Dosier: En torno a la obra de Mario Presas en sus 90 años
La centralidad de la experiencia estética en Mario Presas. Comentarios a Del Ser a la Palabra
Resumen: Del Ser a la Palabra es una recopilación de artículos que transitan unos cuarenta años de reflexión filosófica. El eje temático es la experiencia estética, su urgencia, su densidad y relevancia para la existencia. En este trabajo me arriesgo a analizar algunos de los conceptos centrales del texto. Desde luego, muchos quedarán de lado. El recorrido comienza con un sobrevuelo del concepto husserliano de Lebenswelt, y culmina con un análisis de la catarsis (su relación con la retórica y la hermenéutica). En el medio me detendré, brevemente, en el aspecto de nuestra existencia que torna necesaria a la experiencia estética. En otras palabras, la experiencia estética viene a colmar una carencia estructural del hombre, por lo que conviene articular (hacer sentir) dicha carencia. Luego de una breve estadía en la idea del arte como recuperación y retorno, me vuelco a dos de las nociones sobre las que Presas insiste: la mímesis y la catarsis. De la primera destaco dos cosas: el efecto que tiene sobre la temporalidad, y la rehabilitación del poder de la aisthesis. Con respecto a la catarsis, la pongo en relación con la noción retórica del flectere y con la noción jurídica y teológica de applicatio.
Palabras clave: Fenomenología, Hermenéutica, Experiencia estética, Mímesis, Catarsis.
The centrality of the aesthetic experience in Mario Presas. Comments to Del Ser a la Palabra
Abstract: Del Ser a la Palabra is a compilation of articles that cover some forty years of philosophical reflection. The thematic axis is the aesthetic experience, its urgency, its density and relevance for existence. In this work I risk to analyze some of the central concepts of the text. Of course, many will be left out. The path begins with an overview of the Husserlian concept of Lebenswelt, and culminates with an analysis of catharsis (its relationship with rhetoric and hermeneutics). In the middle I will stop, briefly, in the aspect of our existence that makes the aesthetic experience necessary. In other words, the aesthetic experience comes to fill a structural lack of man, so it is convenient to articulate (make feel) this lack. After a brief stay in the idea of art as recovery and return, I turn to two of the notions on which Presas insists: mimesis and catharsis. Of the first I highlight two things: the effect it has on temporality, and the rehabilitation of the power of aisthesis. Regarding catharsis, I relate it to the rhetorical notion of flectere and to the legal and theological notion of applicatio.
Keywords: Phenomenology, Hermeneutics, Aesthetic experience, Mimesis, Catharsis.
A. Introducción
De aspecto austero (175 páginas), Del Ser a la Palabra es una recopilación de artículos que muestra la preocupación que acompañó al autor a lo largo de todo su despliegue filosófico: reflexionar sobre el carácter fundamental y único de un tipo peculiar de experiencia. Lo que allí se transita no es, desde luego, una mera curiosidad, ni un hecho que atañe solo a Presas. La experiencia estética ha sido una de las experiencias más visitada por los hombres, tal vez porque en ella algo inaccesible y axial se hace presente, y se muestra eficaz. El arte, y lo que quiere suscitar, ha sido objeto de desprestigios, y denunciado como mera evasión o hedonismo distractor. Su muerte se ha constatado en más de una oportunidad, y su obstinación la ha hecho resucitar una y otra vez.
No voy a cometer el desatino de comentarlo. Simplemente me detendré en algunas ideas que considero nucleares, para pensarlas junto al autor. La experiencia estética es el centro. De sus análisis fenomenológicos me quedaré con el concepto de Lebenswelt. Creo que el descubrimiento del horizonte de sentido, anterior a toda intencionalidad noético – noemática, marca un puente entre los análisis fenomenológicos y el centro del libro. En el apartado B trataré de recrear las condiciones antropológicas que dan sentido a la experiencia estética. Aquí se crean las condiciones para que la experiencia estética muestre toda su pertinencia. Repasaré el modo en que Presas enfatiza el sentimiento de “pérdida” que asoma en una hermenéutica de la facticidad. Decir que el arte cumple una función puede ser algo temerario. Mejor sería decir que el arte (y la experiencia que quiere provocar) tiene un impacto en la vida del hombre, y ese impacto viene a colmar un deseo elemental. Finalmente, en el apartado C ingreso en los análisis que Presas hace en torno a la experiencia estética. Soy incapaz de agotar las reflexiones de nuestro autor. Mejor, mucho mejor, sería leer su libro. Tímidamente separé los análisis en dos conceptos sobre los que Presas insiste: la mímesis y la catarsis. Ambos trabajan de manera sinérgica y hacen del arte algo esencial.
