Revista de Filosofía (La Plata), vol. 52, núm. 1, e037, junio-noviembre 2022. ISSN 2953-3392
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones en Filosofía IdIHCS (UNLP - CONICET), Departamento de Filosofía y Doctorado en Filosofía

Artículos

¿Son compatibles la idea de razón pública de Rawls y la concepción deliberativa de la democracia?

Federico Germán Abal

Instituto de Investigaciones Filosóficas - Sociedad Argentina de Análisis Filosófico - CONICET, Argentina
Cita sugerida: Abal, F. G. (2022). ¿Son compatibles la idea de razón pública de Rawls y la concepción deliberativa de la democracia?. Revista de Filosofía (La Plata), 52(1), e037. https://doi.org/10.24215/29533392e037

Resumen: El objetivo del presente trabajo es evaluar la presunta incompatibilidad entre la idea de razón pública defendida por John Rawls y la concepción deliberativa de la democracia, tal como fue denunciada por Graciela Vidiella. La crítica deliberacionista de Vidiella contra la propuesta rawlsiana puede desagregarse en dos tesis: tesis del autogobierno procedimental y tesis sobre el uso crítico de la razón. Argumentaré en contra de dichas tesis y en defensa de la compatibilidad de la idea de razón pública rawlsiana y la democracia deliberativa.

Palabras clave: Democracia deliberativa, Razón pública, Rawls, Deliberación.

Are Rawls's idea of public reason and the deliberative conception of democracy compatible?

Abstract: The aim of this work is to evaluate the alleged incompatibility between the idea of public reason defended by John Rawls and the deliberative conception of democracy, as it was denounced by Graciela Vidiella. Vidiella's critique of the Rawlsian proposal can be broken down into two theses: the thesis of procedural self-government, and the thesis on the critical use of reason. I will argue against these theses and in defense of the compatibility of the Rawlsian idea of public reason and deliberative democracy.

Keywords: Deliberative democracy, Public reason , Rawls, Deliberation.

I - Introducción

El objetivo del presente trabajo es analizar la aparente incompatibilidad entre el ideal de razón pública defendido por John Rawls y la concepción deliberativa de la democracia, tal como ha sido denunciada por Vidiella (2005, 2006). La crítica de Vidiella puede desagregarse en dos tesis: tesis del autogobierno procedimental y tesis sobre el uso crítico de la razón. Argumentaré que ambas son inaceptables.

El trabajo se estructura del siguiente modo. En la sección II reconstruyo la idea de razón pública rawlsiana. En la sección III presento la crítica procedimentalista de Vidiella y las respectivas tesis que la componen. En la sección IV argumento en contra de dichas tesis para concluir, en la sección V, que la idea de razón pública defendida por Rawls es compatible con una concepción deliberativa de la democracia.

II – La idea de razón pública en Rawls

Como es sabido, el reconocimiento del hecho del pluralismo razonable es el núcleo de la reformulación teórica que Rawls lleva adelante a partir de la década de 1980.

De acuerdo con el autor, la presentación original de su teoría de la justicia descansaba en un ideal irrealista de una sociedad bien ordenada que desconocía el hecho de que en los regímenes democráticos modernos coexiste una pluralidad de doctrinas filosóficas, religiosas y/o morales, más o menos generales, que dividen a personas racionales y razonables (2006, pp. 12-13).1

Atendiendo a este fenómeno constitutivo de la modernidad, tal como señala Vidiella, las consideraciones acerca de la justicia pasaron, en Political Liberalism, a un segundo plano, y cobró primacía la indagación sobre las condiciones de posibilidad y estabilidad de la democracia (2006, p. 105). En palabras de Rawls,

El problema del liberalismo político es: ¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles? Dicho de otro modo: ¿Cómo es posible que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan convivir y abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional? ¿Cuál es la estructura y cuál es el contenido de una concepción política que pueda atraerse el concurso de un consenso entrecruzado de este tipo? Tal es la clase de cuestiones a las que el liberalismo político trata de responder (2006, pp.13-14).

El liberalismo político responde a estas cuestiones trazando una distinción entre las doctrinas comprehensivas, esto es, los incompatibles puntos de vista que constituyen el pluralismo, y las concepciones políticas de la justicia. Estas últimas serían la base de justificación adecuada para el ejercicio del poder estatal al ser capaces de concitar un potencial consenso entrecruzado entre doctrinas comprehensivas razonables.

Una concepción política de la justicia se define mediante las siguientes características: (1) su objeto de aplicación, a saber, la estructura básica de la sociedad –las principales instituciones políticas, sociales y económicas–, (2) su modo de presentación: no es presentada como la aplicación de una doctrina comprehensiva general sino como un punto de vista independiente, y (3) su contenido: debe ser expresada en términos de ciertas ideas fundamentales y valores políticos que son considerados implícitos en la cultura pública de una sociedad democrática.2

La teoría de la justicia rawlsiana (justicia como equidad) es presentada como una alternativa posible dentro de una familia de concepciones políticas que podrían ser aceptables para una persona razonable dentro de una sociedad democrática. El concepto de persona razonable ha sido reconstruido por Wenar (1995) y su interpretación se ha convertido en una referencia ineludible, por lo tanto, me atengo a ella.3

Siguiendo a Wenar, la persona razonable estipulada por Rawls cuenta con dos facultades morales: la capacidad para poseer una concepción del bien (racionalidad) y la capacidad para poseer un sentido de la justicia (razonabilidad). La razonabilidad, en tanto facultad moral, consiste en la disposición a proponer principios y términos justos de cooperación social que ninguno de los afectados pueda rechazar razonablemente y a cumplir con ellos, siempre y cuando los demás sujetos también lo hagan.4 En el caso de las personas razonables, esta disposición está influida por el reconocimiento de las cargas del juicio, una serie de condicionamientos ineludibles al uso de nuestra razón (teórica y práctica), que son la fuente de la multiplicidad de concepciones del bien y doctrinas comprehensivas que dividen a las personas.5

Los individuos en pleno uso de sus facultades cognitivas, y en el contexto de las libertades propias de un régimen democrático, arriban a distintos puntos de vista sobre cuestiones religiosas, filosóficas y/o morales, con mayor o menor grado de generalidad.

Este pluralismo lleva a las personas razonables, que buscan establecer términos equitativos de cooperación que el resto de los involucrados no puedan rechazar razonablemente, a reconocer que la doctrina comprehensiva particular que abrazan no puede ser fundamento de una política pública aceptable para otros ciudadanos igualmente racionales y razonables. Esta imposibilidad se explica por las propias cargas del juicio, que implican la inexistencia de un criterio inapelable y unánime que permita distinguir públicamente entre doctrinas comprehensivas verdaderas y doctrinas comprehensivas falsas (Rawls, 2006, p. 92). Nótese que, de existir un criterio semejante, el pluralismo solo podría explicarse por deficiencias epistémicas de los agentes.6

Frente a esta imposibilidad, una concepción política de la justicia como la ofrecida por Rawls apela a la articulación de una serie de ideas y valores políticos presentes o implícitos en la cultura pública que son compartidos por todos los participantes racionales y razonables de una comunidad democrática. Esa es la base común a la que deben apelar los agentes políticos cuando buscan establecer términos de cooperación equitativos entre ciudadanos libres e iguales. Este modo de lidiar con el hecho del pluralismo razonable remite a un enfoque respecto de la legitimidad del ejercicio del poder estatal que Rawls denomina principio liberal de legitimidad.

