Dosier: En torno a la obra de Mario Presas en sus 90 años
La ambigüedad de la belleza: sobre la indeterminación ontológica del objeto estético
Resumen: El presente trabajo postula la indeterminación ontológica del objeto estético. Regresando sobre los orígenes de la estética filosófica, confronta la idea de la belleza como “perfección del conocimiento sensible” que Alexander G. Baumgarten desarrolla en su Aesthetica (1750) con los parágrafos de la Kritik der Urteilskraft (1790) en los que Immanuel Kant deslinda la belleza del concepto de perfección y distingue entre “pulchritudo vaga” y “pulchritudo adhaerens”. Se detiene luego en los ejemplos de "belleza libre" dados por Kant y aborda finalmente la aporía del "objet ambigu" presentada por Paul Valéry en su diálogo Eupalinos, ou l'Architecte (1921) a la luz de los análisis de Hans Blumenberg y Hans-Robert Jauß.
Palabras clave: Ontología de lo belleza, Forma, Concepto, Postura teórica, Actitud estética.
Abstract: This paper posits the ontological indeterminacy of the aesthetic object. Revisiting the origins of philosophical aesthetics, it confronts the idea of beauty as “perfection of sensible knowledge” that Alexander G. Baumgarten developed in his Aesthetica (1750) with the paragraphs of the Kritik der Urteilskraft (1790) in which Immanuel Kant distinguishes beauty from the concept of perfection. and differentiates “pulchritudo vaga” from “pulchritudo adhaerens”. It then it focuses on Kant’s examples of “free beauty” and finally addresses the aporia of the "objet ambigu" presented by Paul Valéry in his dialogue Eupalinos, ou l’Architecte (1921) in the light of the analyses of Hans Blumenberg and Hans-Robert Jauss.
Keywords: Ontology of beauty, Shape, Concept, Theoretical position, Aesthetic attitude.
Debemos a Alexander G. Baumgarten no sólo el nombre de la estética, sino también, y sobre todo, su primera fundamentación como “scientia cognitionis sensitivae” (Baumgarten, 1739, § 533, p. 187; 1750a, § 1, p. 1) y la determinación de la belleza como su objeto formal. Sin embargo, recién a partir del cuestionamiento del modelo epistemológico racionalista, llevado a cabo por Immanuel Kant en la Kritik der Urteilskraft (1790), podemos decir que esta disciplina filosófica, pese a los esfuerzos de Baumgarten por dotarla de autonomía, deja de ser pensada como un tipo de conocimiento que, a diferencia de la claridad y distinción de las representaciones de la lógica, se ocupa de las representaciones claras y confusas de una clase de objetos específicos. La “Analítica de lo bello”, como sabemos, se despliega en cuatro momentos, el tercero de los cuales, referido a “los juicios de gusto según la ‘relación’ de los fines que es en ellos considerada” (Kant, 1790, § 10-17, pp. 219-239), contiene en este sentido dos parágrafos cruciales, uno sobre el concepto de perfección y otro sobre la “pulchritudo vaga” o “belleza libre”, a los que quisiera consagrar estas páginas de homenaje a Mario A. Presas, cotejándolos con la aporía del “objet ambigu” formulada por Paul Valéry en Eupalinos, ou l’Architecte (1921).
Empezaré por delinear sucintamente los fundamentos epistemológicos de la estética que Baumgarten ofrece en diversos escritos, subrayando aquellos presupuestos heredados de la Escuela de Leibniz-Wolff que lo llevan a hacer de la belleza el objeto formal de esta disciplina que tiene por fin “la perfección del conocimiento sensible” (Baumgarten, 1750a, § 14, p. 6). A continuación, examinaré los argumentos contra la concepción de la belleza como perfección, esgrimidos por Kant en los parágrafos 15 y 16 de la tercera Crítica, en los cuales, por un lado, se afirma que el juicio de gusto es “completamente independiente del concepto de perfección” y, por el otro, que “el juicio de gusto, por el cual declaramos que un objeto es bello bajo la condición de un concepto determinado, no es puro” (Kant, 1790, § 15 y 16, pp. 226-231). Por último, tomando en consideración los ejemplos de pulchritudo vaga dados por Kant, me ocuparé de los análisis que Hans Blumenberg y Hans-Robert Jauß han hecho de la indeterminación del objeto de Valéry, retomando de esta manera uno de los tópicos de mis conversaciones con Presas, a quien tuve el privilegio de secundar durante años como docente en las cátedras de Estética de las universidades de Buenos Aires y La Plata.
