo tiempo que una desconfianza demasiado grande hacia los daños de la memoria conduciría a la sacralización de la postura histórica y, a la inversa, un encubrimiento de la historia por la memoria pasaría por alto el nivel epistemológico indispensable de la explicación/comprensión. Qué sería una verdad sin la fidelidad o la fidelidad sin la verdad, se pregunta Ricœur, quien construyó en primer lugar una fenomenología de la memoria. La imbricación entre historia y memoria es inevitable. Si la memoria está sujeta a las patologías -impedimentos, resistencias-, como lo ha mostrado Freud, ella también es presa de manipulaciones, de imposiciones. En determinadas circunstancias, sin embargo, puede acceder a momentos "felices", aquellos de reconocimiento. Es el caso del recuerdo involuntario descrito por Proust, pero también puede ser el objetivo de una memoria esforzada, de un trabajo de la memoria que se asemeja a lo que Freud llamaba el trabajo del duelo. Sin embargo, este pequeño milagro de reconocimiento que hace posible la memoria es inaccesible para el historiador, que no puede pretender tener acceso a esta "pequeña felicidad", porque su modo de conocimiento está siempre mediado por la huella textual que hace de su saber una obra siempre abierta e indefinida sobre lo ausente.
En este recorrido que conduce de la fenomenología a la ontología, Ricœur moviliza dos tradiciones que intenta articular en toda su obra filosófica. De hecho, con la vara de esta articulación podemos medir la contribución esencial de Ricœur. El logos griego le proporciona el punto de partida para responder al enigma de la representación del pasado en la memoria. Platón ya había planteado la cuestión del "qué" de la memoria, cuya respuesta en el Teeteto es la noción de eikôn (la imagen-recuerdo). Ahora bien, la paradoja del eikôn es esta presencia en el espíritu de una cosa ausente, la presencia de lo ausente. A esta primera aproximación, Aristóteles añade otra característica de la memoria, a saber: que ella porta la marca del tiempo, que define una línea divisoria entre, por un lado, la imaginación, el fantasma y, por el otro, la memoria que se refiere a una anterioridad, a un "haber sido". Pero ¿cuáles son esas huellas memoriales? Según Ricœur, que se mantiene a distancia de las empresas reduccionistas como el hombre neuronal de Changeux, para quien la lógica cortical explicaría por sí sola todos los comportamientos humanos, son de tres órdenes. Ricœur se preocupa por distinguir entre las huellas corticales, psíquicas y materiales de la memoria. Con esta tercera dimensión de la memoria, la de las huellas materiales, documentales, estamos ya dentro del campo de investigación del historiador. Sólo ellas constituyen la inevitable imbricación de la historia y la memoria, como revela la expresión de Carlo Ginzburg de un paradigma "indiciario", del que dependería la historia, por oposición al paradigma "galileano".
Sin embargo, existe una separación entre el nivel de la memoria y el nivel del discurso histórico, y se produce gracias a la escritura. Ricœur retoma aquí el mito de la invención de la escritura como pharmakon en el Fedro de Platón. En relación con la memoria, la escritura es a la vez remedio, que protege contra el olvido, y veneno, en la medida en que corre el riesgo de sustituir el esfuerzo de recordar. En el nivel de la escritura se sitúa la historia, según las tres fases constitutivas de lo que Michel de Certeau describe como la operación historiográfica: la constitución de archivos, en la que se juega la ambición veritativa de la discriminación entre testimonios auténticos y falsos; el nivel de la explicación/comprensión, que plantea la cuestión causal del "por qué"; y, por último, el nivel de la representación histórica propiamente dicha, durante la cual tiene lugar el acto mismo de escribir la historia, que plantea una vez más la cuestión de la verdad.