Nuestro ejercicio del poder político es propia y consiguientemente justificable sólo si se realiza de acuerdo con una constitución, la aceptación de cuyas esencias pueda razonablemente presumirse de todos los ciudadanos a la luz de principios e ideales admisibles por ellos como razonables y racionales. Tal es el principio liberal de legitimidad (2006, p. 252).

De este principio de legitimidad, y dado el hecho del pluralismo razonable, se deriva una tesis según la cual el Estado debe ser neutral respecto de las distintas concepciones del bien sostenidas por sus ciudadanos. En otras palabras, de acuerdo con Rawls, el ejercicio del poder político es legítimo solo si es neutral, esto es, si opera con base en una concepción política de la justicia.7

Ahora bien, el compromiso con el principio liberal de legitimidad que profesan todas las personas razonables se expresa en los términos de un deber de civilidad que es –si seguimos a Montero (2009, p. 102)– el elemento medular de la concepción deliberativa de la democracia que Rawls propone. Dicho deber moral exige a los participantes del debate público democrático que expliquen a sus conciudadanos cómo las políticas y los principios por los que abogan pueden fundarse en los valores políticos de la razón pública (Rawls, 2006, p. 252).8

La razón pública puede concebirse como la deliberación de un pueblo democrático que decide sobre las cuestiones fundamentales de justicia política.9 Para que dicha deliberación sea posible, y no redunde en una mera imposición mayoritaria de los defensores de una doctrina comprehensiva sobre el resto del pueblo, los ciudadanos están limitados con relación al tipo de razones que pueden esgrimir frente a sus pares al momento de fundamentar sus propuestas y decisiones en la arena política. Es en virtud de cómo deben especificarse estos límites que pueden presentarse diferentes modelos de razón pública.

En The Idea of Public Reason Revisited (PRR), que constituye la presentación definitiva del modelo de razón pública rawlsiana, el autor afirma que el contenido de la razón pública está dado por una familia de concepciones políticas de la justicia (2001, p. 165). Es importante enfatizar el rasgo polifónico del contenido de la razón pública en Rawls, implícito en el uso del término familia. Resulta evidente que los tres rasgos compartidos por toda concepción política de la justicia, señalados anteriormente, permiten formular varias concepciones posibles. La concepción de justicia de Rawls solo sería una alternativa dentro de esta familia, cuyo parentesco estaría determinado por estos rasgos.10 Evidentemente, esta polifonía es producto de las distintas articulaciones e interpretaciones de valores políticos e ideas implícitas en la cultura pública democrática que podrían formularse. Cabe preguntarse, entonces, ¿cuáles son esos valores e ideas que servirían para formular concepciones políticas de justicia? Indudablemente, este es un asunto importante ya que de ello depende finalmente el contenido de la razón pública, y, en consecuencia, la legitimidad del ejercicio del poder coercitivo del Estado conforme al principio liberal de legitimidad.

Nótese que estos valores políticos e ideas implícitas deben permitir que toda persona razonable pueda formular una concepción política de la justicia que sirva como base de justificación de sus propuestas y decisiones en la arena política. Volveremos sobre este punto más adelante.

Rawls menciona dos ideas centrales: (1) la idea de los ciudadanos como personas libres e iguales, y (2) la idea de la sociedad como un justo sistema de cooperación en el tiempo. A simple vista, estas dos ideas supuestamente implícitas en la cultura política democrática podrían admitir múltiples interpretaciones, incompatibles entre sí. Rawls reconoce esta posibilidad (2001, p. 166), pero afirma que dichas interpretaciones están limitadas. Las concepciones políticas de la justicia aceptables para operar como base de justificación de acuerdo con el principio liberal de legitimidad deben, a los fines de dar cuenta de estas dos ideas, ser ellas mismas liberales y exhibir las siguientes características: (a) deben especificar una lista de derechos básicos, libertades y oportunidades, tales como aquellos que resultan familiares en los regímenes constitucionales; (b) deben asignar a esos derechos, libertades y oportunidades una prioridad especial, sobre todo en relación con las demandas derivadas del bien común y de valores perfeccionistas, y (c) deben adoptar medidas que aseguren a todos los ciudadanos una dotación adecuada de aquellos bienes instrumentales que les permitan hacer un uso efectivo de sus libertades (2001, p. 165).

Por lo tanto, el contenido de la razón pública rawlsiana solo admite concepciones políticas liberales de la justicia. Esto conlleva una consecuencia teórica significativa. Los ciudadanos que formularan concepciones políticas no liberales de la justicia estarían violando los límites de la razón pública y con ello estarían incumpliendo su deber de civilidad. En otras palabras, estarían actuando de manera irrazonable.

Ahora bien, dentro de la (ahora no tan polifónica) familia de concepciones políticas liberales de la justicia pueden converger distintos principios de justicia, diferentes interpretaciones y maneras de ponderar y equilibrar los valores políticos.

Rawls no ofrece una lista exhaustiva de cuáles son los valores políticos e ideas implícitas en la cultura pública democrática. A lo largo de PRR menciona, además de la idea de ciudadanos como personas libres e iguales y la idea de la sociedad como un justo sistema de cooperación en el tiempo, los siguientes valores: justicia, tranquilidad doméstica, defensa común, bienestar general, libertad para nosotros y para nuestros descendientes, igualdad de oportunidades, autonomía política, idea no moralizada de mérito, reproducción de la sociedad política en el tiempo, tolerancia, libertad de conciencia, paz, protección de derechos humanos.11

A esta lista podríamos incorporar otros valores, como el derecho a preservar la identidad cultural de la comunidad donde uno ha nacido, la estabilidad de la sociedad o la defensa de la vida humana. Estos últimos son valores e ideas que podrían rastrearse en la cultura política de cualquier sociedad democrática, y servirían para articular una concepción de la justicia liberal, dentro de los límites de la razón pública, y conservadora, opuesta al matrimonio homosexual, a la legalización del aborto y a la legalización del consumo de drogas. Este ejemplo sirve para mostrar la amplitud de la idea de razón pública formulada por Rawls, rasgo sobre el que nos detendremos al analizar la crítica de Vidiella.

Rawls reconoce que es necesario contar con algún criterio (test) que permita evaluar cuales son aquellos valores cuya invocación en el debate público podría ser aceptable razonablemente por otros (2006, p. 261). Sin embargo, admite que “la cultura política pública está obligada a contener ideas fundamentales diferentes que pueden desarrollarse de modos diferentes” (2006, p. 262). En consecuencia, cualquiera sea ese criterio, solo permitiría rechazar valores que evidentemente emergerían de la adopción de una doctrina comprehensiva particular.12

El contenido de la razón pública está dado por la mencionada familia de concepciones políticas liberales de la justicia, y, agrega Rawls, por creencias generales presentemente aceptadas, formas de razonar procedentes del sentido común, y por los métodos y las conclusiones de la ciencia, siempre que no resulten controvertidos (2006, p. 259). Estos últimos agregados conforman las orientaciones de la indagación pública.

Por lo visto, el agente político rawlsiano se encuentra considerablemente restringido. A los fines de justificar sus propuestas y elecciones concernientes a los temas de la estructura básica de su sociedad, dentro de los límites de la razón pública, solamente podría apelar a concepciones políticas liberales de la justicia y a las orientaciones de la indagación pública.

