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Revisitando la Teoría Política del Discurso
Resumen: En el presente artículo de investigación revisamos las principales categorías conceptuales de la Teoría Política del Discurso, tales como discurso, antagonismo, dislocación, relativa estructuralidad, hegemonía y articulación política, entre otras, para luego indagar sobre la especificidad de un populismo y su relación con las instituciones democráticas-liberales. Concluimos que en la singularidad de una articulación populista podemos encontrar la superposición de tres lógicas políticas: lógica regeneracionista, lógica de la inclusión radical y lógica del exceso. Además, que es necesario dejar atrás el par dicotómico entre populismo e institucionalismo para pensar la posibilidad de una institucionalidad populista que reactualice la frontera política interna a lo social.
Palabras clave: Populismo, Instituciones democráticas-liberales, Inclusión radical, Exceso.
Revisiting the Political Theory of Discourse
Abstract: In this research article we review the main conceptual categories of the Political Theory of Discourse, such as discourse, antagonism, dislocation, relative structurality, hegemony, political articulation, among others, to then inquire about the specificity of a populism and its relationship with liberal-democratic institutions. We conclude that in the singularity of a populist articulation we can find the superposition of three political logics: regenerationist, logic of radical inclusion and logic of excess. In addition, it is necessary to leave behind the dichotomous pair between populism and institutionalism to think about the possibility of a populist institution that updates the internal political border to the social.
Keywords: Populism, Liberal-democratic institutions, Radical inclusion, Excess.
I. Introducción
La Teoría Política del Discurso adquiere centralidad en el debate de la ciencia política luego de la publicación conjunta de Laclau y Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, a fines de la década de los ochenta. La caída del muro de Berlín, así como también la disolución de la URSS, marcaron cierto agotamiento de la era moderna con sus múltiples consecuencias. Durante la Guerra Fría el enfrentamiento y la disputa política de dos sistemas de organización social, el capitalismo –encabezado por los Estados Unidos– y el socialismo –encabezado por la URSS–, se disolvió luego de 1991 en un capitalismo infinito que, a lo largo de todos estos años, fue mutando sus formas. En un mundo unipolar, luego de la derrota de los socialismos realmente existentes, las certezas del marxismo y sus derivaciones perdieron gravitación y consistencia. La cultura global, y cierta teoría política también, rechazaron los metarrelatos fundantes de la modernidad: el racionalismo, cualquier tipo de esencialismo, el economicismo, los sistemas totales, entre otros. La clase, como fundamento último de la transformación social, no podía dar cuenta de la complejidad del mundo post Guerra Fría. Como una respuesta posible a la pérdida de rumbo de las izquierdas y a cierto esencialismo marxista, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe presentaron Hegemonía y estrategia socialista. Más tarde, Laclau se centró en los estudios sobre el populismo recuperando la deconstrucción del marxismo que tuvo ocasión en la obra conjunta con Mouffe. La razón populista (Laclau, 2013) es una defensa práctica y una exhaustiva argumentación teórica-analítica sobre una categoría ampliamente bastardeada como lo fue y lo es el populismo.
Revisaremos y proporcionaremos una interpretación novedosa de ciertas categorías teóricas-analíticas de la TPD, tomando como referencias diferentes autores y autoras inscriptos en esta perspectiva. El marco conceptual sistematizado y el complejo categorial construido en este artículo pueden servir como guías para futuras investigaciones, análisis políticos y construcción de programas políticos concretos. En especial, aquellos procesos que fueron llamados comúnmente como populismos en toda la región latinoamericana.
II. Categorías de la Teoría política del discurso
Para la TPD el discurso es constitutivo de lo social, es decir el presupuesto ontológico de cualquier orden político-social (Laclau y Mouffe, 2011). En este sentido, Laclau y Mouffe sostienen que el discurso está constituido por elementos lingüísticos y extralingüísticos –es decir por la lengua y los signos, como también por prácticas sociales, instituciones, rituales, etc.– que posibilitan los procesos de significación social, por ende, al discurso lo entendemos como una materialidad y no como un proceso mental o ideal. Este último aspecto es muy importante ya que permite comprender cabalmente la noción de discurso que manejan: no se niega la existencia de los objetos y de los entes –lo que nos aleja de cualquier forma de idealismo–, sino más bien lo que se destaca es el significado de los entes, de los objetos, de los procesos políticos y sociales y, en definitiva, de la realidad. En este sentido, podríamos decir, que la existencia social de los objetos y de los entes, es decir su introducción al mundo socio-simbólico, está posibilitada por el discurso. El discurso se constituye como un sistema siempre abierto de relaciones complejas entre diferencias, las cuales cobran su significado en la misma relación –de similitud y/o de oposición– con las otras diferencias –es decir que no existe algo así como una esencia, o un principio subyacente o un sujeto trascendente que proporcione el significado último de las diferencias–. Decimos sistema siempre abierto porque a partir de Derrida (2012), sabemos que toda estructura está descentrada ya que no es posible presuponer un centro a partir del cual se puedan deducir –en tanto momentos internos de dicha estructura– los procesos parciales de una cierta estructura. El discurso solo mantiene vigente la función del centro, pero sin estar necesariamente encarnado en alguna diferencia esencial o predefenida.
La apertura de la estructura o de lo social o del sistema de significación permiten introducir la contingencia de todo discurso y su incompletitud. En este sentido, todo discurso se enfrenta a otros discursos que se traban en lucha por la significación de los objetos y de la realidad (lo que Laclau y Mouffe denominan campo general de la discursividad). Estos otros discursos no son una simple diferencia más que pueda ser integrada al sistema de significación, son una amenaza real al sistema en sí mismo. Entonces el cierre, la sutura, el centro y la positividad son imposibles. Pero es necesaria la función de centro, cierre y sutura, es decir su representación simbólica: el discurso viene a cumplir dicha función al proporcionar cierta fijación parcial y precaria a la inestabilidad constitutiva de las significaciones. Entonces, un discurso es un sistema siempre abierto –ya que se encuentra expuesto a otros discursos– de diferencias que intenta estabilizar y proporcionar un cierre precario a la proliferación de dichas diferencias y, a partir de allí, otorgar ciertos significados a las mismas. Por ejemplo, en Argentina el kirchnerismo puede ser considerado un discurso, como así también el neoliberalismo, ya que intentaron estabilizar y cerrar de manera precaria el sistema de significaciones en un sentido específico y, en este caso particular, amenazados uno por el otro.1 Tanto el discurso kirchnerista como el discurso neoliberal se constituyeron como amenazas recíprocas e integraron a partir de ciertos significantes nodales –puntos de fijación parciales de sentido– determinadas diferencias –o identificaciones políticas– como un momento interno más del sistema de significación. En definitiva, un discurso es una serie de relaciones entre las diferencias que componen ciertas regularidades significativas.