B. La extrañeza alienante
“Para todo eso que llamamos sentido común,
racionalidad, sentido práctico, positivismo,
sólo quiere decir que, para ciertos aspectos
muertos de nuestra vida, olvidamos que
hemos olvidado” (Chesterton, 1997, p. 104). La mayor parte de la Introducción se invierte en el análisis de algunos conceptos fundamentales de la fenomenología de Husserl. El centro, en torno al cual gravitan estos conceptos, lo conforma la noción de Lebenswelt. Husserl había arribado, con sus propios insumos metodológicos y conceptuales, a una situación que la filosofía ya conocía. El hombre habita en una realidad segunda, derivada de otra anterior desde el punto de vista de la constitución del sentido. Los juicios en los que pareciera darse de manera inmediata la realidad (juicios perceptivos) se forman sobre la base de una “materia”, provista por una dinámica de sedimentaciones y asociaciones, que vienen operando desde nuestra infancia, y en la que ingresa toda la cultura. La síntesis activa es la cosa como ya hecha, como residuo de los aprendizajes perceptivos. En estos aprendizajes operan síntesis pasivas. Otra vez constatamos que toda actividad del sujeto está precedida por una pasividad que lo afecta más allá de su intervención. Con el descubrimiento del mundo de la vida, el concepto rector de intencionalidad se trastoca. A la intencionalidad temática, que recibe su objeto de las operaciones del ego trascendental, le antecede la intencionalidad horizóntica (Gadamer). A la reflexividad de la conciencia, que se mueve en el elemento cartesiano, le antecede la irreflexividad, que Husserl llama, en Ideas I, “vida” operada/operante. En la fenomenología tardía, afirma Ricoeur,
La tarea de la fenomenología consistirá, ahora, en remontarse desde los juicios hasta su condición de posibilidad. El horizonte de lo co-intentado no puede, desde luego, ser un objeto, pero podemos develar algunos de sus aspectos en relación con los contenidos de “superficie”. El ego trascendental sufre una herida, ya no es el fundamento último de la constitución del objeto de experiencia. La herida, a su vez, implica una renuncia y un llamado. Renuncia, porque el sentido nos precede y nos excede. Llamado, porque algunos archipiélagos de este trasfondo pueden ser develados. Pero hay una idea que quisiera subrayar: el punto de partida de la reflexión consiste en reconocer el carácter esencialmente alienado del sujeto. Nuestra conciencia temática se apoya y determina sobre lo “operatorio”, y esto, en principio, no está a nuestra disposición (sino que nos dispone). Ahora bien, ese plexo inconsciente (estructural, pulsional, cultural, histórico, etc.) determina la disposición originaria del sujeto ante el mundo. Algunos filósofos han venido denunciando una dañosa reducción de esa disposición relacional bajo una matriz teórica, científica, puramente objetiva. En los análisis del Husserl tardío hay una advertencia detrás de la descripción: la sobredeterminación del modo científico de mirar y tratar al mundo ha logrado penetrar los capilares de la subjetividad, se ha hecho operativa (natural). Así, revestimos el mundo inmediato con un “vestido de ideas”, con conceptos unívocos y universales, que nos permiten dominar lo real dado. Una instrumentalización desaforada emerge de esta hipóstasis. Y un empobrecimiento corona este proceso. Lo que tenemos ya no son las cosas, son una oscura copia. De este reconocimiento se desprenden dos vías. Una, de corte más gnoseológico, intentará una arqueología de los juicios (perceptivos, volitivos, etc.). Otra, más existencial, buscará desalienar al sujeto promoviendo una “recuperación” de su ser, una liberación de los sedimentos anónimos, una “toma de conciencia” que haga a sus experiencias, en general, más “auténticas”, más “propias”. Leamos estas palabras:
la intencionalidad en acto (…) desborda, en forma más clara, la intencionalidad temática, la que conoce su objeto y se conoce en su objeto, jamás la segunda iguala a la primera, un sentido en acto se adelanta siempre al movimiento reflexivo sin poder alcanzarlo nunca. (Ricoeur, 1990, p. 330)
Si examinamos las leyes generales de la percepción, vemos que se vuelven habituales, automáticas. Entonces, eventualmente todas nuestras habilidades y experiencias funcionan inconscientemente, automáticamente. Los hábitos inconscientes rigen nuestra vida: la vida se deshace, desaparece en la nada. La automatización se devora todas las cosas, como la ropa, los muebles, nuestras esposas, y nuestro miedo a la guerra. (Ginzburg, 2001, p. 19)
La cita tiene una ventaja. La primera parte puede enmarcarse dentro de los análisis fenomenológicos que ya mencionamos. En la segunda parte hay una lamentación. El pasaje entre uno y otro es abrupto, pero efectivo. La clave está, creo, en la frase certera: “los hábitos inconscientes rigen nuestra vida”. A partir de allí el fragmento cambia de tono, muestra el impacto que tiene sobre nuestra vida reconocer aquellas “leyes de percepción”, que se traducen en “hábitos perceptivos”. “Ley” y “hábito” pertenecen al universo de la gnoseología. “La vida se deshace, desaparece en la nada”, se parece más a un grito.
¿Qué significa que las cosas desaparecen? Literalmente, dejan de estar ahí, se pierden, pasan a ser parte del decorado. Los objetos, los rostros, los acontecimientos sufren una dañosa merma. Aquellas propiedades que hacían resaltar las cosas por su belleza, por su intensidad, por su armonía, su espanto, su ominosidad, aquellas propiedades gracias a las cuales destacaban en nuestro horizonte de experiencia, languidecen hasta desaparecer. Un paisaje que se mira durante mucho tiempo termina por cansar. Esto se aplica a cualquier cosa, a todas las cosas.
La clave está en el tiempo, ese enigma del cual estamos hechos. Hay que mirar “durante mucho tiempo”, hay que “habituarse” (repetir hasta adquirir), para que el deterioro haga su trabajo. Desde luego, encontraremos un buen argumento de corte funcionalista (que puede ser psicológico, sociológico, biológico, etc.) que nos explicará la importancia de este proceso de adaptación del sujeto a las cosas del mundo. Tal vez, la única posibilidad de mantenernos con vida, y de poder vivir juntos, sea gracias a esta asimilación, que solo conoce de las cosas aquellas características que responden a la actividad cotidiana, al interés práctico.
Decir que el “hábito” produce un deterioro puede parecer petición de principio. Sin embargo, es relativamente fácil advertir el modo en que la repetición, la familiaridad, hacen que las cosas pierdan su lustre. Todo se naturaliza, todo es esperable, normal, regular, usual. Entonces, si las cosas son así, nada puede “sorprendernos”, no hay “asombro” espantado o admirado. Es lo más normal del mundo que la gente nazca y muera, baile, ame, conozca, viaje, traicione, coma y duerma. Una pertinaz inteligencia instrumental parece conducir a la evanescencia. Y las cosas parecen ceder. Todo encaja en algún lado, todo tiene su sentido, su acostumbrada manera de ser. Las cosas suceden por algo (o gracias a algo), todo tiene su explicación (conocida o por conocer). El impacto del primer encuentro está llamado a diluirse, solo hace falta… tiempo.
El hombre lo sabe desde siempre, los acontecimientos fundadores, aquellos en los que algo extraordinario se impone de manera irrecusable, se alejan.
Tal es de hecho nuestra experiencia fundamental como seres temporales, el que todas las cosas se nos escapan, que todos los contenidos de nuestra vida se nos vuelven cada vez más pálidos, de tal modo que, en un recuerdo lejanísimo, siguen luciendo a lo sumo en un destello casi irreal. (Gadamer, 1998, pp. 119-20)
La vida desaparece en la nada, y nosotros adoptamos el color de los muertos. No conozco un alma honesta que no se conmueva frente a estas constataciones.
Esta tristeza de lejanía está sostenida y producida por el incesante devenir. En una de las páginas más intensas del intenso Schopenhauer leemos: [El tiempo]
Es la forma mediante la cual [la] nihilidad de las cosas se manifiesta como fugacidad de las mismas; pues en virtud de él, todos nuestros placeres y alegrías se convierten en nada entre nuestras manos; y entonces nos preguntamos asombrados dónde se han quedado. (Schopenhauer, 2005, p. 628)
Esto no es nada nuevo, es una experiencia fundamental del hombre, trans-cultural y meta-histórica.