I
Baumgarten ofrece una primera fundamentación de la estética en Meditationes philosphicae de nonnulis ad poema pertinentibus. Su campo epistémico se establece a partir de una diferenciación entre representaciones intelectuales, objeto de la facultad cognoscitiva superior, las cuales son claras y distintas, y representaciones sensibles, objeto de la facultad cognoscitiva inferior, las cuales son oscuras y confusas o indistintas (1735, § III, p. 8). La clasificación se basa en los lineamientos epistemológicos proporcionados por Gottfried Leibniz en “Meditationes de cognitione, veritate et ideis” (1684) y retomados más tarde por Christian Wolff en su Deutsche Logik (1713, I, § 12-14, pp. 128-129). Ahora bien, mientras ambos filósofos consideran que las representaciones sensibles no pueden dar lugar a ninguna forma de exposición discursiva y conocimiento científico (véase Sánchez Rodríguez, 2013, pp. 279-281), Baumgarten sostiene que estas representaciones pueden ser conocidas por medio del “discurso sensible”, que será tanto más perfecto cuantas más representaciones claras contenga (Baumgarten, 1735, § V-VIII, p. 10).
El “discurso sensible perfecto”, afirma Baumgarten es la “poesía”: la “poética” es el conjunto de principios y reglas en los que se basa la composición de un poema; la “ciencia de la poética” es la “Filosofía poética” o “estética”, como la llama en las páginas finales de su disertación (Baumgarten, 1735, § IX, p. 10). A diferencia de las representaciones intelectuales, que son claras y distintas, las representaciones poéticas son claras y confusas. Las primeras, como precisará más tarde en un parágrafo fundamental de la “Psicología empírica” de su Metaphysica, obra que Kant solía emplear en sus lecciones de antropología, están dotadas de una “claridad intensiva”, en virtud de la cual las “notas características” del objeto representado se tornan distintas como resultado del análisis exhaustivo de sus elementos; en cambio, en las segundas, peculiares de la poesía y, en un sentido general, del discurso estético, los numerosos elementos del objeto dan lugar a una percepción “vívida”, que produce la movilización de las pasiones (Baumgarten 1735, § XVII-XVIII, pp. 16 y 18; 1739, § 531, pp. 184-185).
Tanto en las Meditationes como en Kollegium über die Ästhetik, transcripción de un curso dictado, probablemente hacia 1750, sobre la base del primer tomo de su Aesthetica, Baumgarten explica, apelando a los filósofos de la Antigüedad y a los Padres de la Iglesia, los motivos por los que ha decidido dar tal nombre a esta ciencia. La denominación escogida, afirma al inicio de su curso, proviene del verbo griego aisthánomai, equivalente a sentio en latín, y designa “todas las sensaciones claras”, de cosas percibidas o aisthetá, que Platón diferenciaba de las cosas conocidas o noetá, como representaciones claras e indistintas de representaciones claras y distintas (Baumgarten, 1735, § CXVI, pp. 84 y 86; 1750b, § 1, p. 65). Por tanto, así como de logikós, lo distinto, ha derivado logiké, la ciencia del conocimiento distinto, de aishtetós es posible derivar la palabra aisthetiké para designar la ciencia del conocimiento claro pero confuso: “Serían, pues, noetá los objetos de la Lógica, que han de ser conocidos por la facultad de conocimiento superior; aisthetá, epistémes aisthetikés, o bien de la estética” (Baumgarten, 1735, § CXVI, p. 86).