En la perspectiva que exponemos existe una primacía de lo político por sobre lo social (Laclau, 2000), en el sentido de que es la política la que instituye cualquier orden social, como ya lo hemos expresado. Ahora bien, ¿cómo es posible trastocar aquello sedimentado en lo social? La dislocación es aquello que interrumpe la lógica de la repetición que gobierna lo social. La dislocación es lo que muestra la falla o falta de la estructura y, por tanto, abre la posibilidad de construir un nuevo orden político sin ningún tipo de contenido a priori. Consideremos dos aspectos de la dislocación que están íntimamente relacionados. Un aspecto temporal-acontecimental –que es aquel que apunta Laclau (2000) en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo– y un aspecto ontológico. En relación con lo primero, podemos decir que la categoría de dislocación se asemeja a la de crisis orgánica de la que hablaba Gramsci (2014),2 en donde, a partir de la emergencia de uno o varios antagonismos, las identificaciones son amenazadas y los marcos de inteligibilidad del orden social son puestos en jaque: aquí la dislocación está más asimilada a un momento o a un acontecimiento. Este momento o acontecimiento dislocatorio sucede en condiciones precisas y de relativa estructuralidad, por lo que no surge de la nada y tampoco da lugar a todas las posibilidades –lo que implica afirmar, también, que no desaparece todo cuadro simbólico–.
El otro aspecto de la dislocación refiere a la condición de toda estructura: cualquier estructura es una estructura dislocada; sin embargo, en ciertos momentos muestra su falta. Son estos momentos los estrictamente políticos donde se interrumpe parcialmente la repetición de lo social y es posible imaginar –también parcialmente– nuevos órdenes. En este sentido más ontológico pareciera que en algunos pasajes de la obra de Laclau se equipara la dislocación con el antagonismo (o, más precisamente, con la emergencia de los antagonismos) y lo político. Focalicemos en el aspecto temporal. Laclau (2000) dice que “la dislocación es la forma misma de la temporalidad” (p. 67), es decir aquello que desconfigura, arranca y traumatiza las posiciones espaciales de las identificaciones por lo que, en nuestra interpretación, su principal efecto es ampliar el campo de lo posible. Como dijimos, una dislocación no tiene que ver con la lógica espacial en donde una crisis orgánica, por ejemplo, puede ser reabsorbida por la misma estructura, sino que tiene más que ver con la posibilidad de poner en evidencia y dar cuenta del(los) antagonismo(s). Un ejemplo de un proceso dislocatorio fue la crisis institucional, económica, política, social y cultural de diciembre del año 2001 en Argentina, que ocasionó la renuncia del por entonces presidente Fernando De la Rúa y la sucesión de cuatro presidentes en poco menos de dos semanas. Este proceso dislocatorio abrió la posibilidad para una nueva reconfiguración hegemónica de la comunidad, lo cual, sin embargo, era radicalmente contingente. Como dice Muñoz (2010), la dislocación de fines de 2001 permitió la apertura del régimen neoliberal para que emerjan otras posibilidades de orden. Este es un efecto importante de los procesos dislocatorios, abrir el imaginario de lo posible.
La ontología de lo político en esta perspectiva es el antagonismo. Laclau (2000) lo define como el “límite de toda objetividad social” (p. 34), es decir como un tipo particular de relación que muestra la contingencia de la estructura descentrada. La relación antagónica implica la intervención de una exterioridad constitutiva a la totalidad social, es decir de otra totalidad fallida que amenaza y, al mismo tiempo, es condición de posibilidad de la propia existencia. El antagonismo devela el carácter radicalmente relacional de cualquier identificación: el otro define lo que soy y, a la vez, amenaza la propia existencia. Como el antagonismo, a través del exterior constitutivo, amenaza y posibilita la propia identificación, el antagonismo, al mismo tiempo, muestra y pone en escena la contingencia de cualquier orden social. Lo contingente subvierte a lo necesario. El momento de la necesidad –o de la totalización u objetivación relativa–, no es completamente desplazado por la contingencia, sino que el antagonismo pone en evidencia la precariedad de aquello que se presenta como necesario, es decir los límites de la necesidad –pero el antagonismo en tanto condición de posibilidad de existencia de la identificación también requiere de la necesidad en tanto momento de sutura parcial–.
La pregunta clave para pensar el antagonismo en base a Laclau y Mouffe es: ¿cómo construir un orden político en donde el antagonismo sea constitutivo pero, a la vez, la eliminación lisa y llana del otro no sea una posibilidad real? Laclau propuso la categoría de exterior constitutivo –no cabría la posibilidad del exterminio porque dejaría de ser posible la identificación misma– y Mouffe (2011) elaboró la categoría de agonismo en tanto mecanismo de transformación, domesticación, disciplinamiento y control del antagonismo por parte de las instituciones democráticas. La respuesta a esta pregunta nos lleva a una de las categorías más importantes del marco conceptual propuesto: la hegemonía.
La hegemonía se inscribe, según Laclau, en un abanico de prácticas más generales, las prácticas articulatorias, que implican que la relación que se entabla entre diferentes elementos transforma a los mismos, es decir, lo articulado es transformado por la misma práctica articulatoria. La participación de toda práctica hegemónica dentro del campo general de la articulación permite presuponer la estructura fallida o dislocada. En simultáneo, la hegemonía se constituye en el campo del antagonismo, es decir a partir del trazado de una frontera antagónica –siempre inestable y móvil– con otro discurso que también se pretende hegemónico. La relación hegemónica es aquella por la cual un contenido particular pasa a ser el significante de la plenitud ausente y necesaria, es decir de la universalidad fallida. Es la operación política por excelencia por la cual un particular asume la encarnación de un universal imposible. En la hegemonía están implicadas dos lógicas de actuación que están constantemente en tensión: la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. Si por la primera se afirma la particularidad de cada diferencia, es decir su contenido singular, su reivindicación concreta y gremial, la segunda subvierte a la primera posibilitando la equivalencia de todas las diferencias en función de la antagonización con el exterior constitutivo excluido de la comunidad. La equivalencia de las diferencias está posibilitada por una negatividad, por aquello que todas las diferencias no son en relación a lo excluido, es decir, por la oposición al sistema o al bloque del poder. Mientras la lógica de la equivalencia se extienda, más potente será el significante que encarne la totalidad fallida, o la falta comunitaria y, a la vez, las diferencias, sin dejar de ser diferencias, tenderán a disminuir su intensidad diferencial.