Se trata del tiempo cíclico, de una ley de la naturaleza que ha decretado que “todo lo que nace merece morir”. La muerte de la carne es, quizá, la más insignificante. Tal vez, la muerte más dolorosa sea la que se arrastra hacia el Leteo aquellas cosas, aquellos lugares, aquellas caras, que nos hicieron felices.
Lo que les pasa a las cosas tiene su correlato del lado del sujeto. En este caso el yo también puede hacer experiencia del extrañamiento, de la apática lejanía producida por la temporalidad. Además del olvido, el tiempo tiene otro recurso disolvente. El discurrir lineal, el tiempo del fatigoso trabajo y los días inútiles, “los días que uno espera olvidar, los días que uno sabe que olvidará” (Borges, 1984, p. 872). El tiempo de la “distentio animi” de San Agustín es un tiempo sin contornos, sin comienzos ni finales. Homogéneo y monótono, pero también difuso y esquivo. El alma, que se dispersa en el tiempo, es el alma fragmentada, sin unidad.
Presas recuerda a Sartre:
Cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Nunca hay comienzos, los días se añaden a los días, sin ton ni son, en una suma interminable y monótona. De vez en cuando, se saca un resultado parcial; uno dice: hace tres años que viajo, tres años que estoy en Bouville. Tampoco hay fin: nunca nos abandonamos de una vez a una mujer, a un amigo, a una ciudad. Y además todo se parece, Shanghai, Moscú, Argel, al cabo de quince días son iguales. (Sartre, 1947, p. 53)
Al cabo de quince días todo se parece. Las cosas, las caras, pierden su fisonomía, caen en un adocenamiento carenciado, para ser absorbidos en una olvidada asimilación.
Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. (Camus, 2002, p. 23)
Por otro lado, con los atributos de un actor, repartimos la vida en múltiples papeles (somos hijos, amigos, amantes, consumidores, transeúntes, alumnos, profesores, etc.), cada uno con sus propias reglas constitutivas y escalas de excelencia. Entonces, aprendemos a comportarnos como tal o cual, nos introducimos, con el tiempo, en esas reglas, y percibimos en cada ámbito lo pertinente para desplegar, con mayor o menor decoro, la función que representamos en cada ocasión. Como actores que pasan su letra, nuestra existencia no es, propiamente, nuestra. Entonces, vemos al profesor como una ficha en un tablero, lo vamos asimilando a su papel. Nuestra percepción se aplana, porque la cosa percibida se reduce. No podemos ver más allá.
Esta situación existencial tiene su espejo en el lenguaje.
Las palabras, en su uso corriente, se desvalorizan; crean sobre sí mismas una caparazón que las vuelve totalmente opacas, de manera que ya no se ve lo que ellas nombran: cuando caemos en la cuenta tenemos en nuestros labios fichas automáticas sustitutivas de objetos o de pasiones, objetos y pasiones “de todo el mundo”. (Presas, 2009, p. 51)
Nietzsche lo advirtió con nitidez: el camino hacia el concepto degrada la cosa singular, desechando de ella lo que no sirve a la abstracción, y seccionando su parte universal.1 Entonces podemos afirmar que los conceptos son metáforas olvidadas, difuminadas por la usura costumbre.2
La descripción fenomenológica de la facticidad revela una situación bifronte. Tenemos, de un lado, un empobrecimiento, un decaimiento, una sustracción dolosa. En la cotidianeidad media, las cosas son útiles a la mano, las personas corren la misma suerte, las palabras se petrifican y los acontecimientos tienden a homogeneizarse en el pasado.
EI desequilibrio de algún lado mancha la percepción de las relaciones y deja la experiencia incompleta, deformada con poco o falso significado. EI celo de hacer, el anhelo de acción, deja a muchas personas, especialmente en este ambiente humano apresurado e impaciente con el que vivimos, con la experiencia superficial de una increíble pequeñez. Ninguna experiencia tiene la oportunidad de completarse porque con demasiada rapidez se precipita alguna otra cosa que lo impide. Lo que se llama experiencia es una cosa tan dispersa y mezclada que apenas merece este nombre. (Dewey, 2008, p. 52)
C. La experiencia estética como recuperación
“Y todo lo que se llama Espíritu, arte o
éxtasis, sólo quiere decir que, en las horas
terribles, somos capaces de recordar que
hemos olvidado” (Chesterton, 1997, p. 104). Si es verdad que vivimos separados de nuestro arraigo (Lebenswelt), que moramos en el exilio, entonces la tarea es retornar a nuestra patria. En palabras de Ricoeur:
Debo recuperar algo que primero estuvo perdido; convertir en “propio”, “mi propio” lo que ha dejado de ser mío. Hago “mío” aquello de lo cual estoy separado por el espacio o por el tiempo, por la “diversión” o por la distracción, o en virtud de algún olvido culpable; la apropiación significa que la situación inicial de la cual procede la reflexión es el “olvido”; estoy perdido, extraviado, en medio de los objetos, y separado del centro de mi existencia, como estoy separado de los demás y soy enemigo de todos. (Ricoeur, 2003, p. 298)
¿Cómo haremos para retornar? Los análisis de Presas muestran, con claridad, que una via regia para esa recuperación es la experiencia estética.
La cuestión se abre con una pregunta elemental pero esencial: ¿por qué el hombre hace y disfruta del arte? ¿Qué lleva al hombre a inventar seres, mundos, situaciones, que no tienen una existencia real, y a deleitarse con ello? (Presas, 2009, p. 69). Una de las respuestas posibles puede ser esquematizada de la siguiente manera: el arte quiere provocar una experiencia porque esa experiencia satisface un deseo originario, inapelable. Un anhelo de sentido, de significado, inclina al hombre hacia la ficción, la metáfora, el mito. El arte también proviene de una insatisfacción, de un estado de perplejidad y zozobra en el cual no podemos habitar mucho tiempo. El olvido, la fugacidad y la desaparición, no siempre son bienvenidos, y en ocasiones, representan una afrenta. En el arte late la necesidad de algo concreto, vital y permanente. “El arte contrarresta la caída en la insignificancia” (Camus, 2006, p. 965).
Si nuestro anhelo es recuperar las experiencias que se han retraído, si nuestro afán es el significado, tenemos un salvador: el poeta. Pues,
en definitiva, la indagación del artista en su propia vida no tiene otra finalidad que recuperar lo propio, oscurecido, cegado, sepultado por las necesidades prácticas, los hábitos, todas las sedimentaciones de la costumbre que, como las arenas que va depositando un río de llanura en su desembocadura, terminan por impedir la libre circulación de las aguas. (Presas, 2009, p. 86)
En este sentido, afirma Presas, el modo estético de mirar el mundo les devuelve a las cosas su carne y su sangre. Trae la significatividad al centro de nuestra atención perceptiva. Hace que el horizonte comparezca, condensado, en un individuo, un suceso, una historia. Un pasado en una cosa.3 Un mundo en un objeto.