No obstante, Rawls denomina a esta interpretación de la razón pública “punto de vista excluyente”, y aclara que no es su interpretación preferida. Existe una interpretación alternativa, “punto de vista incluyente”, que permite que los ciudadanos apelen públicamente a su doctrina comprehensiva con la condición (proviso) de que dicha apelación refuerce el ideal de la razón pública dentro de esa comunidad (2006, p. 283).13

Existirían situaciones en las que la disputa sobre una cuestión controversial puede producir un resquebrajamiento de la amistad cívica y los ciudadanos pueden presentar dudas respecto de si sus adversarios políticos comparten los mismos valores políticos fundamentales. En esas situaciones, la explicitación del vínculo entre dichos valores y la doctrina comprehensiva razonable profesada por cada sector puede robustecer la mutua confianza y hacer notar que los términos de cooperación establecidos en esa comunidad no son el producto de un equilibrio de fuerzas o intereses sectoriales (un mero modus vivendi), sino de un consenso fundado en razones que no podrían rechazarse razonablemente por ningún miembro.

De acuerdo con Rawls, el punto de vista incluyente aplicaría no solo en contextos donde corre riesgo la estabilidad de una sociedad más o menos bien ordenada en torno a los valores de una concepción política liberal de la justicia (expresa en la constitución de dicha sociedad), sino también en contextos donde no existe ese consenso y las divisiones son profundas. Rawls menciona como ejemplos de este último tipo de conflicto a la lucha de los abolicionistas y a la lucha del movimiento de derechos civiles encabezado por el Dr. Martin Luther King Jr.

El argumento de Rawls en defensa del tipo de intervenciones públicas realizadas por estos sectores, que apelaban directamente a referencias bíblicas y argumentos relacionados a la ley natural, consiste en señalar que esas alusiones permitieron avanzar hacia el establecimiento de una sociedad bien ordenada en torno a los valores de una concepción política liberal de la justicia, y, por lo tanto, ayudaron a que se concretara el ideal de la razón pública, que no es otro que el de un pueblo democrático deliberando sobre las cuestiones políticas fundamentales con vistas al bien común (2006, p. 254).

III – La crítica de Vidiella

En PRR, Rawls sostiene que su presentación de una sociedad democrática ordenada en torno a la idea de razón pública debe concebirse en términos de una democracia deliberativa (2001, p. 162). Como ya hemos adelantado, la idea misma de deliberación, en el caso de un régimen democrático signado por el hecho del pluralismo razonable, requiere de alguna idea de razón pública que impida la imposición de una doctrina comprehensiva particular. Para Rawls eso solo puede lograrse limitando el debate público a una familia de concepciones políticas liberales de la justicia y a las orientaciones de la indagación pública, admitiendo solo excepcional y condicionalmente la introducción de razones no públicas provenientes de doctrinas comprehensivas particulares.14

La crítica de Vidiella que expondré a continuación se inscribe dentro de una interpretación habermasiana de la democracia, que entiende que cualquier limitación sustantiva preestablecida a la deliberación del pueblo atenta contra el carácter democrático de ese procedimiento decisor.

Dicha crítica puede desagregarse en dos tesis. La primera tesis, que podemos llamar tesis del autogobierno procedimental, afirma que la estipulación de contenidos sustantivos preestablecidos es incompatible con la autonomía política del soberano, que en el caso de una democracia deliberativa es el conjunto de ciudadanos libres e iguales (Vidiella, 2005, p. 32; 2006, p. 119). Conforme a esta tesis, la idea de razón pública propia de una democracia deliberativa debe ser abierta; debe permitir incorporar cualquier tipo de razones, y simplemente ser direccionada por el cumplimiento de reglas argumentativas puramente procedimentales que se encarguen de filtrar los contenidos que no satisfacen los principios de reciprocidad e imparcialidad implicados en una situación ideal de dialogo (2005, p. 33). Es en la propia deliberación procedimentalmente reglada donde se decide qué razones cuentan como públicas. Cualquier límite al debate desde el exterior (en este caso, desde la teoría rawlsiana) restringe la libertad de la ciudadanía, decisiva para la concepción deliberativa de la democracia (2005, p. 32).

La segunda tesis, que podemos llamar tesis sobre el uso crítico de la razón, está conceptualmente relacionada con la primera y afirma, siguiendo la crítica de McCarthy (1994), que la propuesta de Rawls congela las ideas y valores implícitos en la cultura política pública, juntamente con el modo de interpretarlos (2005, p. 33). Las personas razonables del esquema rawlsiano, que por definición quieren cumplir con el deber de civilidad, deben limitar el uso libre de su razón para no desafiar los valores y las creencias compartidas que cimentan la convivencia democrática de esa comunidad, y que definen su razón pública. Esta limitación contradice la dimensión crítica que debiera caracterizar al uso de la razón en el debate político. Es precisamente esa dimensión la que permite transformar estructuras básicas que se asientan en tradiciones injustas y excluyentes. Un simple repaso sobre las conquistas sociales más significativas del siglo XX bastaría para indicar que ninguna de ellas fue conseguida sin desafiar previamente las convenciones arraigadas de su tiempo.

Ambas tesis conforman una unidad compleja y atractiva contra la idea de razón pública de Rawls. Como puede verse, las dos remiten críticamente al carácter sustantivo de los límites de la razón pública cuyo contenido solo admitiría concepciones políticas liberales de la justicia y orientaciones de la indagación pública, con las excepciones posibles según el punto de vista incluyente. Ambas señalan derivaciones de la propuesta rawlsiana que entrarían en conflicto con una concepción propiamente deliberativa de la democracia.

A continuación, presentaré brevemente la concepción deliberativa de la democracia desde la que Vidiella objeta el planteo de Rawls, y, posteriormente, argumentaré por qué las dos tesis que conforman su objeción son inaceptables. En otras palabras, mostraré que la idea de razón pública defendida por Rawls no atenta contra el autogobierno democrático y no supone límites inaceptables al uso crítico de la razón.

IV – Rechazo a la crítica de Vidiella: defensa deliberativa de la idea de razón pública de Rawls

La democracia deliberativa refiere a una visión normativa de las bases de la legitimidad del ejercicio del poder político (Young, 2001, p. 672). Dicha visión suele ser presentada como una alternativa a la concepción agregativa de la democracia, también llamada, democracia de mercado (Vidiella, 2005, 2006, 2014).15

La concepción agregativa de la democracia, entre cuyos defensores pueden encontrarse figuras como J. Schumpeter, A. Downs y A. Przeworski, define la política como una competencia entre elites partidarias que compiten en el mercado electoral por el voto de ciudadanos pasivos y autointeresados, cuya participación política se reduce al momento del acto electoral. La fuente de legitimidad es el voto mayoritario, entendido como garantía de la maximización de preferencias relativamente fijas.16

Frente a este enfoque, la concepción deliberativa sostiene que la legitimidad radica en el razonamiento público de los ciudadanos, quienes participan de la toma de decisiones con el objetivo de promover el bien común. Frente a la negociación de individuos autointeresados supuesta por la visión agregativa, el ideal deliberativo propone el consenso sobre la base de razones públicas.

Los agentes políticos en una democracia deliberativa para defender sus propuestas buscan ofrecer buenos argumentos, que sean aceptables desde un punto de vista imparcial. En el proceso, dichos agentes están abiertos a modificar sus preferencias atendiendo a las razones expuestas por sus conciudadanos.

Indudablemente, el consenso unánime es poco probable en contextos prácticos que involucran necesidades urgentes e intereses contrapuestos, y el voto mayoritario suele ser visto como la manera más acorde de llegar a un resultado respetando la igual influencia de todos los afectados. Cualquier otra solución atentaría contra el carácter democrático de la democracia deliberativa. Sin embargo, para los deliberacionistas, el voto es la culminación de un proceso que lo dota de legitimidad, y no lo único que importa.