En la perspectiva de Laclau, el funcionamiento de la hegemonía se produce a través del despliegue de la lógica de la equivalencia por medio de los significantes tendencialmente vacíos, es decir, significantes que a partir de ciertos desplazamientos de los significados representan la imposibilidad de la sociedad, la falta constitutiva, el vacío. Estos significantes están dispuestos a, fallidamente, representar y encarnar la exclusión antagónica y su anverso, la plenitud ausente. Un particular, al representar un universal fallido, vacía parte de su significado –particularidad o diferencialidad– para encarnar la universalidad imposible y necesaria, es decir la sutura parcial y precaria de la comunidad. Este significante tendencialmente vacío –porque siempre queda un resto o residuo de particularidad– se convertirá en el locus o en la superficie de inscripción del resto de las diferencias o reivindicaciones particulares y, como dijimos, mientras más diferencias se inscriban más vacío se tornará el significante. Esta noción de hegemonía revela la contingencia y arbitrariedad de todo orden social. En última instancia, cualquier orden social está soportado en una decisión discrecional que se impone a partir de la exclusión de la infinitud de otras decisiones y alternativas de orden.
Por ejemplo, el significante kirchnerismo en Argentina se tornó hegemónico a partir de la lógica de la diferencia y de la lógica de la equivalencia. Las identificaciones de los Organismos de Derechos Humanos, de los movimientos sociales, del sector mayoritario del movimiento obrero y, posteriormente, de la juventud, se articularon en torno al nombre kirchnerismo, cediendo parte de su diferencialidad para construir lazos de equivalencia en antagonización con el discurso neoliberal, el exterior constitutivo. Dos cuestiones muy importantes se derivan de nuestra categoría de hegemonía. Si la hegemonía se constituye a partir de un significante nodal (tendencialmente vacío) que permite darle una solidez y una coherencia parcial al orden social, ¿bajo qué condiciones podría emerger una nueva hegemonía y cómo permanecería en el tiempo? La segunda cuestión: ¿a qué hacemos alusión cuando referimos a las diferencias o particularidades?
Siguiendo a Sebastián Barros (2006), la relativa estructuralidad es el proceso de sedimentación de la estructura fallida. Cuando una formación hegemónica logra algún grado de regularidad y repetición en el tiempo se convierte en una estructuralidad relativa que impregna e irradia a la totalidad social o al campo de la discursividad. Las condiciones de posibilidad para una nueva hegemonía van a estar ligadas a un proceso de dislocación política. La permanencia en el tiempo de un proyecto hegemónico está atada a su posibilidad de sedimentación por repetición. Esto no implica afirmar que existe un centro en lo social o que la estructura en algún momento puede alcanzar su cierre pleno, sino, más bien, poder dar cuenta de cómo ciertos significantes o tópicos operan en la articulación de los significados que supone lo social. Entonces, cualquier proceso dislocatorio de la estructura fallida va a operar sobre esta relativa estructuralidad por lo que no todo es posible, ni tampoco se puede pensar la construcción de una hegemonía ex nihilo. En definitiva, cualquier proceso de transformación va a operar en una relativa estructuralidad y marcado por la contingencia de no poseer un centro o sujeto esencial, es decir, sobre la imposibilidad de fijar su dirección de antemano. Es en este sentido que en esta perspectiva de análisis no existe un sujeto esencial que pueda encarar dicho proceso transformador ya que va a estar condicionado a las relaciones de poder, esto es, por la lucha por hegemonizar lo social. Aquel sujeto que ponga en tensión su particularismo y, de esta manera, se convierta en la superficie de inscripción de otros sujetos a partir de la práctica articulatoria –es decir, en un significante tendencialmente vacío– y, además, gane la batalla por dicho lugar, podrá emerger como uno de los tantos sujetos disponibles para la transformación. En este sentido, por ejemplo, la transformación podrá estar encarnada por la clase trabajadora, por grupos ecologistas o por el movimiento feminista, sin que sea posible prefijarlo de antemano.
En este trabajo tomaremos indistintamente las categorías identificaciones, diferencias o demandas, ya que a la TPD, a diferencia de otras perspectivas, le interesa asumir una unidad mínima de análisis de los procesos políticos dados más que la subjetivación. Si bien cada categoría indicada posee su singularidad y especificidad, desde la TPD nos podemos dar esta licencia de equipararlas en la medida en que sean utilizadas como el punto inicial de un análisis político concreto.3 Una identificación es una diferencia dentro del sistema de significaciones, es decir del discurso, que se constituye como una negatividad en el sistema de relaciones –es lo que no es en relación a otras diferencias–. Como ya sabemos, estas identificaciones o diferencias van a estar subvertidas en su particularidad por cierto lazo equivalencial a partir del cual se oponen al exterior constitutivo que posibilita el movimiento y la fluctuación de la estructura al mantenerla siempre parcialmente abierta. La perspectiva de la TPD permite comprender que las identificaciones o las diferencias poseen fronteras inestables y dinámicas, el sistema de relaciones que las constituye al estar constantemente amenazado por el antagonismo permite la proliferación de actos de identificación y desidentificación, lo que modifica las diferencias e identificaciones continuamente.4
Ahora bien, ¿cómo se constituye la demanda? Podríamos pensar en términos rancerianos, que a partir del daño que la comunidad inflige a estas identificaciones surgiría una reacción o demanda anti-sistema, pero es una respuesta que no nos satisface, porque estamos presuponiendo un nexo causal entre la posición de una determinada diferencia y una respuesta política ante esa posición que, en definitiva, es contingente. Si invertimos el razonamiento y pensamos en términos de las posiciones y los lugares que ocupan las partes o las diferencias, podremos acercarnos a una respuesta. El orden policial distribuye los lugares de las diferencias y, en función de esos lugares, la capacidad de poner el mundo en palabras que a ciertas identificaciones les es negada (Rancière, 2012). ¿Cómo se produce en una identificación el salto del lugar asignado por el orden policial –o la estructura fallida que es lo mismo– al cuestionamiento de dicho lugar o a la elaboración de un reclamo anti-sistema? Podríamos decir que es necesario que medie un proceso de dislocación que permita hacer visible la falla o falta en la estructura. Sin embargo, la contingencia nos vuelve a ganar. De lo que se desprenden, siguiendo a S. Barros (2012), tres posibilidades: que la identificación sea integrada nuevamente al sistema de diferencias en el mismo lugar que antes de la dislocación estructural; que un significante arranque a dicha identificación del lugar asignado por el orden policial; o, por último, que dicha identificación logre ciertos lazos equivalenciales con otras identificaciones que ocupaban el mismo lugar y, a partir de allí, cuestionen los lugares y los límites del sistema de diferencias en cuanto tal. Cualquiera de las tres posibilidades, remarcamos, es contingente. En definitiva, en lo que queremos focalizar es en que
(…) un discurso hegemónico (Laclau) o una partición de lo sensible (Rancière) no sólo ordena las diferencias a partir de prácticas con algún grado de generalidad, sino que también define cuáles son las diferencias pasibles de ser articuladas. La política no es entonces meramente la articulación de partes de la vida comunitaria, sino que es también la definición de una matriz que habilita la existencia de las diferencias articulables y determina así quienes son los miembros plenos de esa comunidad (Barros, 2012, p. 2).