C.1) Mímesis
La interpretación mostrenca (…) no ahoga la vida porque ésta cuenta con el poder casi mágico de anonadar la descripción recibida y de redescribir la realidad forzando al lenguaje a expresar otras relaciones desviando las acepciones corrientes de las palabras ya establecidas. (Presas, 2009, p. 91)
Algo anda mal, y estamos en la búsqueda. Este reconocimiento, y este impulso, son ya un apartamiento, una epoché. Este poder “casi mágico” define una nueva actitud del sujeto frente al mundo. Dejamos, dice Sartre, la conciencia realizante, ejecutiva, para ingresar en la conciencia imaginante.4 Un cambio de disposición, que salta por fuera de la actitud natural, y nos coloca en un ámbito de irrealidad, si entendemos por irrealidad una hiper-realidad, como veremos enseguida.
Una vez que el espacio se ha abierto, ¿qué sucede dentro de él? Aquí Presas reflexiona en torno a un tema central de la estética: el concepto de mímesis. Estamos ante uno de esos conceptos plásticos que vertebran toda la filosofía. Incómoda para un espíritu analítico, goza de una sugerente polisemia. Como sucede con otras palabras rectoras (v.g. Logos), el recorte semántico que se opere sobre ella perfilará toda una teoría del arte, de la experiencia estética, y del conocimiento.
Una antigua tradición, que puede remontarse a Platón, entiende la mímesis en términos de imitación. El modelo puede ser el de la copia y su original. Toda la diatriba que Platón lanza contra la debilidad epistémica del eikon, se sustenta en su ontología de las ideas/formas. Si el arte quiere imitar la realidad, decía Presas en sus clases, entonces el espejo es un genial artista. El supuesto que yace aquí es que la copia depende del original. Solo tomando el original como baremo podremos evaluar la pericia de la copia. Desde esta interpretación, la imagen-copia está llamada a autocancelarse completamente en el movimiento referencial. Es decir, la validez óntica de la imagen es menor a la de su original porque hay una relación de derivación unilateral (del original a la copia). No hay nada que la imagen agregue a su original (el original no recibe nada de su imagen en el espejo). El original es lo que es independientemente de su reflejo en el espejo, y seguirá siendo igual cuando su reflejo desaparezca.
Si la mimesis artística es esto, podemos entender la preocupación de Platón. En primer lugar, algún atolondrado puede confundir la copia con el original. Nos impresiona la perfección con que un cuadro reproduce un original. Pero entonces podemos descartar el original, podemos suplantarlo por la copia. Podemos llegar a creer que la copia es el original.
Rápidamente el concepto de mímesis destacó otro significado. Aristóteles (1946, 1447-a) sostiene que la interpretación de su maestro no daba cuenta de dos hechos elementales. En primer lugar, no es verdad que el arte reproduce la realidad. Esquilo no quiere imitar la vida de Agamenón, ni una parte de su vida, ni un hecho de su vida. Por lo tanto, la idoneidad del poeta no debe ser evaluada en esos términos. Todo lo contrario, si la obra es tan parecida, que casi diríamos que es igual a lo que quiere representar, entonces estamos ante cualquier cosa, menos una obra de arte. Nosotros podríamos agregar una razón suplementaria para abandonar el concepto platónico de mímesis. Si es verdad, como dijimos en el apartado anterior, que nuestra existencia fáctica es confusa, informe, pobre, mecánica y anónima, ¿para qué querríamos reproducirla? La experiencia que quiere provocar la obra de arte viene a colmar un deseo, a suprimir la agudeza de una angustia, o superar una carencia. ¡No quiere, colmo del masoquismo, replicar esa situación!
Aquí aparece el segundo hecho básico del que parte Aristóteles. Los hombres aprenden gozando y sufriendo. Asisten entusiasmados al teatro porque allí se les ofrece un especial modo de conocer. Que no sea el conocimiento epistémico, del que tanto se llenan la boca los filósofos, lejos de ser un menoscabo es una virtud de ese saber. Lo que allí aprendemos tiene que ver con los “asuntos humanos”.5 No es la dialéctica ascendente de Diotima la que se representa tras el proscenio. No es el trabajo del concepto lo que vamos a recibir de la obra de arte. Pero esto no es ninguna crítica, es más bien, una fortaleza, porque se trata de un saber útil para el hombre concreto, y para la vida de la polis. Señalaré dos estrategias miméticas.
La primera involucra al tiempo. La experiencia estética configura la temporalidad (nos temporaliza) en sus variantes dinámica y estática.
El llanto de Ulises nos dará la primera. Pongámonos en situación. Al rey de los feacios le cae, de sopetón, el gran Ulises. Mientras se terminan de preparar los entremeses del gran banquete, el rey llama a su aedo para “divertir” al peregrino. El poeta narra la escaramuza que enfrentó a Ulises con Aquiles. Ulises conoce el incidente, ¡lo tuvo de protagonista! Sin embargo, escucha y comprende lo que había hecho. Comprende la dimensión de ese hecho, lo ve a la luz de la palabra justa. Nadie sabe verdaderamente lo que hace mientras lo hace. El poeta no solo relata y canta, pone las cosas en sus justos términos (orthōsas).6 Y Ulises llora. Una toma repentina de conciencia sucede gracias a la pericia de Demódoco.