La "representancia", según Ricœur, condensa las expectativas y las aporías de la intencionalidad histórica. Es el objetivo mismo del conocimiento histórico puesto bajo el sello de un pacto según el cual el historiador toma por objeto los personajes y las situaciones que han existido antes de ser relatados. Esta noción de "representancia" se diferencia, pues, de la de representación en la medida que implica, con relación al texto, un referente que Ricœur ya había cualificado de lugartenencia del texto histórico en Tiempo y narración. Este polo de veracidad arraigado en el logos griego es articulado por Ricœur con el polo judeocristiano de la fidelidad, interrogándose sobre lo que llamamos el deber de memoria. En efecto, discute, después de Yerushalmi, este imperativo del Deuteronomio, el "¡Recuerda!" (Yerushalmi, 2002). Así, frente a los mandatos actuales según los cuales existe un nuevo imperativo categórico que se inscribe en el deber de recordar, Ricœur, inspirándose en la práctica analítica, prefiere la noción de trabajo de memoria a la de deber de memoria, de la que subraya la paradoja que consiste en conjugar en tiempo futuro una memoria guardiana del pasado. Pero no debería leerse en este desplazamiento semántico un abandono del "¡Recuerda!" del Deuteronomio. Por el contrario, Ricœur afirma la legitimidad del "¡Recuerda!" de la tradición judeocristiana e intenta articularla con el esfuerzo crítico del logos. El deber de memoria es, pues, legítimo, aunque pueda ser objeto de abuso: "La intimación a recordar corre el riesgo de ser entendida como una invitación dirigida a la memoria a cortocircuitar el trabajo de la historia" (Ricœur, 2004a, p. 118).
Esta tensión lleva a Ricœur a interrogarse sobre la dimensión de nuestra condición histórica como ser de memoria y de historia. Retoma sus reflexiones sobre la historicidad y su confrontación con las tesis heideggerianas sobre el tiempo. Esta vez, Ricœur opone una nueva categoría a la del ser-para-la-muerte de Heidegger, que siempre suscitó en él la más viva desconfianza. La sustituye por la noción de ser-en-deuda como vínculo posible entre paseidad y futuridad. Este es un punto capital, el verdadero hilo conductor de su demostración según la cual el haber-sido prevalece sobre lo pasado. Al respecto, Ricœur insiste -y esto es esencial para la comunidad historiadora- sobre el hecho de que el pasado sigue existiendo en las "múltiples capas" del tiempo presente. Aquí retoma lo que se cita en el prefacio de Pensar la muerte, de Jankélévitch: "Aquel que ha sido no puede más en adelante no haber sido. En lo sucesivo ese hecho misterioso y profundamente oscuro de haber vivido es su viático para la eternidad" (Jankélévitch, 2005, p. 3). Es a partir de esta insistencia que memoria e historia pueden ser confrontadas como dos prácticas, dos relaciones con el pasado del ser histórico en una dialéctica de ligazón y desligazón. En la medida en que la historia es más distante, más objetivante, más impersonal en su relación con el pasado, puede jugar un rol de equidad a fin de temperar la exclusividad de las memorias particulares. Según Ricœur, puede así contribuir a transformar la memoria desgraciada en memoria feliz, pacificada, en memoria justa. Así pues, es una nueva lección de esperanza la que nos brinda Ricœur: un nuevo direccionamiento de la relación entre pasado, presente y futuro constitutiva de la disciplina histórica, por parte de un filósofo que recuerda los imperativos de la acción a los historiadores que tienden a complacerse en la reminiscencia y la conmemoración. Una vez más hace notar a los historiadores que su trabajo apunta a "conseguir que nuestras esperas sean más determinadas, y nuestra experiencia más indeterminada" (Ricœur, 1996c, p. 953). A esta tarea invita a los historiadores, y en este sentido debemos entender su noción de trabajo de memoria, en referencia a Freud y su noción de trabajo de duelo. Ricœur invoca el uso de trabajo de la memoria a partir de lo que Freud (1998, pp. 235-256) llamó el trabajo de duelo: "El exceso de memoria recuerda particularmente la compulsión de repetición, de la que Freud dice que conduce a sustituir, por el paso al acto, el recuerdo verdadero por el que el presente se reconciliaría con el pasado" (Ricœur, 2004a, p. 108).