En los “Prolegómenos” de la Aesthetica, esta disciplina se define en términos generales como “ciencia del conocimiento sensible” (scientia cognitionis sensitivae) con las siguientes determinaciones: “teoría de las artes liberales”, “gnoseología inferior”, “arte del pensar bellamente” y “arte del análogo de la razón” (Baumgarten, 1750a, § 1, p. 1). La definición había sido anticipada en las páginas de la Metaphyisica, con algunas variantes, entre ellas la fórmula “Lógica de la facultad cognoscitiva inferior” y la denominación “Filosofía de las gracias y las musas” en vez de theoria liberalium artium, que pone de manifiesto la terminología fluctuante de la época para clasificar las artes y letras bellas (1739, § 533, p. 187). Cada una de estas especificaciones merecería por sí misma un comentario, pero hay una en particular sobre la que quisiera llamar la atención: el analogon rationis, un concepto originado en Leibniz, que Wolff expone en su Psychologia empirica como expectatio casuum similium (la expectativa de casos similares), un tipo de razonamiento sensible, de carácter simbólico, “sin un conocimiento distinto de las causas” (Wolff, 1738, I, § 506, p. 383), y que en Baumgarten da lugar a una revalorización estética de la intuición, cuyo alcance en la epistemología racionalista se circunscribía a la captación inmediata de ideas intelectuales simples.
En Baumgarten, el análogo de la razón constituye “el principio de la cognitio sensitivae” (Franke, 1971, p. 269) y una especie de “nombre colectivo” de la facultad cognoscitiva inferior (Tedesco, 2020, p. 11), dado que establece el “nexo” entre todas las representaciones de la “sensación”, la “fantasía”, la “perspicacia” o “ingenio agudo” (acutum ingenium), la “memoria”, la “facultad ficcionante” (facultas fingendi), la “previsión”, la “facultad característica” y la capacidad de emitir juicios estéticos (Baumgarten, 1739, § 533-662, pp. 179-249). El gusto o placer (voluptas, Lust, Gefallen) es definido como la intuición sensible de la perfección de un objeto; el disgusto o displacer (Taedium, Unlusst, Missgefallen), como la intuición de su imperfección (ibíd., § 655, pp. 243-244). La “perfección del fenómeno”, lo que para el gusto es intuible, es la belleza (pulchritudo, Schönheit); la imperfección, en cambio, es la deformidad o fealdad (deformitas, Hässlichkeit) (ibíd., § 662, pp. 248-249). En otras palabras, la belleza del conocimiento sensible es la manifestación más completa del analogon rationis. Ella debe distinguirse, sin embargo, de “la belleza de las cosas y los pensamientos”, ya que “las cosas feas pueden ser concebidas, en cuanto tales, de manera bella, y las más bellas, de manera fea” (ibíd., § 18, pp. 7-8). En cuanto “belleza significada”, el placer resultante de ella no consiste sino en la concordancia entre el orden interno de los pensamientos y el orden externo de las cosas, entre el orden de los signos y el de los fenómenos designados (ibíd., § 19-20, p. 8).
II
El tratamiento de la belleza que Kant sigue en la tercera Crítica difiere por completo del que acabamos de examinar. Ante todo, su problemática no surge, como en Baumgarten, de la necesidad de delimitar una forma peculiar de conocimiento, ni el objeto teórico de una disciplina filosófica. La importancia dada al ámbito estético, con precedencia a la teoría del arte bello, responde a una motivación filosófica más radical: determinar que el sentimiento de placer y displacer, siendo una de las tres facultades humanas fundamentales, posee su propio principio a priori, al igual que la facultad de conocer y la facultad de desear. El propósito es mostrar que el juicio de gusto, aunque expresa un sentimiento individual, puede tener una validez universal o intersubjetiva. Así, de los cuatro momentos de la “Analítica de lo bello” se deducen las siguientes definiciones: 1) lo bello es objeto de una “complacencia desinteresada”; 2) lo bello es lo que, “sin concepto”, place universalmente; 3) lo bello es “la forma de la finalidad” (Form der Zweckmäßigkeit) de un objeto (o de su modo de representación)”, en cuanto percibida sin un fin particular o específico; 4) lo bello es lo que, sin concepto, es conocido como objeto de una necesidad subjetiva de aprobación universal, que se representa como objetiva bajo la suposición de un sentido común (Kant, 1790, § 5, 9, 17 y 22, pp. 211, 219, 236 y 240).