En lo posterior nos quedará por resolver las distancias entre una identificación popular y una articulación populista; sin embargo, tenemos un problema previo. ¿Qué encontramos antes de que una demanda sea una demanda susceptible de ser articulada políticamente? Una de las categorías centrales para despejar este problema es la de heterogeneidad social.
En Laclau no queda bien claro cuál sería el status de tal categoría. Por momentos pareciera que la heterogeneidad social solo reforzaría el carácter inerradicable del antagonismo y, por ende, la indecibilidad de la estructura; pero, en otros momentos, es algo más que el antagonismo. Sin embargo, entendemos que su objetivo está puesto en demostrar la imposibilidad de recuperación dialéctica de la heterogeneidad, más allá de asignarle una función específica en su diseño conceptual. La pista que nos proporciona Laclau para comprender una heterogeneidad social es que la exterioridad que presupone es de tal radicalidad que se posiciona en los límites del espacio de representación en cuanto tal. Mientras el antagonismo presupone cierta interioridad en relación al campo general de la discursividad y, por tanto, los discursos antagónicos tienen alguna inscripción simbólica compartida, en el caso de la heterogeneidad social la exterioridad sería mucho más radical y, en este sentido, la heterogeneidad social sería aquel resto inasimilable e irrepresentable, es decir, completamente abominable por el campo de la discursividad o por la relativa estructuralidad.5 Es la amenaza constante a la frontera antagónica, al sistema en sí mismo. En este marco, podríamos decir que la heterogeneidad social es lo anterior a la demanda o diferencia, antes de que una demanda sea una demanda susceptible de ser articulada en un proyecto hegemónico es una heterogeneidad social. Así es que una heterogeneidad social no puede ser articulada políticamente porque es un ruido estrepitoso, una turba, una legión amenazante.6 El paso de ser una heterogeneidad social a una demanda o identificación popular es un paso estrictamente político y, siguiendo a Barros (2010), tiene la forma de un arrancamiento del lugar, de un desgarro del lugar asignado, para pasar del ruido a la voz, de la turba a la organización, es decir, para adquirir un status político en tanto identificación política popular.
En esta operación política de arrancamiento o desgarro radica la posibilidad populista en función de cómo sea articulada, vale decir, significada y enlazada, dicha heterogeneidad social. A partir de este arrancamiento de una heterogeneidad social la demanda es demanda susceptible de ser articulada políticamente. Por ejemplo, el movimiento piquetero, antes de la llegada de Kirchner, constituía una heterogeneidad social que, luego del arrancamiento del lugar asignado por el orden policial llevado a cabo por el discurso kirchnerista, se convirtió en una demanda o identificación popular susceptible de ser articulada políticamente.
III. Articulaciones políticas
Ya dijimos que el populismo era solo una posibilidad de articulación de las demandas o identificaciones susceptibles de ser articuladas. Dentro de la tradición teórica que estamos repasando, encontramos trabajos, como el de Sebastián Barros (2012), que distinguen más formas de articulación política en función de cómo se presente la tensión entre la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia. Mientras que para Laclau, política, hegemonía y populismo son prácticamente sinónimos, es decir, para que haya política tiene que haber en algún grado hegemonía y populismo, Barros, y otros autores como Aboy Carlés y Melo, distinguen distintas formas de articulaciones políticas, el populismo sería solo una posibilidad y no la ontología misma de lo político.
Las tres formas de articulación que propone Barros (2012) son la autoritaria, la democrática pluralista-liberal y la populista. En el caso de la primera se extiende la lógica de la equivalencia hasta suturar prácticamente todo el espacio comunitario, es decir, expulsando el antagonismo por fuera de los límites del demos legítimo. De esta forma se anula prácticamente la diferencialidad-particularidad de cada identificación. En la segunda sucede exactamente lo contrario, es su reverso: la expansión de la lógica de la diferencia se extiende de tal manera que oblitera cualquier posibilidad del antagonismo y, por tanto, la construcción de una cadena equivalencial. Cada identificación o diferencia es reducida a su particularismo sin la apelación a ningún tipo de universal.
Una articulación democrática pluralista-liberal oblitera la frontera política creando la ilusión de que todas las diferencias-identificaciones caben dentro de la comunidad política sin ningún tipo de jerarquías ni exclusiones, conviviendo y coexistiendo de manera armónica. A diferencia en una articulación autoritaria la frontera es rígida, sin desplazamientos y expulsa al exterior constitutivo por fuera de los límites comunitarios, por lo que la eliminación lisa y llana del otro es una posibilidad real. Queremos destacar que en una articulación democrática pluralista-liberal la frontera existe, pero es ocluida y nunca reconocida en tanto frontera antagónica –por lo que cualquier diferencia puede tener lugar–. ¿Qué carácter tendrá la frontera política en una articulación populista? Este es uno de los puntos más dificultosos de resolver por parte de las elaboraciones teóricas sobre el populismo. Para literalizar la pregunta que ya formulamos antes, ¿cómo se produce, o mejor dicho, bajo qué términos se da la exclusión del otro?
Siguiendo a Laclau (2013), una articulación populista de la política presupone un sujeto a construir que es el pueblo y, este pueblo populista, puede ser encarnado por cualquier identificación o diferencia dentro de la estructura fallida. Aquí se hace presente la radical contingencia que argumentamos arriba –no existe un sujeto esencial como lo podría ser el proletariado, esto es radicalmente contingente y depende de la relativa estructuralidad como de las condiciones de posibilidad que abre la dislocación–. Entonces, pueblo es una categoría formal, vale decir que atañe más a la forma de la política que a su contenido específico en una coyuntura determinada. Por eso aquí nos interesa lo que llamaremos la función-pueblo.