Sucede en la narración una suerte de milagro por el cual nos hacemos dueños de un destino, cuya inteligibilidad nos libera (catarsis) de la angustia de no ser dueños de nuestra vida y de nuestra muerte. (Presas, 2009, p. 81)
Solo al contar (poéticamente) podemos advertir un orden en la retahíla informe de los eventos. En el vivir cotidiano, las cosas son siempre misceláneas. La imaginación, al narrar, configura el tiempo y las acciones desarrolladas en él. En primer lugar, toma acontecimientos e incidentes y hace de ellos una historia. Este trabajo de ensamble permite definir un suceso en tanto tal. Es decir, algo cuenta como acontecimiento en la medida en que hace avanzar al relato. Enumerar hechos puede ser una crónica, pero no una historia sensata. Solo la organización en una totalidad inteligible (trabajo de la imaginación) da, a la sucesión, unidad. Además, la construcción de la trama integra elementos dispares y heterogéneos. Gracias a ella, motivos, agentes, azares, circunstancias, interacciones, fines, quedan asociados en un todo de continuidad y sentido. En esta línea, Ricoeur afirma que la imaginación produce una síntesis de lo heterogéneo, en la que el juego concordancia-discordancia exhibe armonía y permite ganar en inelegibilidad. Presas y Ricoeur beben de la misma fuente:
al incluir en la trama compleja los incidentes que producen compasión o temor, la peripecia, la agnición, y los efectos violentos, Aristóteles equipara la trama a la configuración que nosotros hemos equiparado con la concordancia – discordancia. (Ricoeur, 2004, p. 132)
Vemos, entonces, que una narración de ficción no copia nada, por el contrario, ejecuta una acción sobre un material dado. Nuestra precomprensión del campo práctico, nuestra facticidad, informe y oscura, se clarifica. Configuración y clarificación son elementos de la mímesis.7 La narración es un hacer, un reunir y dar sentido. Este trabajo nos permite comprender el “tema”, y el modo en que ese tema se encuentra en cada una de las instancias de la historia. Por eso Sartre afirma que “al contar la historia todo cambia” (Sartre, 1947, p. 52). El cambio al que se refiere es la metamorfosis que opera la imaginación sobre lo informe dándole inteligibilidad.8 Presas remite aquí a Ricoeur: “la función referencial de la trama reside precisamente en la capacidad que tiene la ficción de re-figurar esta experiencia temporal víctima de las aporías de la especulación filosófica” (Ricoeur, 2004, p. 34). Pero la mímesis que opera la obra de arte no se limita solo a nuestros caracteres temporales. Su efecto comienza en nuestra aprehensión inmediata del mundo.
La segunda estrategia de la mímesis es la aisthesis estética en tanto desarticulación repentina de los ya mencionados hábitos perceptivos. Lo que busca el poeta, el pintor, es desandar el camino de la sedimentación y cristalización, cuyo resultado es la cosa como res extensa y el alma como res cogitans, para revivir el “primer encuentro”, aquel sobre el cual el tiempo aún no había ejercido su efecto humillante.9 El objeto y su impacto, sin la intervención del tiempo.
The aesthetic experience differs from other functions in the world of the everyday by a temporality peculiar to it: it permit us to “see anew” and offers through this function of discovery the pleasure of a fulfilled present, It takes us into other worlds of the imagination and thereby abolishes the constraint of time to time. (Jauss, 1982, p. 10)
Esta “búsqueda de la cosa perdida” explica la obsesión de Cézanne con el monte “Santa Victoria”. La mirada del artista quiere “liberar a la percepción de las anteojeras de un saber orientador previo con el fin de que se pueda volver a sentir un objeto en su coseidad y en la pluralidad de significaciones” (Jauss, 2002, p. 71). El artista crea solo en cuanto descubre, en cuanto quiere transmitir un modo de ver que él ha recibido. Crear es, a un tiempo, inventar y encontrar.
Lo que hay que mencionar, primero, es que la imagen poética, a diferencia de la imagen copia (Platón) permite ver mejor aquello a lo que se refiere. Funciona como un reactivo que muestra aspectos de la cosa que no podíamos ver mientras mirábamos de modo instrumental, natural o habitual. Entonces, la cosa gana en visibilidad gracias a la imagen poética.
Presas repite, en sus clases y en sus textos, la frase de Paul Klee: “en el arte no es tan importante ver, sino hacer visible”.10 En la cita “ver” se refiere al producto de la inercia perceptiva, a lo que los sedimentos anónimos nos han acostumbrado. Pero las cosas son más que eso. “No es la inmediatez de lo sensiblemente dado, sino el proceso de formar la intuición, la intuición formada resultante, esa “representación de la imaginación” es el fundamento sobre el que descansan todas las artes”. (Gadamer, 1998, p. 157)
La palabra poética devuelve a las cosas su dimensión simbólica. Esta dimensión no solo reintegra a las cosas propiedades negadas en la percepción cotidiana, también reaviva sus dimensiones evocativas y alusivas. “El que mira un puñal, ve la muerte de César”, “El que ve un reloj de arena, ve la disolución de un imperio” (Borges, 1989, p. 308).
La metáfora es un instrumento privilegiado del aumento icónico. Metaforizar bien es encontrar semejanzas (Aristóteles). Pero la virtud de la metáfora consiste en comparar cosas que, en nuestros esquemas predicativos y descriptivos coloquiales, están lejos, son incomparables. Solemos decir que podemos comparar lo que se halla dentro de cierto campo de sentido (o perceptivo). Porque dos cosas tienen cantidad, una es mayor, menor, igual, proporcional, etc. Porque dos cosas tienen color podemos decir que tienen intensidad parecida. Es decir, nuestras semejanzas suelen operar sobre lo que ya se parece.
Pero la imaginación metafórica instituye la semejanza entre dos campos categorialmente alejados.
The new pertinence or congruence proper to a meaningful metaphoric utterance proceeds from the kind of semantic proximity which suddenly obtains between terms in spite of their distance. Things or ideas which were remote appear now as close. Resemblance ultimately is nothing else than this rapprochement which reveals a generic kinship between heterogeneous ideas. (Ricoeur, 1978, p. 147)
“Ver en el ocaso un triste oro” (Borges). Aquí opera una nutritiva tensión entre niveles interpretativos. Literalmente la frase “el ocaso es un triste oro” es un error categorial (Ryle). Sin embargo, nuestra competencia lingüística desecha rápidamente la literalidad, pero no el enunciado. Sabemos que allí yace un sentido, que solo se develará si “suspendemos” nuestros esquemas lingüísticos habituales.
La comunicación cotidiana necesita fijar valores léxicos a las palabras. Si las palabras no significan una cosa, no significan nada. Para poder entendernos, en nuestra vida diaria, necesitamos establecer qué vamos a entender, por ejemplo, por la palabra libro. Pero el lenguaje es rico en recursos, y tiene las herramientas para superarse en significación.11 La metáfora es una de estas herramientas por las que el significado de una oración puede significar más de lo que significa. “El amanecer, en un poema de Wordsworth significa más que un fenómeno meteorológico” (Ricoeur, 2006, p. 68). Este “exceso”, esta plusvalía, requiere un “trabajo de sentido”. Resolvemos (el verbo es algo artificial) suspender la interpretación literal/habitual para dejar emerger la significación metafórica. La metáfora es, entonces, un error categorial calculado, una “impertinencia semántica” productiva. Hay un detalle esencial, que no debemos perder de vista. Para que la metáfora sea eficaz debe promover la tensión. Es decir, debe sentirse la presión de fuerzas contrarias (literal - no literal). Si la metáfora se relaja, muere por absorción y se lexicaliza.