En el parágrafo 15 del tercer momento, en el que se examina lo bello como “la forma de la finalidad de un objeto”, sin mencionar a Baumgarten, Kant ataca los presupuestos epistemológicos de la concepción de la belleza como “perfección del conocimiento sensible”. Estos presupuestos son tres: 1) al asimilar la belleza a la perfección, se da por establecida la constitución teleológica o “finalidad objetiva interna” (objetive innere Zweckmäßigkeit), dado que la perfección de una cosa consiste en la conformidad a su concepto; 2) se considera que la intuición sensible aprehende ya, si bien de manera confusa, el concepto de la cosa, es decir, el concepto del “fin interno” que hace posible, en la representación del sujeto, la determinación ontológica del objeto; 3) se sostiene, finalmente, que esta intuición de un contenido objetivo, mediante la cual se obtiene el conocimiento confuso de la “perfección cualitativa” de la cosa que el juicio declara bella, el concepto de “aquello que la cosa deba ser”, está en la base del sentimiento de placer o gusto (ibíd., § 15, pp. 226-227).
Kant argumenta que la finalidad objetiva puede ser externa o interna: en el primer caso, se trata de la “utilidad”; en el segundo, de la “perfección” (Vollkommenheit) de un objeto (ibíd., p. 226). La proximidad entre la perfección y el predicado de belleza, fuertemente arraigada en el sistema de las artes, es lo que ha llevado a “notables filósofos” a identificarlas, “aunque añadiendo”, como Baumgarten: “cuando es pensada confusamente” (ibíd., p. 227). Por eso, en una crítica del gusto, es de la mayor importancia mostrar que se trata de predicaciones diferentes. Cuando declaramos que una cosa es perfecta, lo hacemos en virtud de su adecuación o conformidad al concepto que previamente tenemos de ella, es decir, presuponemos una relación final determinada conceptualmente. Ahora bien, el juicio de gusto no es en absoluto un juicio de conocimiento, ni siquiera basado en un “concepto confuso” de la finalidad objetiva interna de la cosa representada, sino un juicio reflexionante, cuyo principio a priori es una finalidad subjetiva (ibíd., p. 228). Dicho de otra manera, el juicio estético, a diferencia del juicio teórico, no designa propiedad alguna en el objeto como su fundamento, sino que se basa solamente en el sentimiento de la forma de una finalidad no determinada e indefinida.
Prosiguiendo su argumento, en el parágrafo 16 Kant distingue entre una belleza libre (pulchritudo vaga) y una belleza adherente (pulchritudo adhaerens): la primera “no presupone concepto alguno de lo que deba ser el objeto”, la segunda lo presupone y, en conformidad con él, postula la perfección de la cosa que es declarada bella (ibíd., § 16, p. 229). La pulchritudo vaga es una belleza incondicionada, “por sí misma existente” (für sich bestehende), a la manera de sus antecedentes filosóficos: por ejemplo, “belleza original o absoluta” (original or absolute beauty) de Francis Hutcheson o la “belleza originaria” (native beauty) de Alexander Gerard (Hutcheson, 1726, pp. 26-27; Gerard, 1759, p. 84). La pulchritudo llamada “adherente” es, en cambio, una “belleza condicionada”, relativa o dependiente de un concepto que se añade a la intuición de la forma del objeto. El juicio de gusto que se atiene a esta segunda especie de belleza no es puro y se aplica a aquellas cosas que placen en virtud de un fin determinado que se representa como objetivo, ya se trate de una finalidad orgánica, como la disposición de los miembros del cuerpo humano o de cualquier animal, ya de la constitución teleológica inherente a todo objeto cultural, desde una iglesia o un palacio hasta el retrato de un emperador (Kant, 1790, § 16, pp. 229-230).