Ahora bien, cabe preguntarse por qué la deliberación es un procedimiento que dotaría de legitimidad a la decisión política. ¿Por qué deliberar y no simplemente agregar preferencias mediante el voto?

En la extensa literatura deliberacionista conviven diferentes respuestas a esta pregunta. Esquemáticamente, podríamos agrupar dichas respuestas en tres grupos. Algunos autores conciben a la deliberación pública como el medio epistémico más adecuado para producir los mejores resultados posibles en términos morales. Otros sostienen que no es por el resultado que debe valorarse la deliberación, sino por su valor intrínseco, al permitir que todos los afectados por una política formen parte del procedimiento decisor en calidad de libres e iguales. En tercer lugar, varios deliberacionistas combinan ambas justificaciones para eludir las consecuencias teóricas indeseables que se seguirían de la adopción pura de cada una de ellas por separado (Lafont, 2011; Olivares 2015).

Analizar exhaustivamente estas tres justificaciones de la democracia deliberativa excedería el alcance del presente trabajo. Sin embargo, su mera presentación nos permite hacer notar que todas ellas suponen ciertas precondiciones para que el valor que atribuyen a la deliberación pueda instanciarse. En otras palabras, ya sea que la deliberación sea un medio para producir los mejores resultados morales o un canal para expresar nuestro carácter autoral sobre una determinada decisión –o ambas cosas a la vez–, es necesario que los participantes estén en condiciones de deliberar. Podríamos distinguir tres precondiciones: actitudinales, discursivas y materiales.

Las precondiciones actitudinales remiten a las virtudes políticas que debe presentar un agente político en una democracia deliberativa. Estas pueden reducirse a la predisposición a escuchar tolerantemente las consideraciones expuestas por los conciudadanos tolerantes, la intención de fundar sus propuestas y elecciones políticas en razones que los demás participantes del proceso puedan reconocer como tales, y la motivación de promover términos de cooperación que sinceramente se creen como tendientes al bien común y no a la defensa de intereses sectoriales o individuales.

Según creo, toda propuesta deliberacionista debe presuponer cierto tipo de sujeto político, cuyas actitudes tiendan, generalmente, a permitir el funcionamiento de la deliberación. No hay deliberación posible sin ciudadanos dispuestos a deliberar. Las tres precondiciones actitudinales mencionadas apuntan en esa dirección.

Las precondiciones discursivas son aquellas libertades que permiten que un individuo formule y exponga sus propias razones en la deliberación sin amenaza de coerción. Estas libertades incluyen, entre otras, la capacidad del individuo para desenvolverse del modo que cree conveniente en el marco de la cultura de trasfondo, la posibilidad de reconocerse como miembro de asociaciones civiles y grupos políticos particulares, la garantía de no ser perseguido por sus opiniones ni creencias.

Las precondiciones materiales refieren al conjunto de bienes económicos, sociales y culturales que permiten que una persona desarrolle, lo que Bohman (1997) denomina su “capacidad deliberativa”. Para que un individuo pueda presentar propuestas, argumentos y temas en un foro deliberativo es necesario que tenga, al menos, sus necesidades básicas satisfechas (alimentación, vivienda, escolaridad, salud, etc.). Asimismo, este umbral de bienes necesarios para desarrollar la capacidad deliberativa varía conforme a las necesidades específicas de cada individuo y no puede determinarse de antemano. A modo de ejemplo, considérense las necesidades especiales de una persona adulta que no ha recibido educación escolar primaria para incorporarse satisfactoriamente al debate político.

Nótese que el incumplimiento de cualquiera de estas precondiciones atenta contra los valores intrínsecos y epistémicos de la democracia deliberativa. La deliberación no puede constituirse en un medio adecuado para la consecución de la verdad moral si sus participantes son intolerantes, no argumentan en términos que sus pares pueden encontrar aceptables, y/o buscan promover sus propios intereses privados. Tampoco puede instanciarse dicho valor epistémico si algunos miembros del procedimiento ven vulneradas sus libertades para formar y exponer sus razones, ya que el resultado se fundaría sobre una base informacional arbitraria e incompleta (Lafont, 2011, p. 27). Ciertamente, la capacidad epistémica de la deliberación también se encuentra negativamente afectada si alguna parte del cuerpo político no puede incorporarse satisfactoriamente al procedimiento por carecer de los bienes necesarios. Esto se debe a que, si las posibilidades de participar en el debate son pronunciadamente desiguales, los acuerdos cooperativos alcanzados en la arena pública tenderán inevitablemente a promover las metas y los planes de los sectores más aventajados, atentando contra la capacidad de la deliberación para rastrear, apelando a la figura de Habermas, “la fuerza del mejor argumento” (Montero, 2005, p. 123).

De igual modo, el incumplimiento de estas precondiciones atenta contra el valor intrínseco de la deliberación como garante del consentimiento de los afectados respecto de una decisión política. El incumplimiento de las precondiciones actitudinales impide que los individuos cuya propuesta no ha sido avalada por el voto mayoritario se reconozcan como miembros del soberano que ha promulgado una política contraria. Ningún individuo puede reconocerse como autor de una política estatal que lo coerciona, si esta se funda en un procedimiento en el que sus conciudadanos se comportaron de manera intolerante y no buscaron convencerle mediante razones que pudiera aceptar, sino que simplemente impusieron su mayoría y/o defendieron explícitamente sus intereses sectoriales o partidarios a la hora de votar.

Asimismo, cualquier restricción sobre las libertades para el ejercicio de la libre participación política de un individuo atenta contra la pretensión de que este reconozca que ha prestado su consentimiento a los resultados de un procedimiento que lo ha segregado.

En la misma dirección, el incumplimiento de las precondiciones materiales impide que el procedimiento pueda concebirse como la imagen de un pueblo decidiendo sobre su destino. Para retomar un lenguaje rousseauniano, la posibilidad de un proceso deliberativo para expresar la voluntad general depende de cierta limitación respecto de las desigualdades admisibles, a los fines de que nadie sea tan rico como para poder comprar a otro ni que nadie sea tan pobre como para verse forzado a venderse.

Los límites impuestos por la idea de razón pública de Rawls pueden concebirse como la garantía de que las precondiciones de la deliberación se cumplen. Como vimos, dichos límites están dados por una familia de concepciones políticas liberales de la justicia y las orientaciones de la indagación pública.

La tesis del autogobierno procedimental de Vidiella afirma que estos límites atentan contra la idea de autogobierno deliberativo. En palabras de Vidiella: “Si la idea de razón pública pretende recrear un ideal democrático de autogobierno, cabe preguntarse –junto con Habermas– hasta qué punto esta carga de contenidos sustantivos no desconoce la autonomía política del soberano” (2006, p. 119).

Ahora bien, si los límites de la razón pública en Rawls pueden concebirse como la expresión de las precondiciones que hacen posible el autogobierno deliberativo, entonces no constituyen una violación de dicha idea, sino su condición de posibilidad. Ante la pregunta “¿por qué los ciudadanos libres e iguales de una democracia deliberativa deben limitarse a discutir públicamente apelando a distintas concepciones políticas liberales de la justicia?”, un deliberacionista rawlsiano podría argumentar que ese es el único modo de guiar la discusión que permite satisfacer las precondiciones de una verdadera deliberación. Creo que el rawlsiano estaría en lo cierto.