El trastocamiento metafórico es una operación aplicada a campos categoriales, es categorial. Por ejemplo “mezcla” el campo categorial “pasiones del alma”, con el campo categorial “fenómenos meteorológicos”. Lo que emerge de esta mezcla es una imagen. La metáfora da al lenguaje una silueta, lo hace aparecer en el modo de la iconicidad. Este es el significado de la palabra tropo, figura. Las palabras, en este caso, ponen ante los ojos.12
Si, gracias a la metáfora, vemos semejante lo que antes estaba alejado (la vejez - el atardecer), y esto repercute en nuestra afectividad, entonces la metáfora es una buena metáfora poética, ha conseguido su fin. No alcanza con acercar. El lector debe advertir justeza, capacidad de revelación, incremento perceptivo y resonancia afectiva. Intuimos que la metáfora acierta, se corresponde con lo que es. Este criterio de correspondencia explica que ciertas metáforas estén tan arraigadas en la memoria de los hombres, y siguen reverberando en su imaginación. Ver la vida como un viaje ilumina nuestra concepción de la vida. Conocemos mejor la vida bajo esa luz.
Tocamos aquí una importante paradoja. El arte produce cercanía por medio de la distancia. Para lograr lo que se propone, el arte necesita que hagamos el duelo de la cosa en sí, y nos arriesguemos en un conocimiento que opera por participación. La imagen poética nos hace participar de una escena, aunque protegidos de irrealidad.
La desconfianza de Platón hacia el par eikon - phantasmata es paralela a la suspicacia contra las emociones, afectos y pasiones. Entre las desventajas que veía en las imágenes, excitar las pasiones era una de las más nocivas. Correlativamente, las emociones y pasiones, por estar atadas a lo material, son siempre falsas, en el sentido en que beben del mundo de la doxa. Entonces, la rehabilitación de la aisthesis como modo de conocimiento, conlleva una re-evaluación del papel de las emociones, los sentimientos, el pathos. Aristóteles advertía que las pasiones son órganos de conocimiento ineludible. El hecho de que puedan ser falsas/erróneas no habilita su eliminación total del cuadro cognitivo. De la misma manera que nadie eliminaría a las creencias de una explicación de la racionalidad, por el hecho de que algunas de ellas puedan ser falsas.
Del arraigo material de la metáfora es fácil extraer el elemento afectivo. La retórica siempre ha sabido que la cercanía que produce una imagen va acompañada de una reacción emocional. Los tropos son fundamentales al momento de persuadir, recreando imágenes mueven nuestras pasiones de un modo que jamás lo harían los conceptos. Volveré sobre esto.
C.2) Catarsis
Una cita, y un ejemplo, me ayudarán en lo que queda.
Hablando de los estoicos, dice Cicerón:
Sus estrechos argumentillos silogísticos pinchan a sus oyentes como agujas. Aun cuando estos asienten intelectualmente, no experimentan ningún cambio en sus corazones, sino que se marchan tal como vinieron (Cicerón, 1987, 4/7).
Dos cosas resaltan aquí. Los argumentos son impotentes, aunque interesantes y bien comprendidos, no logran lo que se proponen: afectar al receptor. El interlocutor asiente, pero nada cambia. Ese cambio buscado es la catarsis.
El paciente entra en el consultorio del psicoanalista. Una pena lo aqueja. Allí, entre narraciones, recreaciones de escenas, recuerdos reprimidos, preguntas y respuestas, etc., logra superar el trauma. La terapia lo ha liberado (catarsis) modificando la economía de sus pulsiones. Pero no lo ha hecho por medio de argumentos, ni sutiles análisis categoriales. El terapeuta no le convidó la Fenomenología del Espíritu para que logre lo que vino a buscar.
Desde luego, tanto el auditor, como el paciente, han abierto el espacio de la reflexión, suspenden lo vivido, se desviven, mueren de alguna manera (Platón). La puerta del consultorio es como la puerta del aula universitaria. Ambas separan el espacio de la vida cotidiana (donde nos manejamos con la “actitud natural”) del lugar en el que se opera la actividad de pensar, la autorreflexión. Pero paciente y alumno deberán retornar a su vida. Si nada de lo que obtuvo dentro tiene efectos con lo que sucede fuera, entonces ha perdido el tiempo. La catarsis quiere garantizar el puente entre lo que vemos dentro de la epoché, con lo que sucede una vez que levantamos esos muros.
Hubo un tiempo en que la filosofía tenía una finalidad muy clara: transformar la vida de los hombres, llevarlos de un estado peor (oscuro, caído, desdichado o anodino), a otro mejor (lleno de sentido, de esplendor y felicidad). El conocimiento, que proveía el filósofo, no era un fin en sí mismo.13 La filosofía era un camino que había que recorrer para llegar a un lugar. Y ese lugar valía la pena, era deseable. El filósofo, dice Platón, adquiere virtud, y al hombre virtuoso nada le hace daño. Toda la época helenística surge de este lacónico enunciado. Quizá, la finalidad más excelsa, a la que pretendía conducir la nueva episteme, era la liberación, que es también catarsis.
Ese conato transformador de la existencia, que formaba el programa del filósofo, desde luego, nunca murió del todo. Tomemos, con ligereza, algunos ejemplos. La alegoría de la caverna, símbolo fundante de la filosofía, no solo muestra en qué consiste el saber filosófico, sino qué produce en nuestra alma. La ignorancia esclaviza, la filosofía nos libera. Espinoza entiende la Ética como una ascesis tendiente a lograr una peculiar comprensión de nuestra esclavitud que, paradójicamente, nos hará verdaderamente libres. El camino del esclavo es difícil, pero el premio vale cada esfuerzo. La tesis XI de Marx puede ser algo ambiciosa, pero se enmarca dentro de esta tradición que ve en el saber un camino para un cambio sustancial. Si la clase toma conciencia de clase, entonces se modifica a sí misma, modifica la praxis, y transforma la dinámica productiva. Los finos trabajos genealógicos de Nietzsche no quieren que tengamos un conocimiento meramente teórico de los padecimientos conceptuales que llevaron a nuestra noción de bueno, malo, verdadero, etc. La apuesta es que, si develamos la historia, baja, espuria, cobarde, de estos grandes conceptos, modificaremos nuestra relación con ellos. Un incremento de nuestro poder vital debe seguir a la comprensión. ¿Podemos permanecer indiferentes ante el preciosismo de los análisis que Foucault realiza en torno a la noción de poder? Esa prolija red microfísica, en la que advertimos el modo en que un poder omnímodo e invisible (pero muy efectivo) nos coacciona, nos gobierna con violencia, ¿puede ser mirada solo en términos descriptivos?, ¿no hay allí una llamada? Habermas destaca que el interés que mueve a las ciencias sociales críticas es, precisamente, el interés por la emancipación. ¿No late algo de esta finalidad transformadora en la advertencia husserliana que mencionamos al inicio?