El juicio de gusto puro ─aquel que pertenece a la belleza vaga─ es un juicio “según la `mera forma´(die bloße Form nach), basado únicamente en el sentimiento de una finalidad indeterminada, que el sujeto experimenta en la libertad de la imaginación, que en cierto modo juega en la contemplación de la figura (Gestalt)” (ibíd., pp. 229-230). Las flores, por ejemplo, son para Kant “bellezas libres de la naturaleza” (ibíd., p. 229), ya que nadie sabe qué cosa deban ser, cuando se la considera, no conforme a su finalidad orgánica, como hace el botánico, sino exclusivamente a través del juicio de gusto. En la base de este juicio no hay ninguna perfección, ni ninguna finalidad interna a la que remita la forma del objeto en la intuición sensible. Kant ofrece, a continuación, otros ejemplos: “Muchos pájaros (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso), numerosas conchas de mar son bellezas en sí que no corresponden a ningún objeto determinado por conceptos en vistas a un fin, sino que placen libremente y por sí” (ibíd.). Del mismo modo, “los dibujos à la grecque, la hojarasca para marcos o empapelados. etc., no significan nada por sí mismos: no representan nada, ningún objeto bajo un concepto determinado, y son bellezas libres” (ibíd.). Kant agrega que de la misma especie podrían ser, en el campo de la música, las llamadas “fantasías (sin tema) y aun la música sin texto” (ibíd.).
III
De las anteriores consideraciones de Kant sobre la pulchritudo vaga podemos desprender cuatro corolarios: 1) la finalidad subjetiva, principio a priori del juicio estético reflexionante, no es constitutiva de conocimiento alguno acerca del objeto del que se predica la belleza; 2) el juicio de gusto es tanto más puro cuanto mayor resulta la indeterminación del objeto que se declara bello; 3) lo bello no es el predicado de una clase determinada de objetos, sino de “la ‘objetividad’ representacional en cuanto tal, es decir, no especificada según su estatuto natural o artificial”, como ha señalado Jean-Marie Schaeffer (1992, p. 45); 4) la belleza no configura una región ontológica de entes dotados de propiedades estéticas, sino la relación del sujeto con los objetos en general en tanto su sentimiento es afectado, de manera satisfactoria, placentera o positiva, por la representación a través de la cual el objeto es dado. La aporía del “objet ambigu” que Valéry presenta en las páginas de Eupalinos, ou l’Architecte, un escrito sobre el que Hans Blumenberg (1964) ha ofrecido un análisis decisivo, nos permitirá ilustrar estas cuatro proposiciones. Publicado en 1921 en una lujosa revista francesa de arquitectura, el texto se presentaba como un Dialogue des morts, con lo que sellaba su pertenencia a una vasta y rica tradición filosófico-literaria que se extiende desde Luciano de Samósata hasta Fontenelle y Fénélon. La inspiración platónica del género es evidente y la presencia del personaje de Sócrates resulta habitual. En este sentido, Eupalinos, ou l’architecte no es una excepción: en el Hades, a la orilla del Iliso, el río del tiempo, las sombras de Sócrates y Fedro, protagonista del célebre diálogo de Platón, vuelven a departir sobre la belleza. ¿Es lo bello uno de esos raros objetos que Sócrates llama “ideas”, modelos intemporales e inmutables, situados fuera de este mundo sensible, que las almas han contemplado en el hiperouranios tópos, antes de encarnar, como arquetipos de las cosas (Fedro, 247 b-c)? ¿Es la belleza un valor eterno? La arquitectura y el arte en general, comenta Fedro, dan testimonio del anhelo humano de eternidad. Los pueblos levantan monumentos funerarios, construyen ciudades y palacios que se pretenden indestructibles. Un buen ejemplo sería el templo de Artemisa la