En primer lugar, como hemos mencionado, que las concepciones de justicia que forman parte del debate público sean políticas implica que las razones que emergen de ellas no presuponen la aceptación de ninguna doctrina comprehensiva particular, sino la articulación de ideas y valores implícitos en la cultura pública de esa comunidad, y que, en consecuencia, son compartidos por todos sus miembros. En las sociedades modernas atravesadas por el hecho del pluralismo este límite de la razón pública estipulado por Rawls garantiza que los ciudadanos esgriman frente a sus pares razones públicas que pueden resultar aceptables para estos. Indudablemente, puede ocurrir que dichas razones sean rechazadas posteriormente o reconocidas en el marco de la deliberación como malas razones, pero no pueden ser descartadas de antemano como inaceptables, ya que son la expresión de un individuo que busca, conforme a una de las precondiciones actitudinales, ofrecer razones que no se fundan en su particular concepción filosófica, religiosa o moral, sino en valores compartidos.

En segundo lugar, que las concepciones políticas de la justicia a discutir sean liberales establece dos límites para las decisiones que puede tomar el soberano: (1) las decisiones que emergen del proceso deliberativo deben especificar y respetar una lista de derechos, libertades y oportunidades –como aquellos que resultan familiares en los regímenes constitucionales–, que tienen una prioridad especial respecto de consideraciones relativas al bien común y a valores perfeccionistas, y (2) deben asegurar a todos los ciudadanos una dotación adecuada de aquellos bienes instrumentales que les permitan hacer un uso efectivo de sus libertades.

Estas dos restricciones remiten a las precondiciones discursivas y materiales de una democracia deliberativa, respectivamente. Los derechos, libertades y oportunidades propios de un régimen constitucional son los que permiten que un individuo participe libremente en el procedimiento deliberativo. Como vimos, su violación atenta contra el valor epistémico e intrínseco de la deliberación. Un proceso decisor cuyo resultado implicara la negación de los derechos civiles y políticos de algún miembro del cuerpo político no puede ser visto como una deliberación entre libres e iguales, sino como la imposición de una mayoría circunstancial. Esto se debe a que dicha negación no podría fundarse en razones que todos los miembros del cuerpo político reconocieran como aceptables, especialmente aquellos que ven sus derechos vulnerados (Rawls, 2001, p. 162).

La dotación de los bienes que permiten hacer un uso efectivo de las libertades plantea restricciones respecto del conjunto de derechos económicos, sociales y culturales que pueden intencionalmente ser negados por una decisión democrática. En el marco de una democracia deliberativa no puede plantearse la posibilidad de que un sector de la sociedad no acceda a determinados bienes elementales que les permitan a esos sujetos continuar siendo miembros libres e iguales del cuerpo político. Una posibilidad semejante sería no solo inaceptable razonablemente para los miembros del sector vulnerado, sino también una negación explícita de las precondiciones de la propia deliberación futura.

Ahora bien, estas precondiciones llevan a lo que Carlos Nino denominó como “paradoja de las precondiciones de la democracia deliberativa” (1997, p. 193). Dicha paradoja puede presentarse brevemente del siguiente modo: si una democracia requiere, a los fines de volverse deliberativa, del cumplimiento de ciertos requisitos previos, dado que esos requisitos involucran cuestiones disputadas acerca de derechos económicos y sociales, entonces quedarían pocas cuestiones sobre las cuales deliberar posteriormente. De acuerdo con esta paradoja debemos optar entre, o bien una democracia con una agenda nutrida de temas controversiales a resolver, pero con una ciudadanía atravesada por desigualdades significativas, o bien una democracia cuyos ciudadanos estén en un pie de igualdad que garantizara su capacidad deliberativa, pero que solo tendría para resolver asuntos de mera coordinación social moralmente poco estimulantes (como el control de tránsito, la regulación de la venta de inmuebles, etc.).

La paradoja de las precondiciones ha sido objeto de múltiples análisis y, a juicio de Martí, es “inevitable y no tiene solución alguna” (2011, p. 42). Coincido con Martí en que el único modo de lidiar con esta paradoja es asumiendo una posición gradual, que busque establecer un equilibrio aceptable entre una mayor realización de las precondiciones de la democracia y un mayor rango de decisiones democráticas admisibles (2011, p. 51).

Un modo evidente de avanzar hacia ese equilibrio es estableciendo un umbral mínimo para el cumplimiento de las precondiciones que no podría ser vulnerado por ningún proceso democrático. Dentro de las precondiciones mencionadas hasta aquí solo las precondiciones materiales admiten una realización gradual (a diferencia de las precondiciones discursivas, que, o bien se cumplen en toda su magnitud, o bien no se cumplen) y revisable empíricamente (a diferencia de las precondiciones actitudinales, cuyo cumplimiento no es siempre explícito). Hasta donde alcanzo a ver, el umbral mínimo para el cumplimiento de las precondiciones materiales es el que está garantizado mediante el límite (2) establecido por el carácter liberal de las concepciones políticas de la justicia. Este umbral mínimo de bienes económicos, sociales y culturales es el que no puede vulnerarse intencionalmente por el soberano deliberativo. Esto –coincido con Vidiella– representa una restricción sustantiva al autogobierno democrático. Sin embargo, es este contenido mínimo el que permite garantizar que la decisión política sea producto de una verdadera deliberación, y no de una imposición mayoritaria, y que se busque preservar el proceso deliberativo en el futuro.

Ahora bien, este umbral mínimo de bienes es compatible con una agenda nutrida de temas relativos a ellos que deben resolverse mediante la deliberación, entre los que se incluyen los siguientes: ¿cómo garantizar ese umbral mínimo de bienes en el futuro?, ¿es posible elevar ese umbral de manera compatible con la igualdad política de todos los miembros de la comunidad?; una vez satisfecho el umbral mínimo, ¿debe optarse por maximizar los bienes económicos de cada ciudadano o los bienes culturales?

Nótese que el resultado político de la deliberación puede atentar fácticamente contra ese umbral mínimo de bienes. Por ejemplo, una decisión de política económica equivocada puede llevar a que un porcentaje de la población termine sumida en la pobreza. No obstante, esa decisión, dado que fue tomada en el marco de un procedimiento que cumplía con el umbral mínimo de bienes para todos los participantes, es producto de una deliberación entre libres e iguales. Posteriormente, las decisiones que se tomen para reparar el hecho de que algunos miembros de la comunidad han caído por debajo del umbral mínimo de bienes serán el resultado de un procedimiento que no puede considerarse deliberativo (puede ser una forma de poliarquía bien intencionada).

Este límite de la razón pública propuesto por Rawls simplemente descarta la posibilidad de incorporar concepciones políticas de la justicia que intencionalmente pongan en cuestión la garantía del umbral mínimo de bienes que permite que los ciudadanos participen satisfactoriamente del proceso de toma de decisiones.

Las precondiciones discursivas, aunque su cumplimiento no admite graduación, también permiten un margen para la deliberación. Rawls estipula que las concepciones políticas liberales de la justicia establecen una prioridad especial de los derechos, libertades y oportunidades respecto de consideraciones del bien común. Una prioridad especial no es una prioridad absoluta. Existen circunstancias extraordinarias en las que puede ofrecerse una justificación pública para restringir ciertas libertades políticas. El ejemplo más elocuente de este tipo de circunstancia es la emergencia sanitaria que, al momento de escribir este ensayo, afecta a la mayoría de los países del mundo –producto de la pandemia por la COVID-19–, y que demanda que libertades políticas fundamentales, como la libertad para manifestarse y reunirse, sean momentáneamente suspendidas en varios países.