Hay una ambigüedad constitutiva en la noción de pueblo: la misma puede ser comprendida como el populus, es decir, como todos los miembros de la comunidad, o como la plebs, como la parte excluida de la comunidad, los menos privilegiados. El carácter populista de una articulación política va a estar posibilitado por la forma en que se resuelva la tensión entre el populus y la plebs. Esto es lo mismo que decir que una articulación populista es una forma particular de resolver precariamente la tensión entre la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia. Lo primero que nos dice Laclau en relación a esto es que una articulación política populista privilegia la lógica de la equivalencia por sobre la lógica de la diferencia. El momento de la totalización precaria o el universal fallido prevalece por sobre la particularidad o el contenido diferencial de cada identificación –lo que no implica afirmar que el momento diferencial es absorbido por el momento de sutura o equivalencial, en una articulación populista se mantienen ambas lógicas en constante tensión–.7 Privilegiar la lógica de la equivalencia, en otras palabras, lo que todas las identificaciones no son y, a partir de ahí, construir una cadena equivalencial que se constituye como tal en función de un puro nombre –significante tendencialmente vacío–, presupone ya mismo el trazado de una frontera política, de una exclusión constitutiva, es decir, lo que todas las identificaciones no son. El carácter de esta frontera va a estar dado por la tensa relación entre el populus y la plebs. Según Laclau (2013), para poder hablar del pueblo del populismo “necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo” (p. 108). La frontera de una articulación populista es de carácter antagónica, lo que implica que el conflicto entre las dos partes en las que puede ser simplificado lo social no puede ser superado de manera dialéctica. Sin embargo, el punto clave para poder comprender el carácter de una frontera antagónica-populista es la categoría de campo de la discursividad o espacio de representación, ya que el pueblo y su exterior constitutivo disputan, batallan y pelean sobre el mismo campo de la discursividad, es decir, sobre el mismo espacio de representación o estructuralidad relativa. De hecho, podríamos afirmar que la disputa hegemónica es por definir ese campo de la discursividad, por definir su alcance, sus límites, las reglas de juego y la forma misma de la legitimidad.
Esto introduce un elemento fundamental en nuestra concepción en relación a una articulación política populista. Mientras que una articulación autoritaria presupone la expansión de la lógica de la equivalencia expulsando el antagonismo por fuera del espacio de representación, una articulación populista actúa sobre el antagonismo y da cuenta de este; es decir, la frontera antagónica es constitutiva y, a la vez, permeable, porosa y constantemente desplazada de su lugar originario. Por lo cual, ¿podríamos plantear la posibilidad de la eliminación lisa y llana del otro en una articulación populista de la política? En nuestra concepción no cabría dicha posibilidad porque, en ese caso, el antagonismo sería expulsado por fuera del campo de la discursividad y estaríamos ante una articulación autoritaria de lo social que, como ya hicimos mención, se distingue de una articulación populista en que deja poco lugar a la lógica de la diferencia. Un ejemplo de articulación autoritaria que puede ayudar a ilustrar el argumento es el proceso militar argentino entre los años 1976 a 1983, en el que la eliminación lisa y llana del otro era parte constitutiva de su discursividad y de sus prácticas.
Simplemente argumentamos que lo que se reconoce común en un populismo –el campo de la discursividad o el espacio de representación– es lo mismo que está en disputa constante, con desplazamientos permanentes de la frontera política. Entonces, a partir de todo el desarrollo anterior, ya tenemos varios elementos para avanzar:
a) Una heterogeneidad social es arrancada de su lugar de radical exclusión para convertirse en una demanda susceptible de ser articulada políticamente. La operación estrictamente populista radica en el arrancamiento de dicho lugar, es decir, en la constitución de una diferencia como una diferencia susceptible de definir-decidir el orden legítimo. En consecuencia, en la presentación de la plebs como el único populus legítimo se pone en tensión lo común de la comunidad a partir del trazado de una frontera antagónica que divide el campo de lo social en dos polos dicotómicos e irreconciliables.
b) Dichos polos dicotómicos adquirirán representación en el momento en que un nombre –o significante tendencialmente vacío–, posibilite la unidad de la cadena equivalencial y la representación de la plenitud imposible y necesaria, constituyendo así un sujeto político. El nombre es performativo y permite nominar a la cadena en su conjunto, por lo tanto, no es posible pensar un sujeto-pueblo constituido de antemano. Lo que constituye al sujeto-pueblo es el acto mismo de nominación, un puro nombre independizado de cualquier concepto.
A continuación, veremos la especificidad de la frontera populista a partir de la introducción de otras lógicas políticas –las cuales Laclau no explicita acabadamente en sus trabajos– que consideramos están presentes en una articulación política populista.
Por lógica política entendemos a la institución de un sistema de reglas que traza y define las fronteras por las cuales una diferencia es parte o está excluida de la comunidad política o de la formación discursiva. Es un sistema de reglas por las cuales un objeto es representable y otros no lo son (Laclau, 2013, p. 150). Existen otras lógicas que no son estrictamente políticas como, por ejemplo, la lógica social, la lógica del mercado, etc. Podríamos decir, siguiendo a Laclau, que mientras las lógicas sociales funcionan a partir del seguimiento de las reglas, las lógicas políticas fundan al sistema de reglas, es decir lo instituyen –como ya sabemos, nunca es una institución ex nihilo sino a partir de una relativa estructuralidad–. En nuestra concepción del populismo, su especificidad responde a la conjugación y yuxtaposición de, por lo menos, tres lógicas políticas: la lógica regeneracionista (Aboy Carlés y Melo), la lógica de la inclusión radical (S. Barros) y la lógica del exceso o de lo sublime (Groppo y M. Barros).