Cazadora, construido por Eupalinos de Megara, arquitecto de la segunda mitad del siglo VI a. C. La descripción de esta obra arquitectónica deslumbra a Sócrates, lo mismo que las máximas de Eupalinos que Fedro refiere, sobre todo aquella en la que el gran arquitecto explica que, a fuerza de construir, se ha construido a sí mismo. Sócrates se pregunta, entonces, si “construirse y conocerse a sí mismo” (Valéry, 1921, p. 92) son actos distintos y, tras comparar el lenguaje de los números en la arquitectura y la filosofía, concluye que esta última se vale de este lenguaje de manera puramente abstracta y, por desgracia, menos creativa. Por eso mismo, agrega, si los dioses le concedieran la oportunidad de volver a nacer, le gustaría hacerlo como arquitecto. En su propia naturaleza, estuvo alguna vez el germen de una personalidad constructiva, pero que ésta no se llegó a desarrollar a causa de una experiencia perturbadora de su juventud, que lo marcó para el resto de su vida, y lo convirtió en el filósofo que fue y no en el artista que hubiera podido ser. En cierta ocasión, cuenta Sócrates, el azar puso delante de sus ojos “el objeto más ambiguo del mundo (l’objet du monde le plus ambigu)” (ibíd., p. 115). El hallazgo de una cosa insignificante sobre la arena, mientras paseaba al atardecer por la orilla del mar, “fue el origen de un pensamiento que se dividió a sí mismo entre el construir y el conocer” (ibíd.). Era “una cosa blanca, y de la más pura blancura; pulida y dura, suave y liviana (une chose blanche, et de la plus pure blancheur; polie, et dure et douce, et légère)” (ibíd., p. 118). Sócrates la tomó en sus manos, la sopló, la frotó contra su ropa y, al contemplarla, su “forma singular” lo dejó absorto. ¿Qué podía ser? ¿De qué estaba hecha? Tenía el tamaño de un puño y, al igual que su forma, su materia era totalmente incierta. Podía ser tanto “una osamenta de pescado” fuertemente erosionada por el agua y la arena, un “marfil tallado” vaya a saberse para “qué uso” por un artesano de ultramar o un pedazo del mascarón de un barco hundido (ibíd.). ¿Su autor era un mortal que, “obedeciendo a una idea”, perseguía un fin determinado, aunque inescrutable, o se trataba de “la obra de un ser viviente”, de una estrella de mar o uno de esos moluscos que forjan “ciegamente sus órganos y sus armaduras, su concha, sus huesos, sus defensas”? (ibíd., pp. 118-119). El objet ambigu precipita a Sócrates en un abismo teórico: en efecto, “constituye un objeto que, dentro de la ontología platónica no tiene interpretación”, como señala Blumenberg: “Sócrates advierte inmediatamente que es un objeto que no recuerda a nada y sin embargo no carece de forma (und dennoch nicht gestaltlos ist) (1964, p. 89). Es una cosa indeterminable, de la cual Sócrates no puede darse una representación objetiva; es una morphé sin eĩdos o, en términos kantianos, una “forma sin concepto”. Sin lugar en el mundo de las ideas eternas e inmutables que se describe en el Fedro, ¿qué anámnesis podría haber de este objeto? ¿Mímesis de qué sería, si no es posible clasificarlo como un objeto natural o artificial? Frente a este objeto dudoso, que “no es ‘nada” y ‘nada´ significa”, la típica pregunta socrática el tò ti, que reclama su definición, queda ciertamente sin respuesta (ibíd., p. 90). Pero tampoco la ontología aristotélica, agreguemos, sería de gran ayuda. ¿En qué podría consistir el tò tí ên eînai, la esencia de esta peculiar ousía indefinible por género próximo y diferencia específica? ¿Cuál sería su quidditas? ¿Qué podría decirse de ella, desconociendo su causa formal (qué es), su causa material (de qué está hecha), su causa eficiente (qué o quién la produjo) y su causa final (con qué fin existe, para qué)?