Independientemente de que las razones públicas esgrimidas para restringir dichas libertades en el contexto de una pandemia sean o no buenas razones, el contexto permite reconocerlas como razones aceptables, esto es, dentro de los límites de la razón pública. La prioridad especial establecida por Rawls de estos derechos, libertades y oportunidades, que permiten que un individuo participe libremente de la deliberación, simplemente plantea una protección respecto de imposiciones mayoritarias arbitrarias y/o perfeccionistas. Asimismo, dadas las precondiciones actitudinales, la incorporación al debate de una propuesta que implique vulnerar las libertades políticas en contextos extraordinarios o de emergencia debe plantearse en términos que resulten aceptables para la totalidad de los afectados concebidos como libres e iguales. Por lo tanto, no podría producirse una violación de las libertades de una minoría específica, sino de la sociedad entendida como cuerpo colectivo, sin distinciones arbitrarias.

Por lo argumentado hasta aquí puedo afirmar que la tesis del autogobierno procedimental es errónea. Los límites de la idea de razón pública defendida por Rawls permiten el cumplimiento de las precondiciones actitudinales, discursivas y materiales de una democracia deliberativa. En otras palabras, permiten que tenga lugar el autogobierno del pueblo y no la imposición mayoritaria de un sector. Cualquier justificación por fuera de la familia de concepciones políticas liberales de la justicia conllevaría una violación de las virtudes políticas que deben suponerse por parte de los participantes del proceso deliberativo, una violación de los derechos, libertades y oportunidades que permiten que un individuo participe del debate público sin coerciones y/o el incumplimiento intencional del umbral mínimo de bienes necesario para que una persona se involucre satisfactoriamente en la toma de decisiones de un cuerpo democrático. Como vimos, cualquiera de estas tres consecuencias atentaría contra el valor epistémico y/o intrínseco de la deliberación.

Si mi argumento es convincente, el procedimentalismo deliberacionista habermasiano, en el que se inscribe Vidiella, también debe garantizar el cumplimiento de esas precondiciones. La diferencia con la propuesta sustantiva de Rawls radica en que la propuesta procedimentalista afirma que el seguimiento de reglas argumentativas formales por parte de los participantes bastaría para garantizar el cumplimiento de esas precondiciones, sin necesidad de contenidos prefijados.

Sería sencillo adscribir a Rawls cierto pesimismo respecto de la capacidad del pueblo para autolimitarse y a Habermas una pulsión democratizadora. Sin embargo, el punto central de la discusión entre ambos autores emerge con claridad frente a una posible mayoría que, siguiendo las reglas procedimentales propias del modelo habermasiano, decidiera atentar contra las precondiciones mismas de la deliberación. En ese caso, Rawls podría apelar al contenido sustantivo de su idea de razón pública para rechazar dicha decisión como ilegítima. Habermas, en cambio, debería o bien sostener que dicha decisión es irracional (contradictoria con los presupuestos de las propias acciones comunicativas de los participantes), o bien aceptar la validez de esa decisión. La primera alternativa descansa en una concepción controvertida sobre la racionalidad, que podría ser razonablemente rechazada por los miembros del cuerpo político que adhieren a una concepción alternativa de la racionalidad en el marco del pluralismo razonable descrito por Rawls. La segunda alternativa condena a Habermas a lo que Nino denominó un populismo moral, que identifica a la decisión mayoritaria con la corrección moral (1997, p. 165).

En resumen, la democracia deliberativa requiere del cumplimiento de ciertas precondiciones expresadas en la forma de un contenido sustantivo, en los límites que Rawls establece a la idea de razón pública. Solo si se cumplen dichas precondiciones, puede hablarse de un pueblo autogobernándose mediante la deliberación.

La tesis sobre el uso crítico de la razón, que afirma que la propuesta de Rawls congela las ideas y valores implícitos en la cultura política pública y el modo de interpretarlos, puede rechazarse remitiéndonos a evidencia textual en la que el propio Rawls reconoce que las interpretaciones de los valores políticos implícitos en la cultura pública democrática son materia de disputa permanente. En palabras de Rawls,

El liberalismo político no trata entonces de fijar la razón pública de una vez por todas bajo la forma de una concepción política favorita de la justicia. Este no sería un enfoque sensato. (…) Incluso si pocas concepciones dominan a lo largo del tiempo y una de ellas parece ocupar un lugar central, siempre hay varias formas permisibles de razón pública. Más aún, de vez en cuando se proponen nuevas variaciones y las antiguas dejan de estar representadas. Es importante que así sea. De lo contrario, las reivindicaciones de los grupos o los intereses vinculados al cambio social pueden ser reprimidos y carecer de expresión política apropiada (2001, pp. 166-167).

Como vimos, Rawls afirma que el contenido de la razón pública está dado por una familia de concepciones políticas liberales de la justicia. Esta pluralidad se explica por las diferentes interpretaciones y articulaciones de los valores políticos e ideas que están implícitas en la cultura pública democrática. Esta es la base de una justificación pública aceptable para el ejercicio del poder estatal en el marco del pluralismo razonable.

En PRR, Rawls sostiene que los valores políticos reciben su especificidad de las concepciones políticas liberales de la justicia (2001, p. 167). Así, por ejemplo, el valor político de la igualdad se instancia de diferentes maneras al interior de cada concepción.

Ahora bien, frente a una multiplicidad de sentidos y especificaciones que los diferentes valores pueden recibir al interior de una determinada concepción política liberal de la justicia, cabe preguntarse si existe una base verdaderamente común a la cual apelar para justificar las políticas. Esto es importante, ya que Rawls afirma que para que pueda producirse una justificación debemos partir de premisas que los otros puedan aceptar razonablemente y llegar a conclusiones que pensamos que ellos pueden aceptar a partir de esas premisas (Garreta Leclercq, 2012, p. 285).

Según creo, Rawls se encuentra frente a un problema teórico de difícil resolución, que podríamos denominar como paradoja de los valores compartidos. Para que los valores políticos implícitos en la cultura pública de una sociedad democrática sirvan como una base de justificación para el ejercicio del poder estatal deben admitir diferentes interpretaciones incompatibles entre sí. De lo contrario, cualquier limitación a las interpretaciones posibles de dichos valores podría concebirse como la imposición de una concepción política liberal de la justicia específica, lo que Rawls reconoce sería un enfoque poco sensato. Sin embargo, si dicha interpretación de los valores políticos es abierta, con la única condición de articularse en torno a una concepción política liberal de la justicia, entonces la justificación pública parece reducirse a la apelación a un lenguaje común sin una referencia conceptual precisa y mutuamente reconocible.

Un análisis detallado de esta paradoja será objeto de otro trabajo. En este punto solo me interesa señalar que este problema teórico se produce exactamente por aquellas características de la propuesta rawlsiana que permiten descartar la tesis sobre el uso crítico de la razón. La razón pública formulada por Rawls permite que se presente más de una respuesta razonable ante una cuestión particular. Esto ocurre, en palabras del autor, porque “hay muchos valores políticos y muchas maneras de caracterizarlos” (2006, p. 275).

El abordaje que Rawls realiza sobre la cuestión de la legalización del aborto en PRR permite rechazar de manera definitiva la tesis de Vidiella que estamos considerando. Rawls argumenta que frente a la cuestión del aborto pueden plantearse posiciones razonables e incompatibles. Para ello, cita en una nota al pie la opinión del cardenal Bernandin, quien justifica su oposición sobre el derecho al aborto con base en tres valores políticos. Si la justificación pública de Bernandin ganara una amplia adhesión en el foro deliberativo y el aborto se mantuviera como una práctica ilegal, dicha decisión sería legítima conforme al principio liberal de legitimidad. De la misma manera, el cardenal debería aceptar la legitimidad de la legalización del aborto si esta se fundara en una concepción política liberal de la justicia.