La lógica regeneracionista es expuesta con mayor profundidad por Gerardo Aboy Carlés (2010 y 2012) y Julián Melo (2009). Implica una forma específica de procesar la tensión entre la plebs y el populus, vale decir, entre la parte que pretende la representación del todo comunitario. El regeneracionismo supone un mecanismo constante de inclusión/exclusión de la alteridad constitutiva del campo legítimo de representación comunitaria. En consecuencia, la lógica regeneracionista presentará tendencias a la ruptura comunitaria –es decir, a la dicotomización– y contratendencias a la integración comunitaria –es decir, a la recomposición y estabilización del orden–. Según los autores la forma específica de inclusión/exclusión se da a través de la posibilidad de conversión del enemigo político a la creencia propia, algo imposible en una articulación autoritaria de la política. Esto, a la vez, permite pensar la porosidad de la frontera política y el movimiento de ciertos significantes de un polo hacia otro polo –aquello que en la obra de Laclau (2013) es denominado en tanto significantes flotantes–. Estrictamente, según Melo, la especificidad regeneracionista radicaría en la posibilidad redentora del populismo en relación al campo enemigo: la integración comunitaria y de sutura del orden está mediada por la asunción por parte del otro de la fe propia –oscilando, simultánea o sucesivamente, con la exclusión de ese otro–. Por esta razón, una articulación populista de la política tendería a borrar su ruptura inicial –reinscribiéndola– debido a estos desplazamientos constantes de la frontera antagónica y a la fluctuación del polo enemigo al polo amigo de ciertos significantes. El ejemplo más palpable es la relación que entabló el discurso kirchnerista con las Fuerzas Armadas durante los primeros años: si mediaba un acto de arrepentimiento, perdón y aceptación de la creencia propia, podían ser parte del proyecto que se estaba gestando, como veremos en el capítulo cuarto, donde este tópico es tratado en profundidad. Esta lógica, presente en las articulaciones populistas, nos posibilitará pensar la relación entre populismo e instituciones que abordaremos posteriormente tomando nota de los aportes de Julián Melo.
Sebastián Barros introduce una especificidad del populismo a partir de la recuperación de Jacques Rancière. “Mi argumento plantea que el populismo es una forma particular de articulación hegemónica en la cual lo que se pone en juego es la inclusión radical de una heterogeneidad social respecto del espacio común de representación que supone toda práctica hegemónica.” (Barros, 2006, pp. 7-8). El populismo no solo implicaría un tipo especial de articulación hegemónica, sino que también supondría una operación anterior, es decir, el paso, o pasaje, de una heterogeneidad social a una demanda susceptible de ser articulada; es decir, la constitución misma de las demandas o de los adversarios. La operación de inclusión radical atañe a una parte que no era contada como parte en la comunidad, vale decir, a una parte irrepresentable, que no cabía en la cuenta y que, en definitiva, constituía un ruido y no una palabra y/o voz. La heterogeneidad social es arrancada de su exterioridad y allí se constituye como demanda para luego ser articulada equivalencialmente. Esta radical inclusión va a poner en duda lo común de la comunidad, es decir el espacio mismo de representación que constituye lo social.
La inclusión radical del pueblo –que era una heterogeneidad social– nunca puede ser completamente asimilada simbólicamente, siempre queda un resto inasimilable que no puede ser representado por lo que la institucionalización de un discurso populista va a ser dificultoso. En parte, en este sentido, regresamos al tratamiento del problema de la constitución de la demanda, ya que la lógica de la inclusión radical implica la constitución misma de la demanda en tanto demanda susceptible de ser articulada políticamente. Los piqueteros son una muestra de la lógica de la inclusión radical: el pasaje del ser piqueteros a ser los movimientos políticos-sociales implicó el arrancamiento de una heterogeneidad social del lugar asignado, para constituirse en una demanda o identificación susceptible de ser articulada políticamente, como veremos en el capítulo quinto.
La lógica del exceso está íntimamente vinculada con el resto inasimilable que produce la articulación del pueblo y con la discusión relativa a la demanda como unidad mínima de análisis. Esta dimensión del populismo es profundizada por Alejandro Groppo (2012) y Mercedes Barros (2012). El exceso, el desborde y la desmesura están relacionados con la conceptualización en torno a lo sublime y, en este sentido, el pueblo del discurso populista es un objeto de lo sublime en tanto objeto abominable y excedido en su placer o goce. El exceso trastoca los límites de la relación entre la demanda y el significante articulador, ya que la respuesta política a una determinada demanda es más de lo demandado, desborda al reclamo y excede lo que los sujetos visualizaban como horizonte de plenitud comunitaria. En algunos casos ni siquiera habría demanda previa, sino que la oferta rebalsa lo que los sujetos imaginaban o estaban en condiciones de posibilidad de imaginar. Este exceso se inscribe en la comunidad a través de la forma de un despertar, es decir a partir de un cambio radical en la perspectiva de interpretación de los entes, las cosas y del mundo. Dicho exceso es el resto inasimilable de la heterogeneidad social que es incluida de manera radical por el discurso populista.
El efecto de la lógica del exceso es la ampliación del imaginario de lo posible de la comunidad política y conlleva la reacción de los antagonismos políticos que lo describirán como un objeto abyecto, abominable e irracional. La ampliación de los límites comunitarios tiene dos efectos: por un lado, la reactualización y reinscripción constante de la frontera política y, por otro, la posibilidad de que las identificaciones políticas reactualicen sus demandas a partir de un nuevo imaginario de lo posible que se traducirá en plurales imaginarios de lo deseable. La lógica del exceso desborda al mismo nombre que la propone, por tanto, sus efectos son incontrolables. La ampliación del imaginario de lo posible revuelve lo sedimentado y fuerza los límites de la relativa estructuralidad, configurando, en última instancia, un nuevo marco interpretativo de comprensión de la realidad. Insistimos en el acto del despertar, ya que los sujetos se reinscriben en un nuevo lenguaje contaminado por lo viejo. Un ejemplo puede resultar ilustrativo:
La clase patronal ha declarado la guerra al Coronel Perón, no por Perón mismo, sino por lo que Perón hace por los trabajadores a los que ha otorgado las mejoras que venían reclamando y les ha dado otras que ni ellos siquiera soñaban, como el Estatuto del Peón y otras más (Torre, 2014, p. 157).
La argumentación de Torre, a pesar de no estar inscripto en la TPD, resulta ilustrativa de lo que queremos expresar. El significante Perón, o el discurso peronista, excedió el límite de lo posible otorgándole a los trabajadores mejoras que “ni ellos siquiera soñaban”.