Ricœur ve en este fenómeno una posible analogía en el plano de la memoria colectiva. La memoria individual y la colectiva tienen que mantener una coherencia a lo largo del tiempo en torno a una identidad que se mantiene e inscribe en el tiempo y en la acción. En este sentido, a esta identidad del Ipse (Ricœur, 1996b), diferente de la Mismidad, se refiere esta travesía experiencial de la memoria en torno al tema de la promesa. Constatamos también situaciones muy diferentes en las que nos enfrentamos, en ciertos casos, a "un pasado que no quiere pasar" y, en otros, a actitudes de huida, de ocultación consciente o inconsciente, de negación de los momentos más traumáticos del pasado. Las patologías colectivas de la memoria pueden manifestarse igualmente en situaciones de exceso de memoria, de repetición, de las que la "conmemorialidad" y la tendencia a patrimonializar el pasado nacional en Francia son un buen ejemplo, como en situaciones contrarias de insuficiencia de memoria, como es el caso en todos los países totalitarios donde domina una memoria manipulada: "El trabajo de la historia se comprende como una proyección, desde el plano de la economía de las pulsiones al plano del trabajo intelectual, de este doble trabajo de recuerdo y duelo" (Ricœur, 1996a, p. 11). Así la memoria es inseparable del trabajo del olvido. Borges ya había ilustrado la naturaleza patológica de quien lo retiene todo hasta hundirse en la locura y la oscuridad, con su relato "Funes el memorioso" (Borges, 1974). La memoria es, pues, al igual que la historia, un modo de selección en el pasado, una construcción intelectual y no un flujo exterior al pensamiento. En cuanto a la deuda que guía "el deber de memoria", se encuentra en la encrucijada de la tríada pasado-presente-futuro: "Este contragolpe de la mirada de futuro sobre la del pasado es la contrapartida del movimiento inverso de la influencia de la representación del pasado sobre la del futuro" (Ricœur, 1998, p. 25). Lejos de ser una simple carga que deben soportar las sociedades del presente, la deuda puede convertirse en una fuente de sentido, a condición de reabrir la pluralidad de memorias del pasado y de explorar el enorme recurso de posibilidades no reconocidas. Este trabajo no puede llevarse a cabo sin una dialectización de la memoria y de la historia, distinguiendo en el registro de la historia-crítica la memoria patológica, que actúa como una compulsión de repetición, y la memoria viva, que propone una perspectiva reconstructiva: "Es liberando, por medio de la historia, las promesas que no se han cumplido, que se vieron impedidas y reprimidas por el curso ulterior de la historia, que un pueblo, una nación, una entidad cultural, pueden acceder a una concepción abierta y viva de sus tradiciones" (Ricœur, 1998, pp. 30-31).
4. La proximidad Ricœur-Nora en torno a la idea de trabajo de memoria presente en los lugares
Este es el objetivo de una memoria feliz, apaciguada, que debe abordarse al precio de un verdadero trabajo de memoria que implica una rearticulación con la verdad. Incluso en este nivel, el de la exigencia de veracidad, la memoria se especifica como una dimensión cognitiva. También aquí Ricœur distingue cuidadosamente las distintas formas de memoria, desde la memoria personal hasta la memoria colectiva, inspirándose en los trabajos de Bergson en el campo de la filosofía, los de Halbwachs en sociología y los de Pierre Nora y Henry Rousso en historia.