IV
Desde la perspectiva de Kant, la indeterminación ontológica es característica de la belleza, más precisamente de la belleza libre o pulchritudo vaga. Los ejemplos del parágrafo 16 de la tercera Crítica ─flores, pájaros, conchas de mar, dibujos à lagreque, hojarasca para marcos o empapelados, fantasías musicales, música sin texto─ guardan cierta analogía con el objet ambigu de Valéry. La complacencia a la que dan lugar no presupone ningún concepto, ningún conocimiento, ni conduce a la determinación de un significado, ya que nada es designado en tales objetos. La belleza que se predica, en todos estos casos, se desentiende de la perfección, de lo que Kant llama su “finalidad objetiva”, como hemos visto; sólo se funda en la actividad reflexiva del sujeto sobre la simple “objetividad representacional” del objeto. La cualificación estética es puramente subjetiva y, permítasenos subrayar, surge de la actitud ateórica que el propio sujeto adopta ante “la representación por medio de la cual el objeto es dado (no por medio de la cual es pensado)” (Kant, 1790, § 16, p. 230). En el diálogo de Valéry, el joven Sócrates, sin poder encontrar una respuesta satisfactoria al enigma del objet ambigu, lo arroja de vuelta al mar y, a lo largo de su diálogo con Fedro, busca explicar la decisión tomada a partir de la diferenciación entre la finalidad del arte y la de la naturaleza. Así, en palabras de Blumenberg, Sócrates argumenta que “la finalidad del homo faber desbarata sin miramientos la finalidad de la naturaleza: construire y connaître son antónimos, y en oposición a la naturaleza la obra artística y artificial se basa en una renuncia: el hombre puede actuar y crear sólo porque puede ‘ignorar’” (ibíd., pp. 96-97). Ahora bien, esta epojé, esta suspensión o puesta entre paréntesis de la actitud teórica, como observa Hans-Robert Jauß (1977, p. 119), sirve no sólo para explicar la “poiesis” del sujeto creador, sino también, y en no menor medida, la transformación del “sujeto receptor”, que en la experiencia del arte contemporáneo se ha liberado de la “pasividad contemplativa” para involucrarse activamente en “la constitución del objeto estético”. Jauß, de esta manera, busca dar respuesta al problema de la indistinción entre objetos artísticos y realidades extra-artísticas que se constata en numerosas producciones del dadaísmo, los ready-mades de Marcel Duchamp, el arte pop, el op-art y la abstracción. Nuestro interés aquí tiene que ver, en cambio, con un momento lógico previo a la constitución del objeto estético como objeto artístico. El propio Blumenberg (1966, pp. 118-119) destaca, en este sentido, el hecho de que el Sócrates de Valéry, ante la ambigüedad de un objeto que niega la frontera entre la naturaleza y el arte, opta por devolverlo al mar, porque no puede renunciar a la “postura teórica” para adoptar una “postura estética” con relación a él. Presa de su pregunta ontológica, no está en condiciones de asumir una actitud que “deja en pie la indeterminación del objeto”, sin definirlo ni clasificarlo, y “alcanza su placer específico a través de la renuncia a la curiosidad teórica que, en última instancia, siempre demanda la claridad de la determinación de sus objetos” (ibíd., p. 119). Como espero haber podido demostrar, el objeto estético no es tal por su pertenencia a una categoría diferenciada de entes. Cuando declaramos que una cosa es bella, no afirmamos que posee ciertas propiedades constitutivas, ni que tiene una determinada manera de ser; sólo damos cuenta de un modo peculiar de receptividad o, quizás mejor, de una relación con los objetos que no implica una competencia teórica. No hay tal cosa como una esfera de entes con cualidades estéticas inherentes y observables. El objeto se constituye como estético en la relación que el sentimiento del sujeto establece con su forma de representación. En conclusión, estético stricto sensu no es el objeto, sino el comportamiento frente a él, la actitud o la postura del sujeto, que no consiste en una contemplación pasiva; por el contrario, el carácter estético del objeto resulta de su actividad reflexiva. Contra lo que aseveran las teorías estéticas que adhieren, de una u otra manera, a la metafísica tradicional, cabe aducir que lo bello no tiene esencia ni definición. No es una manifestación de la idea, ni una cosa misteriosa que el sujeto debe descifrar; es un objeto ambiguo: una forma sin concepto, que place por sí misma y produce un sentido sin significado, un sentido que no se cierra sobre el conocimiento, sino que activa el juego de la imaginación y libera los pensamientos. No se trata de una revelación ontológica: la forma de una rosa, las figuras que en el cielo dibuja una bandada de pájaros, el contorno de una nube violácea en el crepúsculo, la lluvia golpeando en la ventana parecen querer decirnos algo o estar a punto de hacerlo. Acaso nadie lo expresó mejor que Jorge Luis Borges (1952, p. 13): “esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”.
Referencias
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Recepción: 24 Octubre 2023
Aprobación: 03 Noviembre 2023
Publicación: 01 Diciembre 2023