IV. Populismo, instituciones, democracia y representación
Indicamos que para nosotros el populismo era tan solo una forma de articulación política entre otras. Laclau (2013) insiste en que el otro del populismo es el institucionalismo. Para especificar lo que entiende por institucionalismo vamos a transcribir un fragmento de su autoría:
La diferencia entre una totalización populista y una institucionalista debe buscarse en el nivel de estos significantes privilegiados, hegemónicos, que estructuran, como puntos nodales, el conjunto de la formación discursiva. La diferencia y la equivalencia están presentes en ambos casos, pero un discurso institucionalista es aquel que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad. Por lo tanto, el principio universal de la “diferencialidad” se convertiría en la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo. (...) En el caso del populismo ocurre lo opuesto: una frontera de exclusión divide a la sociedad en dos campos (p. 107).
Groppo (2009) desarrolla la argumentación de Laclau y sostiene que las instituciones son un reflejo sedimentado de aquello que sucede en el ámbito ideológico o de conformación de las identificaciones políticas.8 En definitiva, ambos autores van a afirmar que al estabilizarse una articulación populista de la política, esta deviene en un institucionalismo expulsando el antagonismo por fuera de los límites comunitarios y prevaleciendo la lógica de la diferencia en el tratamiento de las demandas –es decir, la pura administración, gestión y control de las mismas–. La crónica es preanunciada: el populismo implica solamente fractura y corte y, por ende, cualquier pretensión de estabilización está condenada de antemano al fracaso. Tenemos que matizar los argumentos de Laclau y de Groppo en relación a la hipótesis de que el institucionalismo es lo antagónico al populismo. Hay variados ejemplos –el Estatuto del Peón Rural (1944), como lo mencionamos– en donde ciertas instituciones reimprimen o reactualizan en lo social la frontera política populista o el exceso populista. En este sentido, escribe Julián Melo (2009):
Puesto en términos del par populismo-institucionalismo, para nosotros, no todo gesto de incorporación institucional supone el desplazamiento o la marginalización de la frontera identitaria original; es más, en el caso del peronismo implica todo lo contrario, esto es, la intensificación de la equivalencia. El populismo peronista implica un proceso de homogeneización del espacio comunitario que, justamente en el momento de creación de instituciones, desparticulariza de manera singular dicho campo (p. 210).
En esta interpretación las instituciones podrían cumplir la función de intensificación de la frontera populista.
Aboy Carlés (2016) sostiene que los derechos consagrados en un período populista no serán solo el reconocimiento legal por parte del Estado de una determinada situación de vulnerabilidad, sino que, además, van a ser inscriptos en el marco de una conquista a expensas de los enemigos políticos. Es decir, van a ser significados en función de la dicotomización antagónica de la comunidad (p. 17). Los populismos latinoamericanos promovieron derechos y crearon las instituciones acordes para su protección y consolidación. Esto nos lleva a dejar atrás la dicotomía entre populismo e institucionalismo propuesta por Laclau.
Dejada atrás la exclusión entre populismo e instituciones, Melo y Carlés buscan algunas pistas sobre dicha relación. El vínculo entre populismo e instituciones es compatible y, de hecho, muchas veces la institucionalidad refuerza, consolida y hasta actualiza y excede a la frontera política populista. Por lo tanto, en una articulación populista, el movimiento no es solo desde las identificaciones políticas hacia las instituciones –como lo sostiene Groppo (2009)– sino que puede ser a la inversa, desde las instituciones hacia las identificaciones políticas, como fue el caso, por ejemplo, de la inscripción del exceso en los trabajadores a partir de la sanción del Estatuto del Peón Rural. Podríamos hacer referencia a cierta institucionalidad populista que amplifica los límites de lo posible de la comunidad y los extiende hasta márgenes antes impensables, sin embargo, esto sería ocasión de otro trabajo.
Ahora bien, cuando hablamos de instituciones en las discusiones sobre el populismo, nos referimos a las instituciones del régimen democrático-liberal. ¿Qué relación entabla el populismo con la democracia liberal? Siguiendo a Laclau y Mouffe (2011), la articulación entre democracia y liberalismo es contingente, vale decir que ambos significantes pueden ser articulados con otros significantes de contenidos muy diferentes. Más allá de esta contingencia, como veremos más adelante, el régimen democrático-liberal es un régimen parcialmente sedimentado. Ya sea la articulación entre democracia y liberalismo, en tanto marco simbólico general de constitución identitaria, como la democracia liberal, en tanto procedimientos y marcos de la acción, está parcialmente sedimentada en Argentina y en gran parte de la región.
Laclau (2013) en La Razón Populista, al sostener la sinonimia entre política y populismo, también sostiene la indiferenciación entre democracia y populismo. Es decir, la constitución de un pueblo es condición de posibilidad para la democracia, porque sin un sujeto popular que se disponga a la transformación de la comunidad no habría un real funcionamiento de la democracia liberal (p. 213). En el marco de las configuraciones políticas de Occidente, donde la articulación democracia-liberalismo-republicanismo está parcialmente sedimentada, podríamos pensar que una articulación populista de la política amplifica el aspecto igualitarista de dicha articulación. Sin embargo, es posible el funcionamiento de la democracia liberal sin la constitución de un pueblo. Un claro ejemplo es la década de los años noventa en la Argentina, en donde tuvo vigencia el discurso neoliberal bajo los gobiernos de Carlos Menem y Fernando De la Rúa. En este argumento nos acercamos a Mouffe (2000) en sus consideraciones vertidas en La paradoja democrática o, inclusive, a las consideraciones de la autora junto a Laclau en Hegemonía y estrategia socialista: “Desde esta perspectiva es evidente que no se trata de romper con la ideología liberal democrática sino al contrario, de profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo” (p. 222). La articulación contingente entre democracia y populismo tiende a la profundización del momento democrático y al opacamiento del aspecto liberal –o, en nuestra contemporaneidad, neoliberal–. Inclusive, reivindicaciones más ligadas al liberalismo, como pueden ser la defensa de los derechos humanos o el respeto a la diversidad sexual, a partir de la articulación populismo y democracia, fueron traducidas en instituciones fuertemente democratizantes que trastocaron y pusieron en tensión los aspectos liberales de dichas demandas. Durante el kirchnerismo, por ejemplo, los derechos humanos estaban más vinculados a la construcción de un pueblo y, en consecuencia, al quiebre de la imparcialidad y neutralidad estatales o a la dicotomización de la sociedad argentina en dos polos, que a la defensa de las libertades individuales.