Todos quieren despejar el horizonte para una palabra más auténtica. Todos comparten el mismo denominador común: hay un conocimiento que busca producir un efecto. El saber del filósofo tiene un irrenunciable aspecto performativo. Una pregunta me incomoda: ¿cómo miraríamos a la filosofía si resulta que no logra lo que se propone lograr? La respuesta me incomoda aún más: la veríamos fracasada, o deformada en filosofería, mera erudición, álgebra mental.
Toco aquí un punto sensible y, creo, capital. Cuando la filosofía comienza a delinear su propia naturaleza, compite con otras prácticas culturales que se proponían la misma finalidad: acceder a un saber transformador. Proponer un conocimiento que promueva un importante cambio en la existencia de los hombres. Entre estas prácticas, destaca la poética.14 Jauss insiste en el carácter psicagógico de la experiencia estética (Jauss, 1982, p. 94). Ricoeur recuerda que el arte no solo quiere revelar aspectos ocultos a nuestra existencia maquinal, quiere transformar la vida (Ricoeur, 2009, p. 865).15 Algunas vicisitudes históricas, sobre las que no puedo extenderme aquí, han obliterado este elemento del cuadro analítico.
Presas retoma la cuestión intercalando análisis históricos y conceptuales. La catarsis, afirma nuestro autor, es un elemento esencial de la experiencia estética. El arte también se define por el efecto que produce en el receptor. Quiere revelarnos algo para provocar una metamorfosis, una metanoia.16 Esta era la idea de Aristóteles. Muchos de los autores que procuran rehabilitar la noción de catarsis remiten al estadío en que la poética y la retórica eran prácticas hermanas (Gadamer, Ferraris, Geldsetzer, Jauss, Ricoeur, entre otros). Esta filiación no debe sorprender al seguidor de Aristóteles. Los análisis de la potencia práctica del discurso se repartían, en él, entre la Retórica y la Poética (con algunos importantes pasajes de su Política). Roland Barthes, por ejemplo, ve en la figura del rhetor Gorgias el antepasado de lo que hoy llamamos literatura (Barthes, 1993, p. 91). Sea como sea, es claro que tanto la retórica como la poética se cruzan en muchos lugares. Jauss, por ejemplo, subraya la relación entre catarsis y persuasión por medio de la palabra, de la imagen, o de la palabra - imagen. En la persuasión retórica intervienen, de manera esencial, los tropos.
De la retórica viene, también, la importante doctrina de los scopi o perspectivas. El orador indica, al comienzo de sus escritos, la perspectiva desde la que es preciso entender sus afirmaciones. No solo es diferente interpretar la Biblia, una ley, o Edipo Rey; sino que cada uno de estos textos puede ser, a su vez, leído desde diferentes scopi. Puedo leer la Biblia con un interés sociológico, psicológico, teológico, histórico, etc. (recordemos la cuádruple lectura de la Biblia: literal, metafórica, moral y anagógica). Desde luego, la pretensión del texto es una: quiere persuadirnos de una tesis, quiere revelarnos la grandeza de Dios, quiere que aprendamos a hacer una mesa. La obra de arte también tiene una pretensión: suscitar una experiencia estética por medio de una redescripción del mundo, más la catarsis que ella supone. Para que esto tenga alguna chance, debo adoptar la perspectiva adecuada. He leído por allí que la poesía del joven Borges es la expresión del aristocratismo porteño de principios del siglo XX. Esto puede ser una verdad sociológica o histórica, pero por este lado me quedo sin poesía, sin la metanoia que me propone el autor, sin la metamorfosis que la acompaña.
Al igual que la antigua retórica, un poema, un relato, opera en tres niveles. Por un lado, intenta mostrar una realidad que ha quedado invisibilizada. La imaginación promueve un esquema disruptivo que sacude nuestra inercia perspectiva y conceptual. A este aspecto más “informativo”, si me permiten la expresión, los oradores lo llaman docere (enseñar). Hay aquí pretensión de verdad. El poeta nos dice cómo son las cosas diciéndonos qué significan, qué son “para nosotros”. Si pregunto ¿qué es esa cosa llamada “suburbio”?, tengo la respuesta en el poeta. “El suburbio crea a Carriego y es recreado por él. (...) Carriego impone su visión del suburbio; y esta visión modifica la realidad” (Borges, 1984, p. 157). Esto es así porque Carriego “fue el primer espectador de nuestros barrios pobres (...). El primero, es decir, el descubridor, el inventor” (Borges, 1984, p. 142).
Lo que el poema, o la novela, quieren mostrar, o demostrar, se abre por medio de tropos, giros, ejemplos. Modos lingüísticos que promuevan la belleza, que involucren de manera esencial el gozo. Delectare (agradar) es el nombre de este aspecto del discurso por el que todo buen orador debe velar. La comprensión es indisociable del placer, porque en el arte, al igual que en ética y en política, las emociones funcionan cognitivamente.
Pero nada de esto tendría sentido para el orador, si el auditor no modifica sus disposiciones afectivas (cambio en su corazón, según la cita de Cicerón). Es verdad que, si uno muestra con pericia, es decir, si logra “poner ante los ojos” la nueva realidad, entonces puede esperarse el efecto emocional (temor, compasión, etc.). En todo caso, el telos que conduce al orador es el movere (o flectere), lograr un comportamiento movido por un afecto. Hay un sentido apelativo en la experiencia estética que queda bien expresada en esta cita de Gadamer:
La intimidad con que nos afecta la obra de arte es, de un modo enigmático, estremecimiento y desmoronamiento de lo habitual. No es sólo el “ese eres tú” que se descubre en un horror alegre y terrible. También nos dice “has de cambiar tu vida”. (Gadamer, 1998, p. 62)
El trípode manifestación - emoción - acción es lo que constituye, para la retórica, la persuasión (peithó).17
La hermenéutica literaria pronto notó que el tándem catarsis - movere se relaciona, también, con la clásica noción de subtilitas applicandi. Gadamer recuerda que fue la teología pietista la que, durante la modernidad, rehabilitó la applicatio (que, por otro lado, era esencial en la tradición del derecho romano).18
Presas retoma este esencial momento de la comprensión estética para enfatizar que el arte quiere trascender las fronteras de su propia producción, quiere ir más allá de los límites de su praxis. La experiencia que el arte promueve, sugiere Presas, no termina en el museo o el teatro. La lectura de una novela, o un poema, no es un acto que termine en la última palabra. Para que la experiencia estética esté completa, debe ir más allá de la lectura. La configuración que realiza la obra se completa en la refiguración que opera en nuestra vida concreta. Si el movere es el telos del orador, la aplicación es el telos de la comprensión estético/hermenéutica. Lectio transit in mores (Erasmo).