En clave deliberacionista, Rawls reconoce que la discusión pública sobre el aborto no se cierra después de una votación, por más que esta se produzca al final de un procedimiento deliberativo. Los católicos pueden, en sintonía con la razón pública, continuar su debate contra el derecho al aborto (2001, p. 194). El punto es que ambos sectores reconozcan la legitimidad de la opción ganadora cuando esta se produce después de un intercambio de razones públicas y no pretendan resistir violentamente la determinación del cuerpo político. Esto último sería irrazonable, ya que implicaría desconocer la voluntad de una mayoría de ciudadanos libres e iguales.

Por lo dicho hasta aquí, la idea de razón pública rawlsiana es considerablemente inclusiva y permite incorporar posiciones incompatibles sobre cuestiones controversiales. Este carácter inclusivo puede resultar en una ampliación de los temas que competen paradigmáticamente a la razón pública. En esta línea avanza el propio Rawls cuando considera la incorporación de la institución familiar como parte de la estructura básica (2001, p. 181).

Por otro lado, la referencia al debate sobre el aborto muestra que Rawls no establece una escisión tajante e inaceptable entre la cultura política pública y el trasfondo cultural. Indudablemente, las personas forman sus convicciones y creencias profundas en el marco de las relaciones que establecen en el trasfondo cultural. El punto que busca enfatizar Rawls es que una vez que nos incorporamos al debate público democrático para decidir sobre cuestiones de la estructura básica que afectan a todos los miembros del cuerpo político debemos justificar públicamente nuestras posiciones en términos de razones que los demás afectados puedan reconocer como aceptables. Solo si cumplimos con esta condición, los reconocemos como ciudadanos libres e iguales, merecedores de nuestra consideración y respeto.

Dada la “paradoja de los valores compartidos”, estas razones públicas son tales que pueden ser fácilmente ofrecidas por todas las personas razonables, independientemente de las doctrinas comprehensivas razonables que profesan. Simplemente bastaría con apelar a un lenguaje común referido a valores cuya aceptación podemos presumir razonablemente por parte de nuestros pares.17 Estos pueden no compartir la interpretación o ponderación particular que realizamos de dichos valores, pero no pueden descartarlos de antemano como irrazonables si es que se articulan en torno a una concepción política liberal de la justicia. Si cumplimos con esta condición, nuestros conciudadanos pueden argumentar que nuestra justificación está fundada en malas razones o en razones poco convincentes, pero no en razones irrazonables. Este límite entre lo razonable y lo irrazonable es todo lo que le compete trazar a una idea de razón pública.18

V – Conclusión

En este trabajo he argumentado que la crítica de Vidiella a la idea de razón pública defendida por Rawls debe rechazarse. Dicha crítica, que representa uno de los intentos más atractivos por objetar la propuesta democrática rawlsiana, puede desagregarse en dos tesis: tesis del autogobierno procedimental y tesis sobre el uso crítico de la razón. Sostuve que cada una de ellas es inaceptable.

Con relación a la primera, afirmé que los límites de la idea de razón pública de Rawls, definidos por la familia de concepciones políticas liberales de la justicia y las orientaciones de la indagación pública, expresan un contenido sustantivo que garantiza el cumplimiento de las tres precondiciones (actitudinales, discursivas y materiales) de la democracia deliberativa. En consecuencia, dichos límites no representan una negación del autogobierno deliberativo, sino que lo constituyen como tal.

Argumenté que la segunda tesis puede rechazarse si se apela a la evidencia textual del propio Rawls, quien insiste, especialmente en PRR, que la razón pública está compuesta por una familia de concepciones políticas liberales de la justicia, producto de diferentes interpretaciones y ponderaciones de los valores políticos implícitos en la cultura pública democrática. Señalé que este rasgo implica, por razones diametralmente opuestas a las presentadas en la tesis, una paradoja teórica de difícil resolución (paradoja de los valores compartidos).

Por las consideraciones expuestas hasta aquí me permito concluir que la idea de razón pública defendida por Rawls es compatible con una concepción deliberativa de la democracia.