Podríamos concluir que el régimen democrático-liberal, en tanto articulación parcialmente sedimentada en Argentina, funciona como superficie de inscripción del populismo, y este opaca, oscurece y menoscaba la tradición liberal de dicha articulación al presentar a la plebs como el único populus legítimo –en definitiva, dando cuenta de las relaciones de poder y de la exclusión de un exterior que conlleva la decisión hegemónica, único fundamento contingente del vínculo político–. En simultáneo, los populismos latinoamericanos de la última oleada han recurrido frecuentemente al aspecto liberal de la democracia, es decir, la democracia en tanto reglas de juego y procedimientos, disminuyendo la intensidad disruptiva de la articulación entre populismo y democracia. Un claro ejemplo de esto es el recurso utilizado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner al enviar el proyecto de retenciones móviles al Congreso de la Nación durante el conflicto agropecuario en 2008, o ciertas apelaciones en los discursos públicos a la formalidad democrática. La democracia aquí es entendida en su faz domesticadora del antagonismo y de la intrínseca conflictividad social.
V. Consideraciones generales y aportes a la perspectiva
Como hemos explicitado en este artículo, la política no puede ser igualada al populismo, sino que este último es una posibilidad articulatoria dentro de otras. Lo que encontramos en la extrema complejidad del análisis de un proceso político empíricamente dado es que las distintas lógicas y formas articulatorias de la política se entrecruzan, se solapan y se superponen. Por lo tanto, consideramos apropiado hablar de diferentes elementos para identificar la presencia de diferentes lógicas políticas y formas de articular lo social. Por un lado, denominamos elementos pluralistas a los aspectos de un discurso que privilegian la lógica de la diferencia, la cual sobrepone el aspecto liberal por sobre el democrático con su correlativa noción de representación estrecha o formal y, por otro lado, denominamos elementos populistas a la prevalencia o privilegio de la lógica de la equivalencia que posibilita algún tipo de articulación populista bajo alguna de las tres lógicas enunciadas anteriormente –lógica regeneracionista, lógica de la inclusión radical y lógica del exceso–. Estos últimos elementos sobreponen el aspecto democrático por sobre el liberal, comulgan con una concepción más creativa de la representación y reinscriben el diseño institucional en lo que llamamos una institucionalidad populista. Como ya mencionamos, ambos elementos se superponen y conviven en tensión permanente. Por momentos cobran relevancia los elementos pluralistas así, como en otros momentos, o inclusive simultáneamente, cobran relevancia los elementos populistas.
También mencionamos que era necesario dejar atrás la dicotomía entre instituciones y populismo. Las instituciones en determinados contextos y coyunturas pueden reforzar la frontera política populista e, inclusive, excederla y desbordarla. Las instituciones no son solo la cristalización de las identificaciones políticas, ya que las mismas, en el marco de una articulación política con la presencia de elementos populistas, pueden cumplir otra función más ligada a la disrupción y transformación del orden político que a la mera conservación de este.
La posibilidad de una institucionalidad populista permite pensar que el par dicotómico populismo/instituciones no conduce a buen puerto y, en el marco de procesos políticos empíricamente dados, no da cuenta de la complejidad de estos. Podríamos pensar en términos de una institucionalidad populista en donde el diseño institucional pueda cumplir la función de ampliación del imaginario de lo posible de la comunidad política, reactualizando y excediendo a la frontera política populista. Entonces, las instituciones no son lo antagónico a los populismos, sino que las mismas pueden reinscribir la propia frontera política populista y pluralizar los efectos de esta. En otros trabajos profundizaremos al respecto, sin embargo, referimos los estudios de Arditi (1995), Paniza (2008), Aboy Carlés (2016) y Melo (2009), quienes aportaron a la discusión sobre populismo e instituciones.
Esto nos conduce a otro asunto nebuloso de la teoría política del discurso, la relación entre la demanda y el discurso articulador de la misma. Si bien Laclau (2013) en La razón populista aporta argumentos sobre la constitución de la demanda, unidad mínima de análisis, sería bueno profundizar al respecto. Una vez abandonado el par dicotómico populismo/instituciones, la demanda no siempre va a estar de antemano constituida, sino que esta adquiere su forma, alcance y dimensión a partir del mismo proceso de articulación. La institucionalidad populista puede hacer variar el contenido particular de la demanda, excediéndola y forzándola a abarcar mucho más que su contenido originario. Esto nos lleva a la siguiente conclusión, la demanda debería ser abandonada como la exclusiva unidad mínima de análisis de los procesos articulatorios para pensar también en clave de heterogeneidades sociales que se constituyen en tanto identificaciones políticas susceptibles de ser articuladas en el mismo proceso de articulación.
Por último, existen numerosos estudios que, partiendo de la conceptualización de Laclau (2013), significan importantes aportes en la interpretación de la especificidad de una articulación populista; nosotros hemos recalado en cinco: los estudios de Gerardo Aboy Carlés y Julián Melo, los de Sebastián Barros y los de Alejandro Groppo y Mercedes Barros. Los primeros autores introducen la noción de regeneracionismo, el segundo la noción de la inclusión radical y los terceros la noción de exceso, desborde y desmesura. La observación de procesos empíricos, como el discurso kirchnerista, nos permite concluir que las tres nociones enunciadas en el párrafo anterior no se excluyen ni repelen entre sí, todo lo contrario, se yuxtaponen y, por momentos, se presentan combinadas unas con otras. Por lo tanto, comprendemos que en una articulación populista de la política podemos encontrar, por lo menos, tres lógicas políticas superpuestas, complementarias o en tensión: la lógica regeneracionista, la lógica de la inclusión radical y la lógica del exceso. La política populista actúa bajo estas tres lógicas haciendo representable ciertos objetos e irrepresentables otros, es decir, redimiendo a quienes eran definidos como enemigos políticos, incluyendo radicalmente a una heterogeneidad social y ampliando los márgenes comunitarios al exceder los límites de lo posible. La operación política por excelencia que es la inclusión/exclusión de las diferencias dentro de los marcos socio-simbólicos, en una articulación principalmente populista, se puede dar bajo estas tres formas que por momentos se complementan, por momentos se superponen y por momentos entran en tensión.
La transformación social en comunidades complejas como la argentina, atravesadas por procesos dictatoriales y por procesos neoliberales, no depende de encontrar una forma per sé de la política. Concluimos que la transformación efectiva de la comunidad se sucede en cómo los distintos significantes nodales resuelven la tensión entre los elementos populistas y los elementos pluralistas presentes en cualquier articulación política empíricamente dada; aquí radican sus posibilidades dislocatorias o conservadoras. Seguiremos profundizando estos estudios para aportar más argumentos a la teoría política del discurso.
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Notas
Recepción: 01 Abril 2022
Aprobación: 01 Agosto 2022
Publicación: 01 Junio 2023