El objeto habitual del historiador, la noción de huella, materializada por los documentos y los archivos, no es menos enigmática y esencial para la reconfiguración del tiempo. Ricœur toma prestada la expresión "significancia de la huella" de Emmanuel Lévinas (1974), como perturbación de un orden, significa sin aparecer. Pero también inscribe la noción de huella dentro de su lugar histórico. Esta noción es utilizada en la tradición histórica desde hace ya mucho tiempo, puesto que la encontramos tanto en la obra de Seignobos como en la de Marc Bloch. Esta concepción de ciencia histórica basada en las huellas corresponde a su equivalente referencial en una ambivalencia que resiste a la clausura de sentido, puesto que el vestigio está enterrado en el presente y a la vez se encuentra como el soporte de una significación que ya no está más aquí.
Esta noción de huella, a la vez ideal y material, es hoy el resorte principal de la gran obra dirigida por Pierre Nora sobre los Lugares de memoria. Es el vínculo indecible que conecta el pasado a un presente que ha devenido, por intermedio de las huellas memoriales, una categoría densa en la reconfiguración del tiempo. Pierre Nora vio en ello una nueva discontinuidad dentro de la escritura de la historia, "que no podemos llamar de otra manera que historiográfica" (Nora, 2008, p. 116). Esta ruptura modifica la mirada y compromete a la comunidad de historiadores a revisitar de otra manera los mismos objetos, a la luz de las huellas dejadas en la memoria colectiva por los acontecimientos, las personas, los símbolos y los emblemas del pasado. Este abandono/recuperación de toda la tradición histórica, en este momento memorial que estamos viviendo, abre el camino a una historia totalmente diferente. Este vasto campo abierto sobre la historia de las metamorfosis de la memoria, sobre una realidad simbólica a la vez palpable e inasignable, permite ejemplificar, por su doble problematización de la noción de historicidad y de la de memoria, ese tercer tiempo definido por Ricœur como un puente entre el tiempo vivido y el tiempo cósmico. Constituye el campo de investigación de lo que Reinhart Koselleck describe como nuestro espacio de experiencia, ese pasado vuelto presente. Permite explorar el enigma de la "paseidad" porque el objeto memorial en su lugar material o ideal no puede describirse en términos de simples representaciones. Ricœur quiere decir, y el proyecto de Pierre Nora no está lejos de ello, que la "paseidad" de una observación no es en sí misma observable, sino sólo memorable. Plantea frontalmente la cuestión de lo que constituye la memoria. Insistiendo sobre el rol de los acontecimientos fundadores y de su vínculo con el relato como identidad narrativa, Ricœur abre la perspectiva historiográfica actual, en la que la obra de Pierre Nora se erige como monumento de nuestro tiempo. En efecto, en el tercer volumen de sus Lugares de memoria, Pierre Nora define el programa de una historia completamente diferente, desmarcándose de los modelos que habían prevalecido hasta entonces entre los historiadores profesionales. Toma distancia del modelo romántico que buscaba una unidad viva de los elementos del pasado, ejemplificado por Jules Michelet, que concebía a Francia como una persona. Nora se distancia también del modelo de la escuela metódica, que hacía pasar toda la tradición nacional por el tamiz de la verificación científica, pero sobre todo se distancia de la vía definida por la escuela de los Annales, en tanto esta pretende individualizar las etapas en la duración partiendo de las determinaciones de los ciclos económicos o aquellas de la geografía vidaliana. En los tres casos, Nora percibe una búsqueda similar de coherencia causal que equivale a explicar el presente por el pasado según las modelizaciones mecánicas. Rompiendo con esta obsesión causal que privilegia lo anterior, Nora sugiere desplazar el punto de vista del historiador hacia la huella en su pluralidad como miríada de sentidos. Como decíamos, él invita a la comunidad de historiadores a revisitar las mismas fuentes históricas a partir de las huellas dejadas en la memoria colectiva por los hechos, las personas, los símbolos y los emblemas del pasado. Este abandono/recuperación de toda la tradición histórica abre la vía a una historia completamente diferente: "ya no los determinantes sino sus efectos; ya no las acciones memorizadas ni aun conmemoradas, sino la traza de esas acciones y el juego de esas conmemoraciones; no los acontecimientos por sí mismos, sino su construcción en el tiempo, el apagamiento y la resurgencia de sus significados, no el pasado tal como tuvo lugar, sino sus reempleos permanentes, sus usos y sus desusos, su pregnancia sobre los presentes sucesivos; no la tradición sino la manera en que se constituyó y se transmitió" (Nora, 2008, p. 114). Este vasto campo, abierto a la vez a la historia de las metamorfosis de la memoria y a la realidad simbólica a la vez palpable e inasignable que constituye los objetos ideales, traduce bien lo que puede ser este tiempo intermedio, definido por Ricœur como el único puente posible entre el tiempo vivido y el tiempo cósmico.