Si nuestra percepción de las cosas cambia (aisthesis), nuestra disposición afectiva también (catarsis). Si vemos a los hombres y a las mujeres como sueños, o puntos minúsculos, podemos esperar desinterés, y algo de desdén. No veríamos impedimentos para aplicar sobre ellos la misma lógica de dominio y transformación que aplicamos sobre la naturaleza en general. Si, en cambio, “vemos la eternidad en ellos”, un sentimiento de respeto, tal vez compasión, empatía, etc., poblará el ámbito de nuestra alma. El sentimiento “no es sólo un estado o modo de ser de sujeto, es un modo de ser del sujeto que responde a un modo de ser del objeto, es, en mi, el correlato de una cierta cualidad del objeto” (Dufrenne, 1982, p. 57).
Si es necesario que el lector concretice el mundo abierto por la obra es porque la “puesta en escena” busca promover un vaivén entre ganancia cognitiva e impacto afectivo. Entonces, si la obra no suscita esto, está herida de muerte. Estoy pensando en lo que algunos llaman el “giro reflexivo” del arte contemporáneo. Cuando el arte pone toda su libido en conceptualizar su propia naturaleza, conmoviendo los límites de su definición, se torna demasiado socrático. Un urinario expuesto en un museo puede ser muy sugestivo desde el punto de vista intelectual, pero no toca nuestro cuerpo, salvo por aquella disposición anímica degradada que Agustín llamaba “curiositas”. No puedo entrar aquí en este tema, solo quiero unir cabos. La estética de la recepción, que tan bien usufructúa Presas, acentúa la noción de catarsis. Por ella entiende un doble impacto (de conocimiento y de afectos) que se traduce más allá de la lectura o de la percepción de la obra. Entonces, si el impacto es solamente “reflexivo”, conceptual, algo del orden de lo fundamental se pierde. El arte deja de ser un tránsito, y se transforma en un fetiche teórico.
Sintetizando, suspensión, redescripción, cognición y afección trabajan en forma mancomunada.
La experiencia estética es, por tanto, siempre liberación de y liberación para, como ya se pone de manifiesto en la doctrina aristotélica de la catharsis. La instalación en un destino imaginario requerida por la tragedia libera al espectador de los intereses prácticos y de los lazos afectivos de la vida para activar los afectos puros de compasión y temor que la tragedia despierta. Estos afectos son una condición previa para la identificación con el héroe; han de llevar al espectador, mediante la conmoción trágica, a la deseable disposición de ánimo para comprender lo ejemplar del proceder humano. (Jauss, 2002, p. 41)
Si el arte no tuviera un impacto en la vida, sería solo un juego inane. Si el “mundo desplegado por el texto” no se cruzara con el mundo del lector transformándolo, la ficción sería un pasatiempo inocuo.
Presas se ha preocupado en subrayar, tanto en sus clases como en sus textos, que la poesía procura un lenguaje que quiere ser efectivo. Que el arte es un mediador entre un antes y un después. Que no podemos amputar la obra de arte de nuestra precompresión fáctica del mundo y de la re-descripción que ella provoca. Siguiendo los pasos de la hermenéutica de Gadamer y Ricoeur, acentúa la finalidad transformadora del arte.
D. Conclusión
Al filósofo siempre le queda una extraña sensación cuando se topa con una metáfora poética. Ve que allí se da una verdad de manera brusca, repentina, y evidente. Pero a él le han enseñado que la verdad requiere método, y un aceitado razonamiento. La dialéctica, el silogismo, la mayéutica, la deconstrucción, análisis y síntesis, etc., garantizan la seriedad del proceso, y consagran como racional a la conclusión. Pero nada de eso se da en la verdad revelada por la palabra poética. Incluso huele, en la palabra revelación, un tufo teológico. De poco sirve que se le diga que hay una verdad filosófica y una verdad poética. No tanto por el peligro que podría correr el principio de no contradicción, sino porque ahora el problema se traslada: ¿qué tipo de verdad, qué modo de pensamiento, qué tipo de lenguaje produce el efecto que buscamos? Llamémoslo como queramos: liberación, plenitud, beatitud, felicidad, recuperación, retorno, autenticidad, y demás, la filosofía y el arte quieren lo mismo. Algunos espíritus ireneicos dirán: ambas pueden, cada una a su modo, llevarnos hacia allí.
Del Ser a la Palabra recoge un camino filosófico en el que Presas va madurando algunos conceptos al calor de este problema. Es un texto cortés y profundo. Está circundado por una inquietud que el autor sabe transmitir a su lector. Me refiero a la incomodidad que siente el filósofo cuando interpela a su tarea, cuando se pregunta por la finalidad y efectividad de su abstracto saber.
Los que tuvimos la suerte de asistir a las clases de Mario Presas advertimos que, al lado de la batería teórica con que desmenuzaba la experiencia estética, la naturaleza de la obra de arte, la idea de belleza, tenía lugar una invitación. Incluso el trabajo del concepto estaba atravesado por una sensibilidad que remitía a un llamado. Presas dejaba traslucir en cada encuentro el carácter propedéutico de lo que allí sucedía. Todo indicaba que lo verdaderamente fundamental se jugaba en otro lado, en otro modo discursivo, en otro tipo de expresividad. Transmitía una convicción como únicamente se pueden transmitir ese tipo de certezas: con todo el cuerpo y toda el alma. Llegábamos a paladear frases como “lo que permanece lo fundan los poetas”, o “en la poesía acontece la verdad”, de manera tal que, una vez digeridas, una ansiedad comenzaba a corroernos. Pronto sentíamos la necesidad de cerrar los libros inútiles, para meternos, llenos de ilusión, en los caminos de Hölderlin, Trakl, Borges, Proust.
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Notas