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Notas

1 No puedo detenerme a analizar si efectivamente A Theory of Justice presenta los problemas señalados por el propio Rawls, relativos a la conexión entre su concepción de justicia y una doctrina comprehensiva específica, y el respectivo inconveniente que esta conexión conllevaría para la estabilidad de esa concepción de justicia en una sociedad signada por el hecho del pluralismo. Barry (1995) argumenta que la presentación original de la teoría de la justicia rawlsiana no incluye los problemas atribuidos por su autor. Creo que la posición de Barry es equivocada por las razones expuestas por Seleme (2001), que sirven de justificación de la empresa teórica que Rawls encara en Political Liberalism.
2 Para la reconstrucción de los rasgos de una concepción política de la justicia sigo a Garreta Leclercq, Mariano, Legitimidad política y neutralidad estatal, Buenos Aires, Eudeba, 2007. Una presentación completa se encuentra en Rawls, John, Liberalismo Político, Barcelona, Crítica, 2006, pp. 41-45.
3 De igual modo lo hacen, Rivera López (1997), Vidiella (2006), Garreta (2006, 2010) y Vaca y Mayans (2014). Tal como señala Freeman (2007), el concepto de persona razonable constituye una clave de interpretación respecto de otros usos de la idea de razonabilidad en Political Liberalism (p. 346). Así, el concepto de doctrina comprehensiva razonable, que podría ser partícipe de un consenso entrecruzado, se entiende más claramente como la doctrina comprehensiva que abrazaría una persona razonable. Esta misma idea es desarrollada por Nussbaum (2014, p. 13).
4 Rawls reconoce que esta presentación de la razonabilidad está inspirada en el contractualismo moral de T. M. Scanlon, y que, a su vez, permea la motivación moral que presentaría toda persona razonable (2006, p. 80). A los fines del presente trabajo, no me detendré específicamente en el problema de la motivación moral. Sin embargo, cabe mencionar que Vidiella ha analizado la importancia de ese supuesto para la estabilidad de la concepción de justicia rawlsiana frente al recurso del consenso superpuesto, en Vidiella (2006). La idea de persona razonable también supone, además de una psicología moral razonable, el reconocimiento de los elementos propios de la concepción de objetividad del constructivismo político.
5 Las cargas del juicio están especificadas en Rawls (2006, pp. 87-88). Rawls admite que la lista no es completa, sino que aspira a identificar las fuentes más obvias del desacuerdo moral, filosófico y/o religioso entre personas razonables.
6 Vidiella señala atinadamente que la idea de persona razonable ha sido objeto de controversias, principalmente con relación a las implicancias de aceptar las cargas del juicio por parte de los agentes políticos (2005, p. 27). Algunos autores entienden que el reconocimiento de las cargas del juicio conlleva un compromiso con algún tipo de falibilismo, aunque Rawls rechace explícitamente esta conexión. Entre ellos, Wenar (1995), Barry (1995) y Rivera López (1997). En la presentación que hago de las cargas de juicio no adhiero a esta línea. Simplemente señalo que el reconocimiento de las cargas del juicio debe llevar a las personas razonables a reconocer que su propia doctrina comprehensiva no puede servir de base para justificar políticas públicas aceptables para el resto de los ciudadanos, independientemente de que esta pueda ser verdadera. Esta línea interpretativa no falibilista sobre el alcance de las cargas del juicio en liberalismo político ha sido desarrollada y defendida por Garreta Leclercq (2001, 2010, 2012).
7 Esto es lo que Kymlicka denomina neutralidad de justificación, en oposición a una neutralidad de resultados que obligaría al estado a promover todos los ideales de buena vida de sus ciudadanos (1989, pp. 883-884). De acuerdo con Rawls, “los ciudadanos, en tanto que libres e iguales, tienen una participación igual en el poder político y coercitivo colectivo de la sociedad, y todos están igualmente sujetos a las cargas del juicio. No hay, pues, razón alguna por la que cualquier ciudadano, o asociación de ciudadanos, debiera tener derecho a usar el poder político estatal para decidir cuestiones constitucionales esenciales o cuestiones de justicia básica según las directrices de la doctrina comprehensiva propia de esa persona o asociación” (2006, pp. 92-93).
8 Rawls subraya que el deber de civilidad tiene un carácter estrictamente moral. Cualquier intento de legalizar dicho deber atentaría previsiblemente contra la libertad de expresión (2001, p. 160).
9 Rawls no es taxativo respecto de las personas a quienes aplicaría la idea de razón pública. En principio, solo estarían alcanzados por los límites de la razón pública los miembros de las tres partes del “foro político público”, a saber, los jueces al fundamentar sus sentencias, los legisladores y funcionarios, y los candidatos a ocupar los cargos anteriores, en oposición a los miembros de la “cultura de base” (2001, p. 159). Sin embargo, suele resaltar la importancia de que todos los ciudadanos, independientemente de su cargo, se atengan a la idea de razón pública al participar del ámbito de influencia y toma de decisiones políticas. Es explícita esta ampliación cuando Rawls menciona que la razón pública también rige el modo en que los ciudadanos han de votar en las elecciones (2006, p. 250). Creo que la interpretación definitiva de la literatura rawlsiana con relación a este asunto dependerá de la adscripción de Rawls al bando de los defensores de la concepción deliberativa de la democracia o al de los defensores de la democracia representativa tradicional. Ciertamente, hay evidencia textual para ambas interpretaciones.
10 Otras concepciones políticas de la justicia serían, de acuerdo con Rawls, la concepción discursiva de Habermas y las concepciones católicas de John Finnis y Jacques Maritain expresadas en términos de valores políticos (2001, pp. 166-167).
11 Estos valores pueden encontrarse mencionados en Rawls (2001, p. 168, p. 170, p. 171, p. 175, p. 190, p. 194).
12 En palabras de Rawls (2006, p. 262), “Evidentemente, podemos encontrarnos con que, en realidad, los demás no lleguen a aceptar los principios y orientaciones que nuestro criterio selecciona. Es posible que eso ocurra. Pero la idea es que debemos tener un criterio de esta clase, y eso basta ya para imponer una disciplina considerable en la discusión pública. No de todo valor se puede decir razonablemente que pasa ese test, o que es un valor político”.
13 Por “ideal de razón pública” debe entenderse, simplemente, la situación en la que los participantes del debate público referido a la estructura básica restringen su accionar político al contenido de la razón pública, que está dado por la familia de concepciones políticas liberales de la justicia y las orientaciones de la indagación pública (Rawls, 2001, p. 159).
14 En Political Liberalism, Rawls afirma que la contracara de las razones públicas (las consideraciones que apelan a concepciones políticas liberales de la justicia y a las orientaciones de la indagación pública) no son las razones privadas, sino las razones no públicas (2006, p. 255). En clave pragmatista, Rawls descree de la idea de razones puramente privadas. Las razones no públicas serían aquellas que corresponden al trasfondo cultural de la sociedad, en el que conviven las asociaciones propias de la sociedad civil: iglesias, universidades, círculos artísticos, científicos, etc.
15 Ciertamente, la democracia deliberativa cabe entenderla no solo como una alternativa a la democracia de mercado, sino también a todo modelo que conciba la vida política como puja por la hegemonía y no como la construcción colectiva del bien común entre ciudadanos libres e iguales, entre estos modelos el más extendido en la teoría política contemporánea es, probablemente, el modelo de democracia agonista defendido por Chantal Mouffe. Ver Vidiella (2014) y Olivares (2014) para un panorama del debate entre agonismo y deliberación.
16 La democracia de mercado ha sido defendida no solo como un enfoque descriptivo realista de la vida política en las democracias contemporáneas, sino en términos normativos, como el modelo más adecuado para resolver disputas políticas de manera pacífica. Puede encontrarse una defensa de un modelo minimalista de la democracia inspirado en Schumpeter en Przeworski (1997).
17 En línea con esta idea Rawls afirma: “pero entonces surge un problema: yo he asumido hasta el momento que los ciudadanos sostienen doctrinas religiosas y filosóficas comprehensivas, y algunos pensaran que los valores no políticos y trascendentes constituyen el verdadero fundamento de los valores políticos. ¿Acaso esa creencia no lleva a que nuestra apelación a los valores políticos resulte insincera? No. Esas creencias comprehensivas son plenamente consistentes con las tres condiciones mencionadas antes. El que pensemos que los valores políticos tienen alguna fundamentación ulterior no significa que no aceptemos esos valores o que no estemos dispuestos a respetar la razón pública” (2006, p. 277). Las tres condiciones mencionadas son formuladas por Rawls de la siguiente manera: “Digamos que respetamos la razón pública y su principio de legitimidad cuando se satisfacen tres condiciones: (a) concedemos muchos peso al ideal que ella prescribe, (b) creemos que la razón pública es convenientemente completa, esto es, creemos que al menos para la gran mayoría de las cuestiones fundamentales, si no para todas, alguna combinación de los valores políticos y algún balance entre ellos bastara para obtener una respuesta razonable, y (c) creemos que la particular concepción que nosotros proponemos, y la ley o la política basadas en ella, expresan una razonable combinación y un balance razonable de esos valores” (p. 276). Posteriormente, Rawls utiliza una expresión que reafirma lo expresado en este artículo, esto es, que la justificación pública constituye una apelación a un tipo de lenguaje común sin referencia conceptual precisa y mutuamente reconocible: “Al afirmar las tres condiciones aceptamos el deber de apelar a valores políticos como deber de adoptar cierta forma de discurso público” (p. 277).
18 Rawls afirma que ciertos balances de valores políticos son irrazonables a priori, y por lo tanto no respetan los límites de la razón pública. Esta afirmación le permite a Rawls descartar como irrazonable cualquier oposición al derecho al aborto en el primer trimestre de embarazo (2006, pp. 278-279). La misma idea, con matices, fue defendida más recientemente por Vaca y Mayans (2014). Rawls rectificó esa posición en PRR, asumiendo que puede existir una ponderación de valores políticos razonable que lleve a una persona razonable a oponerse al derecho al aborto en el primer trimestre (2001, pp. 193-194). Creo que esta rectificación es consistente con su propuesta general. Todas las posiciones que respetan los límites de la razón pública deben considerarse razonables. Cualquier limitación sustantiva adicional supondría la imposición de una concepción política liberal de la justicia específica, lo que resultaría, a juicio del autor, poco sensato. La determinación sobre qué interpretación y ponderación de valores políticos es más razonable que otra, una vez que todas las que respetan los límites de la razón pública lo son, dependerá del voto mayoritario del pueblo. Cualquier intento por cerrar el debate de antemano es, en sí mismo, irrazonable.

Recepción: 01 Mayo 2021

Aprobación: 01 Septiembre 2021

Publicación: 01 Junio 2022

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