El acontecimiento monstruoso, tal como lo analizó Nora (1972, 1984) en los años setenta, se define más que nada por lo que llega a ser que por lo que podemos saber de él en el plano fáctico. También aquí puede acercarse al enfoque hermenéutico crítico preconizado por Ricœur. Entre su disolución y su exaltación, el acontecimiento, según Ricœur, sufre una metamorfosis que radica en su recuperación hermenéutica. Reconciliando los enfoques continuista y discontinuista, Ricœur propone distinguir tres niveles de aproximación al acontecimiento: "1. acontecimiento infra-significativo; 2. orden y reino del sentido, en última instancia no-eventual; 3. emergencia de acontecimientos supra-significativos, sobre-significantes" (Ricœur, 1991, pp. 51-52). El primer uso corresponde simplemente a la descripción de "lo que acontece" y evoca la sorpresa, lo nuevo con relación a lo instituido. Corresponde, por otra parte, a las orientaciones de la escuela metódica de Langlois y Seignobos, aquella que estableció la crítica de las fuentes. En segundo lugar, el acontecimiento se inscribe en esquemas explicativos que lo ponen en correlación con regularidades y leyes. Este segundo momento tiende a subsumir la singularidad del acontecimiento bajo el registro de la ley de la que es una expresión, hasta el punto de rozar los límites de la negación del propio acontecimiento. Aquí podemos reconocer la orientación de la escuela de los Annales. A este segundo estadio del análisis debe sucederle un tercer momento, interpretativo, de recuperación del acontecimiento como emergencia, pero esta vez sobre-significado. El acontecimiento no es, pues, el mismo que ha sido reducido por el sentido explicativo, ni aquel infra-significado que se hallaba exterior al discurso. Él mismo genera sentido: "Esta saludable recuperación del acontecimiento sobre-significado sólo prospera en los límites del significado, en el punto donde fracasa por exceso y por defecto: por exceso de arrogancia y por defecto de captura" (Ricœur, 1991, p. 55).
Los acontecimientos sólo son detectables a partir de sus huellas, discursivas o no. Sin reducir la realidad histórica a su dimensión lingüística, la fijación del acontecimiento, su cristalización, se produce a partir de su denominación. La semántica histórica permite tomar en consideración la esfera de la acción y romper con las concepciones fisicalistas y causalistas. La constitución del acontecimiento es tributaria de su puesta en intriga.
La puesta en intriga juega el rol de un operador que pone en relación acontecimientos heterogéneos. Sustituye a la relación causal de la explicación fisicalista. La hermenéutica de la conciencia histórica sitúa el acontecimiento en una tensión interna entre dos categorías meta-históricas, en las que repara Koselleck: la de espacio de la experiencia y la de horizonte de expectativa. Estas dos categorías permiten una tematización del tiempo histórico que puede leerse en la experiencia concreta, con desplazamientos significativos, como el de la disociación progresiva entre experiencia y expectativa en el mundo occidental moderno. El sentido del acontecimiento, según Koselleck, es así constitutivo de una estructura antropológica de la experiencia temporal y de las formas simbólicas históricamente instituidas. Koselleck desarrolla así "una problemática de la individuación de los acontecimientos que sitúa su identidad bajo los auspicios de la temporalización, la acción y la individualidad dinámica" (Quéré, 1991, p. 267). De esta forma, aspira a un nivel más profundo que el de la simple descripción, centrándose en las condiciones de posibilidad de la eventualidad. Su planteamiento tiene el mérito de mostrar la operatividad de los conceptos históricos, su capacidad estructurante y a la vez estructurada por situaciones singulares. Estos conceptos, portadores de experiencia y expectativa, no son meros epifenómenos lingüísticos opuestos a la historia "real" pues "poseen su propio modo de ser en el lenguaje, desde el cual influyen o reaccionan ante las situaciones y los sucesos correspondientes" (Koselleck, 1993, p. 288). Los conceptos no son reducibles a alguna figura retórica, ni meras herramientas apropiadas para clasificar en categorías. Están arraigados en el campo de la experiencia del que surgieron, por subsumir una multiplicidad de significados. ¿Podemos afirmar, entonces, que estos conceptos consiguen saturar el sentido de la historia hasta el punto de permitir una fusión total entre historia y lenguaje? Al igual que Ricœur, Reinhart Koselleck no va tan lejos y, por el contrario, considera que los procesos históricos no se limitan a su dimensión discursiva: "[…] la historia no es nunca idéntica a su comprensión lingüística y a su experiencia formulada […]" (Koselleck, 1993). Como lo piensa Ricœur, la actividad de temporalización está enraizada en el campo práctico.
Este desplazamiento de la acontecimentalidad hacia su huella y sus herederos ha suscitado una verdadera vuelta de la disciplina histórica sobre sí misma, al interior de lo que podríamos calificar de círculo hermenéutico o giro historiográfico. Este nuevo momento invita a seguir las metamorfosis del sentido a través de las sucesivas mutaciones y desplazamientos de la escritura histórica entre el acontecimiento mismo y la posición presente. El historiador se interroga, entonces, sobre las diversas modalidades en que se produce y percibe el acontecimiento a partir de su trama textual. Este movimiento de revisitación del pasado por la escritura histórica acompaña a la exhumación de la memoria nacional y refuerza aún más el momento memorial actual. Por medio de la renovación historiográfica y memorial, los historiadores asumen el trabajo de duelo de un pasado en sí y aportan su contribución al actual esfuerzo reflexivo e interpretativo de las ciencias humanas. Esta reciente inflexión coincide con el abandono/recuperación de toda la tradición histórica emprendido por Pierre Nora en Los lugares de memoria y abre la vía a toda una otra historia enriquecida de la reflexividad necesaria sobre las huellas del pasado en el presente.
Presa de la mundialización de la información, de la aceleración de su ritmo, el mundo contemporáneo experimenta una "extraordinaria dilatación de la historia, una presión de un sentimiento histórico de fondo" (Nora, 1993, p. 45). Esta presentificación ha tenido por efecto una experimentación moderna de la historicidad. Esta implica una redefinición de la acontecimentalidad como aproximación a una multiplicidad de posibilidades, de situaciones virtuales, potenciales, y ya no como lo consumado en su fijeza. El movimiento se ha apoderado del tiempo presente hasta modificar la relación moderna con el pasado. La lectura histórica del acontecimiento ya no es reductible al acontecimiento estudiado, sino que considera su huella, situada en una cadena de acontecimientos. Todo discurso sobre un acontecimiento vehiculiza, connota una serie de acontecimientos anteriores, lo que confiere toda su importancia a la trama discursiva que los enlaza en una puesta en intriga. Como podemos valorar, la historia del tiempo presente no supone solamente la apertura de un período nuevo, lo más próximo a la mirada del historiador. Se trata también de una historia diferente, que participa de las nuevas orientaciones de un paradigma que se encuentra en la ruptura con el tiempo único y lineal, y pluraliza los modos de racionalidad.
Esta historia del tiempo presente habrá contribuido a invertir la relación historia/memoria. La oposición tradicional entre una historia crítica situada del lado de la ciencia y una memoria basada en fuentes fluctuantes, y en parte fantasmática, está en vías de transformación. Mientras que la historia pierde una parte de su cientificidad, la problematización de la memoria conduce a dar un enfoque crítico a esta noción. Ambas nociones se han aproximado y el papel de las fuentes orales en la escritura del tiempo presente hace posible una historia de la memoria. Esta inversión tiene un valor heurístico, ya que permite comprender mejor el carácter indeterminado de las posibilidades abiertas por los actores de un pasado que fue su presente. La historia del tiempo presente modifica, entonces, su relación con el pasado, su visión y su estudio. El historiador del tiempo presente inscribe la operación historiográfica en la duración. No limita su objeto de estudio al instante. Debe hacer prevalecer una práctica consciente de sí misma que deje a un lado las ingenuidades frecuentes en la operación histórica.
Inscripto en el tiempo como discontinuidad, el presente es trabajado por quienes deben historizarlo mediante un esfuerzo por aprehender su presencia como ausencia, a la manera en que Michel de Certeau definía la operación historiográfica. Esta dialéctica es tanto más difícil de realizar en cuanto es necesario proceder a un desenredo voluntarista para la historia del tiempo presente, lo que es más natural cuando se trata de una época pasada: "La cuestión es saber si, para ser histórica, la historia del tiempo presente no presupone un movimiento similar al de la caída en la ausencia, desde cuyas profundidades el pasado nos interpelaría con la fuerza de un pasado que fue no hace mucho presente" (Ricœur, 2004a, p. 39). Aquí comprendemos hasta qué punto la historia del tiempo presente está animada por motivaciones más profundas que las de un simple acceso a lo más contemporáneo. Es la búsqueda de sentido lo que guía sus investigaciones, tanto como el rechazo de lo efímero. Un sentido que ya no es más un telos, una continuidad preconstruida, sino una reacción a la "a-cronía contemporánea" (Rioux, 1991, p. 50). La historia del tiempo presente se diferencia, entonces, radicalmente de la historia clásicamente contemporánea. Busca la profundidad temporal e intenta anclar un presente que con demasiada frecuencia se vive en una especie de ingravidez temporal. Por su voluntad de conciliar lo discontinuo y las continuidades en el corazón de la experiencia vivida, la historia del tiempo presente como telescopio constante entre pasado y presente permite "un vibrato de lo inacabado que colorea bruscamente todo un pasado, un presente poco a poco liberado de su autismo" (Rioux, 1991).
Más allá de la coyuntura memorial actual, sintomática de la crisis de una de las dos categorías meta-históricas, el horizonte de expectativa, la ausencia de proyecto de nuestra sociedad moderna, Ricœur recuerda la función de la deuda ética que la historia tiene con el pasado. El régimen de historicidad, siempre abierto al devenir, no es por cierto la proyección de un proyecto plenamente pensado, cerrado sobre sí mismo. La misma lógica de la acción mantiene abierto el campo de los posibles. En este sentido, Ricœur defiende la noción de horizonte en su epílogo sobre el perdón, que, a la manera de una utopía, tiene una función liberadora que impide "al horizonte de expectativa fusionarse con el campo de la experiencia. Es lo que mantiene la distancia entre la esperanza y la tradición" (Ricœur, 2001, p. 359). Con la misma firmeza defiende el deber, la deuda de las generaciones presentes con el pasado, fuente de la ética de la responsabilidad. La función de la historia permanece, pues, viva. La historia no es huérfana, como creemos, a condición de que responda a las exigencias de la acción. De este modo, el duelo de las visiones teleológicas puede convertirse en una oportunidad para revisitar a partir del pasado las múltiples posibilidades del presente, a fin de pensar el mundo de mañana.
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Recepción: 14 febrero 2024
Aprobación: 06 julio 2024
Publicación: 01 diciembre 2024